Osvaldo Dallera

martes, junio 13, 2006

Anónimos y desterrados: los perdedores de la reflexividad y el ocaso de la institución escolar[1]

Introducción

Una de las causas que dieron lugar al proceso de globalización fue el borramiento de límites no sólo territoriales (porosidad de las fronteras de los estados nación) sino también económicos (desregulación del movimiento de capitales), y culturales (proliferación de múltiples maneras de entender y de expresar los acontecimientos). En este dominio, uno de los efectos más notables de la globalización es el crecimiento exponencial de las comunidades de sentido o, en términos de Bauman, el multiculturalismo y el multicomunitarismo.
Una comunidad de sentido es un colectivo de personas cuyo grado de proximidad no radica en los vínculos físicos o espaciales que mantienen sino en la familiaridad del universo simbólico y de significados que comparten y a partir de los cuales construyen una identidad. El incremento de las comunidades de sentido es un fenómeno propio de los últimos veinticinco o treinta años y uno de los factores decisivos en la gestación de comunidades de ese tipo fue la expansión de los Medios Masivos de Comunicación (MMC) y las Nuevas Tecnologías de la Información (TICs).
La escuela es una de las instituciones en la que mejor puede percibirse el crecimiento de las comunidades de sentido y sus derivaciones. Allí convergen adultos y jóvenes provenientes de “atmósferas simbólicas” diferentes con el deseo y la expectativa de producir un sentido más o menos compartido, explicitado en el currículum, que unos tienen que enseñar y otros tienen que aprender. Sin embargo, a pesar de ese objetivo y de las buenas intenciones que lo apuntalan, la escuela es una de las “instituciones concha” (Giddens, A.:2001) que atraviesa por una doble crisis y que pone de manifiesto la conexión existente entre el mandato social que recibe y la influencia que ejercen sobre ella, otros efectos de la globalización.
La idea de este trabajo es describir y analizar causas y efectos de esa doble crisis. En efecto, en primer lugar hay una crisis de significados “dentro” de las instituciones educativas que es el resultado de la expansión de la diversidad cultural y del pluralismo como fenómenos propios de la globalización:“El factor más importante en la generación de crisis de sentido en la sociedad y en la vida de los individuos tal vez no sea el secularismo supuestamente moderno, sino el pluralismo moderno. La modernidad entraña un aumento cuantitativo y cualitativo de pluralización... Si las interacciones que dicha pluralización permite establecer no están limitadas por «barreras» de ningún tipo, este pluralismo cobra plena efectividad, trayendo aparejada una de sus consecuencias: las crisis «estructurales» de sentido.” (P. Berger y T. Luckmann, 1997: 74)
Esto deriva en dos estrategias pedagógicas cuyos resultados extremos son dos rasgos de época: el relativismo y el fundamentalismo, derivados, respectivamente, del multiculturalismo y multicomunitarismo.
En segundo lugar, hay una crisis de significados “de” las instituciones educativas que se produce como resultado de la doble incertidumbre reinante acerca del valor de lo aprendido. Por un lado, lo que podríamos denominar una incertidumbre cognoscitiva (en tanto que falta de certezas o de verdades dignas de ser enseñadas y aprendidas) que promueve un descrédito y un desinterés acerca del valor de los contenidos curriculares que circulan por las escuelas ya que, o bien no se les ve ni se les asigna un vínculo con la vida real, o bien se supone que cualquier contenido puede ser sustituido por cualquier otro. Por otro lado, se produce una incertidumbre acerca del valor futuro de lo aprendido en su relación con sus posibilidades de aplicación o de inserción en un mercado laboral cada vez más precario, cada vez más restrictivo y cada vez más restringido que hace ver la relación entre aprendizajes y biografía personal futura en términos de riesgo.
En pocas palabras, también en el contexto educativo, y de acuerdo con Bauman, es posible, en esta situación de globalidad, detectar el estado de vulnerabilidad de los lazos sociales originada en la diversidad cultural, de incertidumbre valorativa y epistémica, de precariedad en la relación futura entre biografía académica y posibilidades laborales y de autopercepción de desprotección de los sujetos globalizados.

