Notas, artículos y reflexiones sobre cuestiones vinculadas a los problemas de la educación y la sociedad destinadas a profesores y estudiantes de filosofía y ciencias sociales
miércoles, noviembre 29, 2023
martes, noviembre 07, 2023
Vulgaridad moderna
Vulgaridad moderna[1]
Osvaldo Dallera
Desde el último
cuarto del siglo pasado la vulgaridad
impregnó la atmósfera sociocultural moderna, se instaló y se expandió a través
de todas las clases sociales como estilo predominante que afecta las formas de
sociabilidad (presencia, trato y expresión) en los intercambios comunicativos.
El tiempo de la vulgaridad moderna tiene dos momentos. El primer
momento es el de la vulgaridad burguesa y está asociado
a la práctica fallida de la buena voluntad cultural[2] de la pequeña
burguesía. Esta estrategia malograda de los sectores medios consiste en imitar,
sin coherencia ni cohesión, los gustos y las formas de sociabilidad de la
aristocracia para acercarse a ella y diferenciarse de las clases bajas de la
sociedad. Las características de la vulgaridad burguesa son la
petulancia, la soberbia, la vanidad, el creerse más de lo que se es, el rechazo del autocontrol y la
falta de moderación en el trato hacia los otros, la manera de presentarse ante
los demás, y la pobreza en las formas de expresión gestuales y verbales.[3]
Además, la conducta vulgar va acompañada de una falta de consideración y, en
ocasiones, de indiferencia hacia la presencia y las intervenciones del otro. El
exceso de confianza, el descuido en la presentación, la falta de tacto y
discreción respecto de los ocasionales participantes en la interacción (es
decir, la falta, justamente, de “cortesía”) y el afeamiento voluntario son
otros rasgos propios de la vulgaridad burguesa. Por último, y tal vez el rasgo
vulgar que engloba a todos los otros es el de la ausencia de sensibilidad,
incapaz de captar los matices de las diferentes situaciones y, en particular,
de las emociones y sentimientos ajenos. En resumen, el individuo burgués
deviene vulgar porque lo definen sus pretensiones
de parecer sin ser. Su presunción queda al desnudo cuando, con sus
imitaciones de comportamientos de un mundo y de una atmósfera sociocultural a
la que no pertenece, acaban por mostrarlo como un ser ordinario, tosco y
grosero que quiere parecer desenvuelto y confunde su imitación con la naturalidad
de las conductas de quienes, como señala Bourdieu, conocen por su pertenencia
de origen a las clases aventajadas, tanto los códigos de comportamientos como
las circunstancias en donde corresponde aplicarlos.
El segundo momento de la vulgaridad moderna es el de la vulgaridad de masas. Sin que la
vulgaridad burguesa desaparezca de la escena social (pues nunca faltarán
imitadores con pretensiones de parecer lo que no son), las masas le incorporan el principio de indiferencia cuya
aplicación consiste en disolver las distinciones naturales entre individuos y nivelar el valor de las apreciaciones (de
conductas, de comportamientos, de juicios o de productos). En efecto, para
que la vulgaridad de masas pueda instalarse y expandirse socialmente por todas
las clases sociales primero fue necesario abolir tres pilares cualitativos que
expresan diferencias naturales entre individuos.
El primero de los
pilares para derribar por el principio de indiferencia es el que reconoce y
valora el esfuerzo de autosuperación
y distingue a quienes se esfuerzan por superarse a sí mismos de los que se
conforman con seguir siendo como son o prefieren ser uno más entre todos. El principio
de conformidad es consustancial a las masas modernas.
