Notas, artículos y reflexiones sobre cuestiones vinculadas a los problemas de la educación y la sociedad destinadas a profesores y estudiantes de filosofía y ciencias sociales
domingo, noviembre 06, 2022
miércoles, julio 27, 2022
martes, marzo 15, 2022
De "¿Cómo llegamos hasta aquí?" a "¿Qué fue lo que pasó?"
Ante la violación grupal de una
mujer por parte de seis varones, a plena luz del día, en el barrio de Palermo,
el periodista y conductor de un programa de televisión del mediodía expresa su
justa indignación preguntándose “¿cómo llegamos hasta aquí?” Un columnista del
diario de mayor circulación reflexiona sobre la invasión rusa a Ucrania y se
formula la misma pregunta. El día que en el congreso se debate el acuerdo con
el Fondo Monetario Internacional para refinanciar el pago de la deuda argentina
con ese organismo, una agrupación que forma parte de la coalición gobernante,
para explicar su posición sobre el asunto, publica un documento que titula
“¿Cómo llegamos hasta aquí?”
Un episodio encuadrado en el
delito de abuso sexual, una guerra, un debate parlamentario sobre una cuestión
económica, y muchos otros acontecimientos de la vida pública y privada de
nuestro tiempo, en diferentes lugares, invitan a muchas personas de formación y
procedencia diversa (periodistas, académicos, intelectuales, funcionarios,
gente de a pie), a formularse la misma pregunta. Un interrogante que está
latente en muchas cabezas, ante el desconcierto y el estupor que provocan
hechos, acciones y circunstancias de diferentes esferas de la vida social,
económica, política y cultural contemporánea. En cualquier caso, la pregunta
“¿cómo llegamos hasta aquí?” surge de comparar esos acontecimientos de hoy, con
otros de la misma esfera, pero evaluados con los criterios que tuvieron
vigencia y legitimidad social en un momento precedente. Entonces, parece que la
pregunta “¿cómo llegamos hasta aquí?” encierra o contiene otra que la antecede,
que merece ser formulada y que, por lo menos, exige ensayar una respuesta: ¿Qué
pasó entre este momento en el que los hechos nos provocan desconcierto y el
escogido para establecer la comparación? Desde luego, en cada dominio en que
la pregunta resulta pertinente se requieren abordajes y conocimientos
específicos para elaborar respuestas apropiadas.
En la dimensión sociocultural lo que pasó entre el momento tomado como referencia y el estado de situación actual que invita a formularse la pregunta, se explica, entre otros motivos, por los efectos psicosociales que produjo el cambio semántico operado en las nociones de límite y normalidad producido por los embates que le propiciaron el individualismo, el igualitarismo y el democratismo a esas dos ideas directrices del orden social. El individualismo se caracteriza por sobreestimar las capacidades, las aptitudes y sobre todo los derechos que cada uno cree poseer, e impone la exigencia de darle rienda suelta y sin límites a esa autopercepción. El igualitarismo se propuso terminar con todo lo que oliera a distinción, diferencia o excepción porque eso significaba respetar y aceptar que no somos todos iguales. El democratismo es la situación contemporánea que impulsa la tendencia a extrapolar al resto de los sistemas sociales (la educación, la salud, la familia o al interior de las organizaciones, empresas, organismos del Estado) los ideales de inclusión, igualdad, derechos, libertad y atenuación de sanciones negativas que apuntalan la democracia como forma de gobierno.[1] Una vez modificado el sentido de las nociones de límite y normalidad se produjeron transformaciones sociales y culturales en la vida moderna que explican en gran medida el desconcierto de buena parte de una población que mira azorada las cosas que pasan a su alrededor.
Límites[2]
Los límites son construcciones artificiales que sirven para producir sentido a partir de diferencias. El sentido se construye sobre la base del establecimiento de distinciones que resultan indispensables para entender y para entenderse. Así, un nombre, una frontera, una definición, una norma son límites que marcan diferencias entre una persona y el resto de las personas, un territorio y los demás territorios separados por esa frontera, un concepto y todos los demás conceptos no definidos por esa definición, y un valor y las demás valores no comprendidos en esa norma (incluidos los negativos).
Todos los límites son artificiales
porque son construidos social y culturalmente dentro de la comunidad en los que
tienen vigencia. Pero también hay límites caprichosos que se crean o se
construyen de manera unilateral, por imposición de la fuerza y para beneficiar
solamente al individuo o el grupo que los impone. Esos límites no tienen
consenso y, en general, no gozan del acuerdo o del respeto de la comunidad que
los soporta. Sin embargo, cuando son construidos colectivamente, por la fuerza
de la ley o de la costumbre, las sociedades esperan, reclaman y necesitan la
presencia de límites para dotar de sentido a la vida individual y comunitaria
de las personas.
De acuerdo con todo esto, un
criterio, una ley, una norma, una pauta, incluso una costumbre, son y funcionan
como un tipo específico de límites construidos socialmente, cuya particularidad
radica en que establecen lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo que
está bien o está mal dentro de tal o cual contexto, o que, en general, es
aceptable o no lo es, para los miembros de la comunidad en la que esas
construcciones son elaboradas y tienen
vigencia.