Diversidad cultural y pluralismo. Crisis de significados “dentro” de las instituciones educativas

Clifford Geertz, el reputado antropólogo americano, dice que “hoy día, todos somos nativos, y cualquiera que no se halle muy próximo a nosotros es un exótico. Lo que en una época parecía ser una cuestión de averiguar si los salvajes podían distinguir el hecho de la fantasía, ahora parece ser una cuestión de averiguar cómo los otros, a través del mar o al final del pasillo, organizan su mundo significativo.” (Geertz, 1994: 178)
Cualquiera que ingrese y camine por los pasillos de algún colegio instalado en el barrio de Flores (público o privado; laico o religioso) podrá ver cómo, alumnos y alumnas coreanos, chinos, porteños, peruanos y bolivianos animan juntos las clases y los recreos. Su presencia allí es un aspecto de la globalización, un ingrediente de la globalidad y una consecuencia del globalismo.
Distingamos cada uno de estos términos. La globalización pone el acento en los procesos políticos “en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”(Beck 2004: 29); la globalidad apunta a la dimensión sociocultural porque significa que “vivimos en una sociedad mundial” y “la totalidad de las relaciones sociales no están integradas en la política del Estado nacional ni están determinadas (ni son determinables) a través de ésta. Aquí la autopercepción juega un papel clave en cuanto (…) significa una sociedad mundial percibida y reflexiva” (Beck, 2004: 28). Por último, el eje del globalismo es la perspectiva económico-financiera de los fenómenos globales.
dicho esto conviene recordar que con la oleada inmigratoria de los años noventa, un sector de esas comunidades orientales ingresó al país con capital suficiente para instalar algún comercio vinculado al rubro alimenticio o a la industria textil, o, directamente, levantaron una pequeña fábrica de esta última rama de actividad que requiere mano de obra poco calificada y relativamente poca inversión de capital porque la tecnología que utiliza es de baja complejidad y más o menos barata. Durante ese período, y aún hoy, buena parte del personal contratado para desempeñar esas actividades (muchas veces en condiciones laborales precarias) proviene de las comunidades peruana y boliviana instaladas en el país, durante la última década del siglo pasado, como consecuencia de las ventajas comparativas que ofrecía, en aquel momento, la simetría en el tipo de cambio resultante de la vigencia del plan de convertibilidad.
Una mirada desatenta a este fenómeno puede llevar a inferir que, producto de las diferencias culturales que acarrean esos compañeritos de colegio (heredadas de sus lugares de origen), les cuesta entenderse entre sí y, lo que es peor, entender lo que se les pretende enseñar. Pero las cosas no son tal como parecen. No es el traspaso de las fronteras físicas lo que provoca, en todo caso, las dificultades para compartir significados múltiples en un mundo único, sino otro tipo de configuraciones grupales las que hacen proliferar mundos múltiples dentro de un lugar (la escuela) en el que se propone construir un sentido único para comunidades de sentido diferentes. Más bien lo que hoy aglutina y, al mismo tiempo, divide a las personas y los grupos no son las fronteras físicas y territoriales, sino los distintos tipos de intercambios simbólicos que se realizan a través de los contactos que se mantienen y de los circuitos que se recorren en los espacios virtuales y en los significados construidos en los MMC (Bauman, 1999: 133)
En ese contexto globalizado, entonces, el problema de las instituciones educativas de hoy consiste en presentar contenidos comunes a personas que pertenecen a comunidades de sentido diferentes. Como queda dicho, sería un error pensar que esa diferencia proviene únicamente del origen geográfico del cual procede cada uno. En todo caso, esa es sólo una de las causas (y tal vez la menos significativa) de la diferencia en la manera de atribuir distintos significados a un mundo y a una realidad que se suponen únicos.
