Osvaldo Dallera

martes, noviembre 07, 2023

Vulgaridad moderna

Vulgaridad moderna[1]

Osvaldo Dallera

 

Desde el último cuarto del siglo pasado la vulgaridad impregnó la atmósfera sociocultural moderna, se instaló y se expandió a través de todas las clases sociales como estilo predominante que afecta las formas de sociabilidad (presencia, trato y expresión) en los intercambios comunicativos.

El tiempo de la vulgaridad moderna tiene dos momentos. El primer momento es el de la vulgaridad burguesa y está asociado a la práctica fallida de la buena voluntad cultural[2] de la pequeña burguesía. Esta estrategia malograda de los sectores medios consiste en imitar, sin coherencia ni cohesión, los gustos y las formas de sociabilidad de la aristocracia para acercarse a ella y diferenciarse de las clases bajas de la sociedad. Las características de la vulgaridad burguesa son la petulancia, la soberbia, la vanidad, el creerse más de lo que se es, el rechazo del autocontrol y la falta de moderación en el trato hacia los otros, la manera de presentarse ante los demás, y la pobreza en las formas de expresión gestuales y verbales.[3] Además, la conducta vulgar va acompañada de una falta de consideración y, en ocasiones, de indiferencia hacia la presencia y las intervenciones del otro. El exceso de confianza, el descuido en la presentación, la falta de tacto y discreción respecto de los ocasionales participantes en la interacción (es decir, la falta, justamente, de “cortesía”) y el afeamiento voluntario son otros rasgos propios de la vulgaridad burguesa. Por último, y tal vez el rasgo vulgar que engloba a todos los otros es el de la ausencia de sensibilidad, incapaz de captar los matices de las diferentes situaciones y, en particular, de las emociones y sentimientos ajenos. En resumen, el individuo burgués deviene vulgar porque lo definen sus pretensiones de parecer sin ser. Su presunción queda al desnudo cuando, con sus imitaciones de comportamientos de un mundo y de una atmósfera sociocultural a la que no pertenece, acaban por mostrarlo como un ser ordinario, tosco y grosero que quiere parecer desenvuelto y confunde su imitación con la naturalidad de las conductas de quienes, como señala Bourdieu, conocen por su pertenencia de origen a las clases aventajadas, tanto los códigos de comportamientos como las circunstancias en donde corresponde aplicarlos.

El segundo momento de la vulgaridad moderna es el de la vulgaridad de masas. Sin que la vulgaridad burguesa desaparezca de la escena social (pues nunca faltarán imitadores con pretensiones de parecer lo que no son), las masas le incorporan el principio de indiferencia cuya aplicación consiste en disolver las distinciones naturales entre individuos y nivelar el valor de las apreciaciones (de conductas, de comportamientos, de juicios o de productos).  En efecto, para que la vulgaridad de masas pueda instalarse y expandirse socialmente por todas las clases sociales primero fue necesario abolir tres pilares cualitativos que expresan diferencias naturales entre individuos.

El primero de los pilares para derribar por el principio de indiferencia es el que reconoce y valora el esfuerzo de autosuperación y distingue a quienes se esfuerzan por superarse a sí mismos de los que se conforman con seguir siendo como son o prefieren ser uno más entre todos. El principio de conformidad es consustancial a las masas modernas.

El segundo pilar distintivo, inaceptable dentro del proyecto burgués igualitarista, es el que sostiene la autoridad del saber, que ahora debe ser sustituido por el imperio de la opinión. Hay que dar de baja la antigua diferencia entre el sabio, depositario de la episteme, y la “asamblea de ignorantes”[4] que se mueve a sus anchas en el medio de la doxa, es decir, al compás de conjeturas y opiniones. Como el concepto clásico de sabio ha caído en desuso, la cultura moderna lo reemplaza primero por el saber científico tecnológico positivo, para terminar, luego, dándole el golpe de gracia subiendo al podio al intelectual crítico que a su vez termina siendo degradado por los periodistas, los panelistas y los opinadores mediáticos. En su caída, la degradación de la autoridad del saber se asentó en el periodismo de opinión.

El último pilar que sostenía las diferencias naturales y que es excluido por el proyecto de la vulgaridad de masas es el reconocimiento del talento, que distingue a los dotados de los no dotados. Solo en el ámbito de los deportes de alta competencia se admite que hay algunos que son “diferentes”. Los autores que dan cuenta de esta desvalorización del talento coinciden en que uno de los terrenos en los que mejor se aprecia es en el campo artístico que supo reemplazar al genio por el productor de obras de factura rápida, dirigidas al gran público y a quienes se esfuerzan por practicar la buena voluntad cultural.

Tomadas en conjunto, todas estas distinciones abolidas por el principio de indiferencia terminaron con la distinción entre los individuos extraordinarios y el resto de la gente común. Esas personalidades modélicas (el héroe, el santo, el sabio, el genio) que sirvieron, en otro tiempo, como guías y orientación de quienes estaban dispuestos a seguir sus enseñanzas y sus ejemplos dejaron su lugar a las “celebridades” que ahora se las distingue por el éxito económico, la fama adquirida en las arenas del entretenimiento y los escándalos difundidos en los medios de comunicación masiva y las redes sociales. No es que ya no hay a quien seguir ni que la gente dejó de ir detrás de individuos que encarnan algún valor o idea que considera digna de ser acompañada. La práctica se mantiene, lo que se modificó es la calidad de lo que hay que imitar. En síntesis, la vulgaridad de masas es el último eslabón en la cadena del progresivo deterioro de las instituciones y de formas de sociabilidad.

Con buen tino Buffon menciona los tres peligros que acarrea la expansión de la vulgaridad moderna. En primer lugar, peligro para el individuo que adopta la vulgaridad como habitus porque deteriora sus comportamientos y, con ellos, los intercambios comunicativos en los que interviene. En segundo lugar, peligro para la sociedad, porque la vulgaridad también socava la armonía colectiva. La sociedad pierde su cohesión al validar todas las formas de comportamiento. Para poder consolidarse, la vulgaridad precisa del relativismo. Por otra parte, la vulgaridad es tanto más peligrosa socialmente porque tiene un efecto contagioso. En tercer lugar, peligro para el funcionamiento y el propósito mismo de las instituciones modernas. En este punto la vulgaridad socava el funcionamiento y los fines del régimen democrático. Al disminuir la calidad de los gobernantes, elección tras elección, las políticas implementadas se deterioran. Existe entonces el riesgo de ver comenzar un círculo vicioso de vulgaridad recíproca: los gobernantes se esfuerzan por parecer populares y para eso adoptan formas vulgares de expresión y presentación que, a su vez, refuerzan el habitus de sus seguidores. El régimen democrático está particularmente expuesto a estos peligros de vulgaridad porque el poder tiene un efecto mimético.



[1] Adaptado del capítulo del libro: “Vulgaridad moderna” en: Dallera, Osvaldo (2021): ¿Cómo llegamos hasta aquí? Orden social y cambio sociocultural.  Amazon

[2] Para una exposición detallada del concepto “buena voluntad cultural”, cfr. Bourdieu, Pierre (1998): La distinción. Criterios y bases sociales del gusto. España, Editorial Taurus.

[3] Buffon, Bertrand (2019): Vulgaridad y modernidad. Francia, Ediciones Gallimard, edición electrónica.

[4] Sloterdijk, Peter (2005): El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna (España: Editorial Pre-Textos). P. 82.