A la edad de dieciséis años cursaba yo el cuarto año
de la escuela media en un colegio católico de la Ciudad de Buenos Aires. Entre
las asignaturas del curso había una denominada “Religión”. El profesor, de
apellido Paris, un día tomó una prueba y al hacer la devolución, como se dice
ahora, todos los estudiantes, sin excepción, para nuestra sorpresa y regocijo,
nos habíamos sacado 10 (diez). Por supuesto, ninguno preguntó por qué (esa
pregunta antes, y con cierto pudor, se hacía cuando uno estaba aplazado o al
borde de haber aprobado. Ahora, con un siete, el profesor es interpelado – otra
palabra de moda-). Pero el padre Bruno, rector del instituto por aquel
entonces, sí se tomó el trabajo de interrogar al docente acerca de los motivos
de tan extraña coincidencia. También, como se dice ahora, el padre Bruno le
estaba preguntando por los criterios de evaluación. Impertérrito, y con una
convicción digna de mejores causas, el profesor París le respondió que “el
Espíritu Santo había descendido sobre todos nosotros”. Criterio de difícil
constatación, pero que en su atmósfera debió resultar además de atendible, más
que convincente.
No es que el profesor París no tuviera, en ese
entonces, sus propios criterios de evaluación. Posiblemente hubiera sido capaz
de enunciarlos si no hubiera irrumpido aquella fuerza un poco inesperada, como
un acontecimiento externo que le exigió dejar de lado sus propios puntos de
vista evaluativos para rendirse ante la autoridad espiritual suprema que
intervino en ese momento crucial de la experiencia enseñanza-aprendizaje.
Desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente.
Es posible que el Espíritu Santo ya no atienda esas menudencias, pero otros
factores externos, más propios de los tiempos que corren sí intervienen, no
tanto en la enunciación de los criterios de evaluación (después de todo, el
campo educativo es un territorio en que se puede decir una cosa y la contraria
con una verborragia imaginativa que envidiaría cualquier especialista avezado
en otras disciplinas), cuanto en la adecuación que esos criterios le deben a
los vientos que soplan. Y en la dinámica pedagógica que actuó desde los tiempos
del profesor París hasta nuestros días pudo constatarse, entre otros factores
externos que influyen en esa puesta en situación de los criterios, el saludable
avance de los derechos, el problemático ocaso de las obligaciones, la pérdida
de autoridad de los docentes, el modesto interés de no pocos estudiantes de
“seguir en carrera” a cualquier precio, la preocupación de las autoridades institucionales
en relación con el decrecimiento de inscripciones que las obliga a atender con
un ojo la calidad y con el otro la matrícula, etc. Todos estos factores en
conjunto produjeron, entre otras consecuencias, la inflación en el mercado de
calificaciones (lo que antes para el profesor merecía un cuatro ahora recibe un
ocho) y la fuga de credenciales
académicas hacia adelante (como de alguna manera el primer efecto se conoce, se
exige a quienes quieran permanecer en el sistema educativo obtener más certificaciones
provenientes de cursos, maestrías, posgrados y doctorados en los que se supone,
ahí sí, las cosas son como deben ser). En este contexto la aplicación de los
criterios de evaluación deben adaptarse a las nuevas circunstancias.
En épocas de “reglamentarización de las expectativas”
no alcanza ninguna ampliación o explicitación de criterios de evaluación. Como
no son entidades metafísicas absolutas ni esencias o sustancias propias del
mundo de las ideas, tales criterios, por más detallados que estén o por más
pormenorizados que se escriban siempre dejarán lagunas o intersticios que
podrán ser aprovechados por cualquier aprendiz de burócrata que no vea
satisfechos sus anhelos numerarios. En un espíritu de época propicio a estas
prácticas procedimentales corremos el riesgo de vernos enfrascados en
discusiones interminables transformando la tarea de evaluar en una materia
opinable. Renuncio a involucrarme en tales debates inconducentes.
En razón de todas estas consideraciones, atentos a
que nunca faltará entre nosotros algún estudiante con más pretensiones que
cualidades académicas, y en relación con las exigencias imperantes acerca de la
ubicuidad que requieren los criterios de evaluación, no está de más, para
quienes ejercemos la docencia, estar muy atentos, no perder de vista y tener
siempre a mano, la célebre humorada atribuida a Groucho Marx (no confundir con
Karl) y que en nuestro campo podríamos parafrasear así:
“Estos son mis criterios de evaluación pero, si no les gusta, tengo otros"
[1]
Cuento un poco el origen de esta
nota. En el segundo bimestre de 2019, dicto en la modalidad a distancia la
asignatura “Producción de materiales didácticos I” por intermedio de Aprende virtual, la organización que le
presta el servicio de e-learning a la Universidad Técnica Nacional de Costa Rica,
en la Especialización en Entornos virtuales de Aprendizaje. Califico el trabajo
final de un alumno con 7 (siete). El alumno no está de acuerdo con la nota, y
me pide una explicación. Le doy una explicación que no le satisface y me
denuncia ante las autoridades de la Universidad. Las autoridades de Aprende
virtual y de la Universidad abren un intercambio de opiniones y cada una
expone sus puntos de vista sobre la controversia. La universidad da por
terminada la discusión emitiendo una resolución interna e inconsulta en la que
desconoce lo actuado por el docente y por la cual cambia la nota final del
alumno y lo califica con diez. A raíz de ese episodio publico esta misma nota
en la guía didáctica del aula de esa asignatura, dentro del campus virtual de
Aprende Virtual. La universidad censura la nota y le solicita a Aprende virtual
que la retire de la guía didáctica. Aprende virtual cumple con lo solicitado. En
el bimestre siguiente dicto la asignatura “Producción de materiales didácticos
II”. El mismo alumno obtiene en su trabajo la calificación final 8 (ocho). Tampoco
lo satisface. Procede del mismo modo. En esta oportunidad Aprende virtual
cambia la nota y lo califica con diez. En enero de 2020 Aprende virtual me
despide del trabajo invocando para esto una solicitud de la universidad.