El problema es un fenómeno de la globalización o, mejor, de la globalidad: fragmentos de comunidades de sentido que cohabitan y participan de experiencias comunes aportando cada una sus saberes, costumbres y tradiciones; el problema es un problema específico de esta época reconocido especialmente en las grandes ciudades y originado, en su mayor parte, por el avance tecnológico producido en el área de las comunicaciones. Como dice Beck: “las fuentes de significado colectivas y específicas de grupo (como, por ejemplo, la conciencia de clase o la fe en el progreso) de la cultura de la sociedad industrial están sufriendo de agotamiento, quiebra y desencantamiento” (Beck et. al., 1997: 20). Esas fuentes de significado están siendo reemplazadas por múltiples comunidades de sentido provenientes de foros cuya diversidad temática resulta difícil mensurar.
Ante esta tensión entre el objetivo educativo y la realidad cultural heredada de la globalidad se plantea el siguiente problema: ¿cómo hacen las instituciones educativas para respetar las diferencias o el pluralismo de sentido que se manifiesta en cada persona o grupo de personas que concurren a ellas y, al mismo tiempo, impartir una selección de contenidos que son los que (alguien o algunos) consideran más significativos para ser compartidos?, ¿privilegia eso que Beck denomina contextualismo totalizador dejando abierta las puertas al aprendizaje (y la enseñanza) de un relativismo que termine por hacerles entender a todos que “todos son como son” (Beck, 2004: 121) y asume que en definitiva los saberes, las costumbres y las tradiciones son solamente diferentes y la convivencia consiste en respetar las particularidades de cada expresión cultural?, ¿privilegia la supremacía de una tradición, de un conjunto de costumbres y de saberes que pertenecen a una de las comunidades de sentido y entonces son seleccionados porque se los considera los mejores y se los defiende (implícita o explícitamente) adoptando una postura etnocéntrica (Giddens, 2001: 54)?
Estas preguntas desembocan en respuestas que dan lugar a dos corrientes pedagógicas diferentes. Podríamos denominarlas, respectivamente, corriente culturalista y corriente comunitarista. Las dos parten de algunos reconocimientos compartidos. Naturalmente, las estrategias de salida que propone cada una de las corrientes, son diferentes.
El reconocimiento compartido por ambas es que el pluralismo moderno es un hecho constatable e irrevisable de la vida globalizada. Las dos admiten que el pluralismo consiste en muchos mundos diferentes participando, en determinados momentos, de experiencias que pretenden hacerse comunes y compartidas. Para las dos estrategias esa circunstancia produce un efecto doble: 1) o bien cada cual vive de acuerdo con sus criterios respetando o simulando respetar los criterios ajenos, o bien 2) cada comunidad y sus miembros se encierran en sus propias posiciones evitando mezclarse con visiones del mundo ajenas e incluso combatiéndolas. En cualquiera de los dos casos se extingue en el espacio público el sentido de lo dado por supuesto para todos. Ya deja de haber un sentido único (acerca del mundo, las personas, las relaciones y las cosas), que opera como telón de fondo común, válido y aceptado en general por todos. Dentro de estos recorridos, el pluralismo fragmenta los significados en muchas comunidades de sentido diferentes a las que les da lo mismo convivir en el mismo seno o que prefieren evitar el contacto con extraños.
Parece ser, entonces, que el pluralismo propio de la globalidad produce una crisis de significados y esto genera en las personas al mismo tiempo que un sentimiento de relativa libertad (ya que cada cual piensa y siente como quiere y por lo tanto todas las expresiones, sentimientos y puntos de vista se transforman en opiniones con el mismo valor), un estado de ánimo que mezcla, para decirlo con Bauman, confusión, angustia, inseguridad y desprotección (porque también sucede que esas mismas personas, fuera de sus comunidades primarias o de origen, no tienen nada firme y estable para sostener sus propias opiniones): “el concepto de “crisis cultural” ha llegado a aludir al estado de ambigüedad normativa, ambivalencia, inconsistencia, falta de claridad, indefinición; y a la percepción de dicho estado como una amenaza que, de una u otra manera, afecta al bienestar de la sociedad en general y a la vida exitosa de sus miembros.” (Bauman, 2003 b: 159)
Así, cuando unos salen al espacio público y compartido a cotejar lo propio, se encuentran con que los demás también tienen pareceres, opiniones y puntos de vista que consideran tan valiosos e importantes como cualquiera de los otros ¿Qué hacen entonces los culturalistas y los comunitaristas pedagógicos? En nuestro tiempo es frecuente ver que cada corriente responde a la crisis de significados mediante dos salidas extremas.