El segundo pilar
distintivo, inaceptable dentro del proyecto burgués igualitarista, es el que
sostiene la autoridad del saber, que
ahora debe ser sustituido por el imperio de la opinión. Hay que dar de baja la
antigua diferencia entre el sabio, depositario de la episteme, y la “asamblea
de ignorantes”[4] que se
mueve a sus anchas en el medio de la doxa, es decir, al compás de conjeturas y
opiniones. Como el concepto clásico de sabio ha caído en desuso, la cultura
moderna lo reemplaza primero por el saber científico tecnológico positivo, para
terminar, luego, dándole el golpe de gracia subiendo al podio al intelectual
crítico que a su vez termina siendo degradado por los periodistas, los
panelistas y los opinadores mediáticos. En su caída, la degradación de la
autoridad del saber se asentó en el periodismo de opinión.
El último pilar
que sostenía las diferencias naturales y que es excluido por el proyecto de la
vulgaridad de masas es el reconocimiento
del talento, que distingue a los dotados de los no dotados. Solo en el
ámbito de los deportes de alta competencia se admite que hay algunos que son
“diferentes”. Los autores que dan cuenta de esta desvalorización del talento
coinciden en que uno de los terrenos en los que mejor se aprecia es en el campo
artístico que supo reemplazar al genio por el productor de obras de factura
rápida, dirigidas al gran público y a quienes se esfuerzan por practicar la
buena voluntad cultural.
Tomadas en
conjunto, todas estas distinciones abolidas por el principio de indiferencia
terminaron con la distinción entre los individuos
extraordinarios y el resto de la gente común. Esas personalidades modélicas
(el héroe, el santo, el sabio, el genio) que sirvieron, en otro tiempo, como
guías y orientación de quienes estaban dispuestos a seguir sus enseñanzas y sus
ejemplos dejaron su lugar a las “celebridades” que ahora se las distingue por
el éxito económico, la fama adquirida en las arenas del entretenimiento y los
escándalos difundidos en los medios de comunicación masiva y las redes sociales.
No es que ya no hay a quien seguir ni que la gente dejó de ir detrás de
individuos que encarnan algún valor o idea que considera digna de ser
acompañada. La práctica se mantiene, lo que se modificó es la calidad de lo que
hay que imitar. En síntesis, la vulgaridad de masas es el último eslabón en la
cadena del progresivo deterioro de las instituciones y de formas de
sociabilidad.
Con buen tino Buffon menciona los tres peligros que acarrea la
expansión de la vulgaridad moderna. En primer lugar, peligro para el individuo que adopta la vulgaridad como habitus
porque deteriora sus comportamientos y, con ellos, los intercambios
comunicativos en los que interviene. En segundo lugar, peligro para la sociedad, porque la vulgaridad también socava la
armonía colectiva. La sociedad pierde su cohesión al validar todas las formas
de comportamiento. Para poder consolidarse, la vulgaridad precisa del
relativismo. Por otra parte, la vulgaridad es tanto más peligrosa socialmente
porque tiene un efecto contagioso. En tercer lugar, peligro para el funcionamiento y el propósito mismo de las
instituciones modernas. En este punto la vulgaridad socava el
funcionamiento y los fines del régimen democrático. Al disminuir la calidad de
los gobernantes, elección tras elección, las políticas implementadas se
deterioran. Existe entonces el riesgo de ver comenzar un círculo vicioso de
vulgaridad recíproca: los gobernantes se esfuerzan por parecer populares y para
eso adoptan formas vulgares de expresión y presentación que, a su vez,
refuerzan el habitus de sus seguidores. El régimen democrático está
particularmente expuesto a estos peligros de vulgaridad porque el poder tiene
un efecto mimético.
[1] Adaptado
del capítulo del libro: “Vulgaridad moderna” en: Dallera,
Osvaldo (2021): ¿Cómo llegamos hasta aquí? Orden social y cambio
sociocultural. Amazon
[2] Para
una exposición detallada del concepto “buena voluntad cultural”, cfr. Bourdieu,
Pierre (1998): La distinción. Criterios y
bases sociales del gusto. España, Editorial Taurus.
[3] Buffon, Bertrand (2019): Vulgaridad y modernidad. Francia, Ediciones Gallimard, edición electrónica.
[4] Sloterdijk,
Peter (2005): El desprecio de las masas.
Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna (España:
Editorial Pre-Textos). P. 82.