Los que se encuadran dentro de la corriente culturalista sostienen que intentar construir un modo de pensamiento más o menos unificado y válido para todos dentro de una comunidad o cultura es simplemente una utopía o una quimera y no tiene sentido. Según estos culturalistas (que bien pueden ser los contextualistas totalizadores de Beck) todo lo que se puede hacer en el encuentro con las diferencias es tener una actitud de aceptación, comprensión y voluntad comunicativa entre ellas. Queda excluida de esta propuesta la posibilidad de intentar hacer algo que suponga llevar a los miembros de una comunidad a vivir lo que otra comunidad propone en términos de costumbres, valores, tradiciones o puntos de vista. Algunos se contentan y viven lo mejor que pueden adoptando una actitud abierta y tolerante frente a todas las posturas: se vuelven multiculturalistas.
Los multiculturalistas hablan de “educar para la diversidad”. Ya que nada se puede sostener con una firmeza digna de mayor crédito, démosle entonces cabida a toda la gama de valores, creencias y opiniones que circulan. Ante este panorama, todo lo que se puede hacer es reconocer y aceptar la profundidad de las diferencias culturales que cohabitan dentro del mismo edificio y minimizar esas diferencias intentando construir un vocabulario (podríamos decir, un sistema de significación) que las comprenda y haga viable la comunicación, los intercambios y la convivencia entre las distintas comunidades de sentido sin que nadie resigne nada del conjunto de pautas culturales que trae consigo. El relativismo se convierte, entonces, en la primera reacción extrema frente al fenómeno de la crisis de sentido.
Al contrario de la postura anterior, los comunitaristas, es decir aquellos que no toleran la falta de certidumbres, se refugian en sus propios valores, conocimientos y creencias y los sostienen a capa y espada para convertirlos en el fundamento y sostén de todas sus acciones, sin dar lugar a puntos de vista contrapuestos a los suyos ni admitir el disenso o la diferencia en la discusión. Ellos educan para “conservar y mantener la identidad”, y entienden (e incluso aceptan) que cada comunidad haga lo propio: se vuelven multicomunitaristas. La tradición y los valores propios de la comunidad a la que pertenecen se convierten en el estandarte con el que salen a enfrentar, en el espacio común, las creencias de los otros. Suelen cobijarse en esta perspectiva, en general, las escuelas confesionales. La segunda reacción extrema al fenómeno del pluralismo global, derivada de esta corriente, es el fundamentalismo.
Para Beck la propuesta alternativa a las dos reacciones extremas está en lo que él denomina universalismo contextual: “el universalismo tiene el inconveniente de imponer a los demás su propio punto de partida, pero la ventaja de incluir a los demás, de tomarlos en serio...” (Beck, 2004: 120). Este punto de vista consiste, en pocas palabras, en aceptar y hacerse cargo de una diferencia, de una posición, sin que esto implique excluir a los demás (una “diferenciación inclusiva”). Supone, en este sentido, desechar las certezas, hacerse cargo de una verdad, pero permitiendo una revisión y una crítica constante a esa posición tomada.
Una primera conclusión derivada de este recorrido es que cualquier grupo de personas necesita un mínimo grado de coincidencia en las interpretaciones de la realidad para dotar de sentido a las acciones y las percepciones de sus miembros, pero además, para entenderse entre ellos. Uno de las principales vías de acceso a esa relativa unidad de criterio es la participación de los individuos provenientes de comunidades de sentido diferentes en instituciones que los aglutinen a través de esa “diferenciación inclusiva” de la que habla Beck.
En la época de la modernidad sólida o industrial (digamos hasta hace treinta o cuarenta años), los significados generados, conservados y distribuidos por las instituciones educativas podían tomarse, razonablemente, como instrumentos más o menos estables. La razón de ser de esos significados era evitar que se produjera, en los miembros de la comunidad, crisis subjetivas o colectivas por la falta de criterios compartidos. En este aspecto, la estabilidad que buscaba (y que posiblemente todavía busque) promover la escuela era particularmente importante porque podía (y aún puede) ayudar a construir una identidad común a partir del intercambio de experiencias más o menos homogéneas entre personas que provienen de comunidades y de mundos significantes más o menos heterogéneos. Entre aquel momento de la sociedad industrial y este momento de la sociedad global se produjo eso que Beck, Giddens y Lash coinciden en llamar reflexividad: una "transición autónoma, no deseada y no percibida desde la sociedad industrial a la sociedad del riesgo" (Beck et. al., 1997: 19).
Hoy, esas transformaciones autónomas, no percibidas y no deseadas tuvieron sus efectos reflexivos en el ámbito educativo. Eso que podríamos nosotros denominar reflexividad educativa derivó en una crisis de significados cuyos resultados recaen, por un lado en la pérdida de significación de la propia institución, en la medida que ya no están suficientemente claras las funciones sociales que tiene asignadas (¿educa? ¿contiene? ¿asiste?). Por otro lado, esa misma crisis tiene su correlato en los significados de los contenidos y los conocimientos que circulan dentro de la institución y que ponen en tela de juicio la verdadera función y utilidad social de esos saberes para sus potenciales usuarios.

Incertidumbres presentes y riesgos futuros. Crisis “de” significados de las instituciones educativas

En virtud de los aspectos que hemos desarrollado en el apartado anterior y a pesar de las buenas intenciones que deben suponerse en todos los actores del sistema, las instituciones educativas pasaron a ser una de esas instituciones que Giddens denomina “instituciones concha”: mantienen su cobertura exterior, pero adentro están vacías de contenido: “son instituciones que se han vuelto inadecuadas para las tareas que están llamadas a cumplir” (Giddens, 2001: 31).
Una prueba de esto es que una parte considerable de la sociedad adulta actúa como si intuyera o creyera que la escuela, o lo que pasa dentro de ella, ha dejado de ser importante para la vida futura de sus hijos. En efecto, una porción de los sectores medios y bajos de la sociedad percibe que la distancia que media entre lo que ofrece la escuela y lo que se hace dentro de ella es cada vez más grande, respecto de sus proyectos futuros. También advierten que los derroteros por donde transita y transitará la vida propia y la de los suyos, tiene que ver cada vez menos con la forma como la escuela trata aquello que resulta significativo para sus vidas. No es que la escuela no trate esas cosas; las trata, pero les da una orientación y un significado que, por la complejidad que supone, no es accesible de manera rápida y de fácil operatoria para quienes asisten a eso que podríamos denominar la escuela de la época global. Y entonces piensan que poner demasiado esfuerzo en “eso”, no tiene mucho sentido. Saben que hay que ir, pero el asunto es a buscar qué.
Se puede elaborar un intento de explicación de este parecer que encuentra, entre la clase media “castigada” (por no decir “derrotada”) y los sectores socioeconómicos más bajos, la mayor cantidad de adeptos. En primer término, esta bifurcación entre cobertura exterior y vacío interno la pone de manifiesto Beck cuando distingue entre organización educativa y significado educativo (Beck, 1998: 191). La organización se redujo al cuidado y mantenimiento de ciertos aspectos formales y normativos entre los que sobresale la condición de la escuela como acreditadora oficial de los supuestos conocimientos que allí se aprenden. Diríamos, para expresarlo en términos de Giddens, que se ocupó de preservar el caparazón de la institución en vez de velar por su contenido.
En el marco de la organización educativa entró en vigencia una economía política de las calificaciones que dio como resultado una carrera por las acreditaciones independizadas de sus referentes. En este aspecto el globalismo se ha inoculado en este campo de la globalidad y lo hizo transformando a las acreditaciones escolares y académicas en una mercancía que circula dentro de un mercado específico (el mercado de las titulaciones) al que asisten oferentes y consumidores que regulan la oferta y la demanda en función de sus intereses y de sus condiciones socioeconómicas (escolarmente hablando) en un momento determinado de la vida económica y política del campo educativo.
Un detalle interesante de las acreditaciones tomadas como bien de cambio es que tienen un grado de autonomía relativa respecto del objeto (saber) que representan. En efecto, una acreditación es un significante que se supone que representa el saber, la habilidad, o la destreza de quien la exhibe o la ostenta. Sin embargo, con poco que uno mire el estado de cosas actual en el ámbito educativo, advertirá que no siempre existe correspondencia o adecuación entre las notas que reciben y exhiben los alumnos y el saber que éstos verdaderamente adquirieron. Dicho de otra forma, en el contexto de la organización educativa global las calificaciones se han independizado de sus referentes. Para decirlo en pocas palabras, vivir en el mundo globalizado supone asignarle un valor de cambio tan o más significativo a las acreditaciones que a los saberes adquiridos.
A este respecto hoy daría la sensación de que importan (significan) más las acreditaciones que los saberes. Podríamos decir que estamos en la era del vacío cognitivo en razón de que “el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna” (Lyotard, 1993 : 13). En una cultura de la exhibición de lo que se trata es de exhibir credenciales antes que demostrar saberes (« traeme tu curriculum »). Como dice Beck, “la formación ha perdido su "implícito luego"...” (Beck, 1998: 191)
En segundo lugar, el significado educativo está relacionado con el sentido que le dan los individuos a su formación. Este significado está condicionado por varios factores. Uno de esos factores, es de carácter económico y está relacionado con lo que cuesta la educación en relación con los resultados que se pueden obtener. Aquí se cuestiona la validez socioeconómica que se le puede asignar a los conocimientos aprendidos, en términos de responder a la pregunta ¿en qué medida eso que aprendemos nos sirve para desempeñarnos en nuestras vidas cotidianas? El otro factor es de carácter social y está relacionado con el valor de los conocimientos que se producen y se distribuyen dentro de las escuelas.
El factor económico podemos enfocarlo desde la relación pragmática costos-beneficios. Durante el período de la modernidad industrial o “sólida” el compromiso mutuo entre capital y trabajo dotaba de sentido a cualquier emprendimiento educativo porque, a posteriori, era seguro que iba a servir para incorporarse en un mercado de trabajo estructurado sobre la base del modo de producción y perfilado para el largo plazo.
Las condiciones estructurales de la modernidad reflexiva son diferentes de las condiciones estructurales de la modernidad industrial. En la modernidad reflexiva o “líquida” desapareció aquel compromiso, desapareció la estructuración sobre la base del modo de producción y, en consecuencia, se diluyó el trabajo para el largo plazo. En el lugar de la estructura industrial de la primera modernidad se ubicó una estructura sostenida en una red global cuya matriz está construida sobre la información y la comunicación sólo al alcance de los “ganadores de la reflexividad”. El resultado de esta transformación es “el advenimiento del trabajo regido por contratos breves, renovables o directamente sin contratos, cargos que no ofrecen ninguna seguridad por sí mimos sino que se rigen por la cláusula de “hasta nuevo aviso”. La vida laboral está plagada de incertidumbre.” (Bauman, 2003a: 157). En idéntico sentido, Richard Sennett da cuenta del mismo desenlace cuando afirma que ya nada es a largo plazo, y que la estructura institucional moderna se sostiene sobre el trabajo a corto plazo, con contrato o circunstancial (Sennett, 2000: 21 y 22).
Así, del lado de los costos los perdedores de la reflexividad analizan el problema pensando en cuánto hay que “gastar” o “invertir” en una educación de valor incierto para el futuro de los hijos. Desde el sentido común razonan más o menos de este modo: la buena educación es cara. Hace falta tanto dinero para una educación de calidad que no puedo ofrecerle todo eso a mis hijos (colegios con buenas instalaciones, planteles docentes bien pagos, estudios universitarios de grado y postgrado, libros, materiales, acceso a producciones culturales diversas, viajes, deportes, participación en actividades extracurriculares, mantenimiento de contactos sociales extraescolares, etc.). Si todo eso no forma parte de las prioridades de la familia o de la atmósfera social a la que pertenece, entonces es preferible poner la plata en otras cosas (las urgencias para los más pobres son tantas y el convencimiento de que no se puede resignar nada de lo adquirido resulta tan convincente para aquel al que todavía le queda algo, que, en un caso o en otro, lo poco o mucho que se tiene se destina a menesteres impostergables y de resultados más inmediatos).
Del lado de los supuestos beneficios a obtener, opera un cierto descreimiento acerca de los potenciales logros a alcanzar por la vía del acceso a la educación. El razonamiento implícito es más o menos éste: “dada mi posición social, y mis escasos recursos económicos, sociales y culturales, las posibilidades de que mis hijos se inserten en el circuito de los que ocuparán lugares bien remunerados o bien posicionados son muy escasas. Por lo tanto, voy a pagar el menor costo posible, ya que no tiene mucho sentido poner dinero y esfuerzo allí donde los beneficios a obtener van a ser pobres”. El vaciamiento de sentido de las instituciones educativas pone al descubierto el riesgo que resulta del divorcio o la escasa relación entre el valor de lo aprendido en la escuela y las posibilidades futuras de inserción laboral. Bauman lo dice de este modo: “flexibilidad” también significa que la antigua estrategia vital de invertir tiempo y esfuerzo para lograr capacitación especializada, con la esperanza de lograr una remuneración constante, tiene cada vez menos sentido” (Bauman, 2003b: 189)
El otro factor intuido o descubierto por aquellos que han decidido postergar o dejar de reclamar una educación cualitativamente mejor para sus hijos tiene que ver con el área de la producción y circulación de los conocimientos. En efecto, más allá de los mensajes globalófilos optimistas de quienes piensan que hoy todo es más fácil en materia de elaboración y acceso al conocimiento, la verdad es que las cosas no son tan así. La producción de conocimiento científico es cada vez más costosa en el doble sentido del término: es costosa en términos económicos y es costosa en términos de exigencias intelectuales y culturales. Esto significa que el conocimiento que se produce hoy es complejo y requiere una plataforma de acceso sólida y alta disposición para el esfuerzo y el trabajo intelectual. A su vez, esta complejidad en la producción demanda nuevos requerimientos en la tarea de hacer circular esos conocimientos. No todo es estar conectado a Internet, como suponen los funcionarios que creen que con poner computadoras en todas las escuelas ya estamos en el mejor mundo educativo posible.
La enorme distancia que hay entre el bagaje cultural de la población que forma parte de los perdedores de la reflexividad y el estado actual del conocimiento científico, más el caudal de información circulante hace que aquel grupo intuya que por sus condiciones sociales, económicas y culturales ha perdido el tren para subirse al carro de una educación de mayor envergadura. Para decirlo en términos de Bauman, el conocimiento sería un componente del portafolio de los turistas más que un artículo de consumo al que pudieran tener acceso los vagabundos (cfr. Bauman, 1999: 103).
En pocas palabras, los excluidos aprendieron que por la inequidad del sistema y por la complejidad del estado actual del conocimiento, la buena educación se ha hecho inalcanzable (que es tanto como decir elitista), a pesar de las buenas intenciones declamadas por políticos y educadores. Es como si el común de la gente se dijera a sí mismo, ¿qué tiene que ver todo esto conmigo? Para una gran mayoría, la buena educación se ha convertido en un objeto extraño.
El resultado de todo esto es la puesta en escena, en el teatro educativo, del cinismo posmoderno, en toda su dimensión. En general, los actores del sistema educativo hacen como si cumplieran con el deber (típicamente moderno) de ir a enseñar y a aprender, pero la realidad es que todo lo que pueden hacer es dejar constancia de que pasaron por ahí, unos distribuyendo y otros obteniendo acreditaciones. Así, la escuela (sobre todo la escuela media) se transforma en un gran escenario en el que los profesores hacen que enseñan, los alumnos hacen que aprenden y los padres hacen que están conformes (cuando los hijos aprueban).

Conclusión

Algunas palabras finales para el planteo de una hipótesis. La buena educación ha dejado de ser masiva y ha devenido educación de elite principalmente por la inequidad en la distribución de la riqueza y, como correlato, por el ensanchamiento de la brecha entre la vida diaria de la gente postergada y el circuito de producción y circulación de conocimiento complejo. Lo único que queda de la educación masiva es el carácter masivo pero con una impronta diferente de la que tuvo en el siglo XIX y durante buena parte del siglo XX. Pues, en aquel entonces, de la mano de una educación para muchos iban las posibilidades de ascenso social para todos. La globalidad trajo consigo la declamación del valor de la educación al mismo tiempo que la postergación masiva a su acceso tanto por la imposición de condiciones de vida inaceptables para los sectores menos aventajados de la sociedad como por la escasa importancia que éstos les asignan a las cualidades culturales y educativas que puede ofrecer una institución que se les ha vuelto extraña y ajena.
Esta orientación nos ubica sobre una senda bifurcada en dos sentidos, cada uno de ellos con destinatarios bien definidos. En un sentido se perfila la construcción de una educación destinada a unos pocos que, por procedencia económica y sociocultural, están obligados a captar los requerimientos de esa clase de instituciones cuya culminación es la ocupación de los puestos de decisión y gestión por parte de quienes se educaron en ellas. Son los que están aptos para vivir en la sociedad de riesgo porque están en mejores condiciones para navegar por afuera de las instituciones de control y protección que había sabido construir la sociedad industrial (Beck et. al., 1997: 18). Serán, si las cosas siguen así, los decididores de la modernidad líquida.
Por la otra senda van en camino de transitar quienes, debido a las políticas de exclusión y a las dificultades que supone captar críticamente las desventajas que se esconden en las propuestas culturales masivas de la época, no atinan a ver otras opciones para sí mismos que las que ofrecen las instituciones construidas sobre la base del credencialismo vacío. A éstos les cabe ubicarse en la superficie social sobre la que caen todos los peligros y ninguna posibilidad de decidir. Son, para decirlo con las palabras de Lash, la subclase de los perdedores de la reflexividad, excluidos de las estructuras de información y comunicación (I+C): “La nueva clase baja o subclase es, con bastante nitidez, una categoría de clase, que no se define por el acceso al modo de producción sino al modo de información…” (Lash, S. en: Beck, et. al., 1997: 166).
Dentro de este panorama y con los matices que puedan existir entre un tipo de escuela y el otro, una cosa es cierta: la institución escolar perdió el rumbo y el rol de encargada principal de construir y distribuir sentidos homogéneos capaces de aglutinar a quienes asisten a ella, y que provienen de múltiples mundos significativos. Su lugar lo ocuparon los MMC y las nuevas tecnologías de la información (TICs) que ahora construyen sentidos múltiples y transmiten masivamente los saberes y valores que promueven una variedad de comunidades de sentido heterogéneas. Aunque nos duela admitirlo, entonces, es muy probable que en estas circunstancias, la escuela difícilmente recupere masivamente el rol hegemónico que supo ostentar.

Bibliografía

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Bauman, Zygmunt 2003b: En busca de la política. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Beck, Ulrich 1998: La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. (Barcelona: Paidós).
Beck, Ulrich 2004: ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. (Buenos Aires: Paidós).
Beck, Ulrich, Giddens, Anthony, Lash, Scott 1997: Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. (Madrid: Alianza Universidad).
Berger, Peter L. y Luckmann, Thomas 1997: Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. (Barcelona: Paidós).
Giddens, Anthony 2001: Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Primera reimpresión. (México: Taurus).
Geertz, Clifford 1994: “El modo en que pensamos ahora: hacia una etnografía del pensamiento moderno”. En: Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas. (Barcelona: Paidós).
Lyotard, Jean-François 1993: La condición posmoderna. (Barcelona : Planeta-Agostini).
Sennett, Richard 2000: La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. (Barcelona: Anagrama).
[1] Trabajo presentado para la cátedra Globalización y sociedad. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Diciembre de 2004

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