Según este punto de vista, la
presencia de límites más o menos definidos ayuda a establecer demarcaciones
que, a la postre, resultan útiles y necesarias para la orientación cultural y
la inclusión social. Sin embargo, la mayoría de los límites socioculturales son
imprecisos. En muchos casos el mismo concepto puede tener diferentes grados de
imprecisión en diferentes contextos o tiempo. La imprecisión es un componente
de la observación de los hechos y las cosas que forman parte del mundo. El
“descubrimiento” de la imprecisión posiblemente ayudó a poner en su justo
término la relación entre el mundo real y la percepción que se tiene de él,
sean cuales fueren las cosas que se perciben. Por eso, los matemáticos y los
lógicos, cada uno desde su propio ámbito, se ocuparon de la imprecisión de los
límites. Los lógicos y los matemáticos simplemente aproximan estas cuestiones a
funciones numéricas y simbólicas, y escogen un resultado en lugar de hacer un
análisis semántico. Sin embargo también ellos procesan y entienden fácilmente,
de manera implícita, la imprecisión de la información.
Los matemáticos dicen que los
valores de una sucesión se acercan o tienden al valor L (límite) cuando la
distancia entre los valores de la sucesión y L (el límite) se hace tan pequeña
como uno quiere, es decir, cada vez se parece más a 0 (cero). En otros
términos, si nos ubicamos tan cerca del límite como se nos ocurra (pongamos,
por ejemplo, a una distancia x), siempre encontraremos que los valores de la
sucesión se pueden acercar aún más. Puede suceder, incluso, que el valor se
acerque tanto al límite como uno quiera, pero que nunca llegue a tocarlo. Es
posible, entonces, que el valor de la tendencia hacia el límite sea tan pequeño
como uno se pueda imaginar, pero que nunca sea cero. Uno puede pensar que, como
en el caso del argumento de la dicotomía, elaborado por Zenon de Elea, el
acercamiento al límite se hace cada vez más pequeño y esto es lo que
imposibilita que se llegue a tomar contacto con él porque, como decía el
filósofo griego, para que un móvil se traslade de un punto a otro, primero
tiene que realizar la mitad del trayecto, pero antes, la mitad de esa mitad y
así sucesivamente, hasta dividir la distancia infinitamente, de modo que nunca
llegará a tocar el punto final del trayecto. Pero también podemos imaginarnos
que no es la distancia entre un punto y otro lo que se achica sino que es el
límite el que se corre. ¿Es lo mismo? ¿Acercarse de a poco es una manera de
mantener alejado el límite?
Los lógicos, por su parte, dicen
que un conjunto difuso es un conjunto que no tiene límites bien definidos. Esto
quiere decir que si a los elementos que pertenecen plenamente a un conjunto les
ponemos un valor 1 (uno) y a los que no pertenecen plenamente les asignamos un
valor cero, todo aquello que se encuentra entre cero y uno pertenece más o
menos difusamente al conjunto en cuestión. Dicho en términos de los lógicos:
mientras más próximo está el elemento del conjunto al valor 1, se dice que ese
elemento pertenece más a dicho conjunto (de modo que 0 y 1 denotan la no
pertenencia y la pertenencia completa, respectivamente). Queda claro que el
grado cero de los matemáticos define el límite para la construcción del valor 1
de los lógicos. En uno y otro caso estamos en presencia de tipos puros o ideales
de instituciones, comportamientos, valores o cualquier otra cosa. Pero ¿existen
realmente?
De todo esto se desprende que los
límites presentan tres problemas. Uno es el de su ubicación, el otro es
el de su nitidez, y el tercero es el
de su flexibilidad. El primer problema se presenta cuando nos
preguntamos cuán cerca (o cuán lejos) estamos del límite que separa a una cosa
de la otra o divide un territorio de otro. El problema de la nitidez se
presenta cuando los límites no están claramente definidos, es decir cuando la
precisión cede su lugar a la ambigüedad y el trazo firme se desdibuja en
demarcaciones borrosas. En nuestro tiempo no hay nada (o muy poco) cuyos límites o contornos sean
nítidamente definidos. El problema de la flexibilidad está ligado a una de las
características principales de los límites: su necesaria movilidad. En efecto,
en el plano social y cultural el corrimiento de los límites de un estado a otro
es incuestionable, pero nunca es abrupto, siempre es sutil, lento e
imperceptible a simple vista. Se advierte el cambio del límite cuando la
diferencia entre un punto con respecto a otro no es muy cercana, quiere decir
que entre un punto y el otro hubo infinitos puntos intermedios antes de llegar
al estado actual que es, justamente el que hace que el periodista, el
columnista y el funcionario se pregunten “¿cómo llegamos hasta aquí?”.
En
general, estos tres problemas se confunden cada vez que se intenta precisar,
por ejemplo, cuándo un comportamiento deja de considerarse correcto para
tornarse inapropiado, o cuándo puede decirse que una institución (el Estado, la
familia, la escuela) cumple con los rasgos y propiedades que se supone debe
mantener para seguir siendo parte del conjunto de instituciones que se
reconocen con el nombre que las identifica, o cuando, habiendo perdido o
modificado alguno de esos rasgos, puede decirse que aún permanece dentro del
conjunto o directamente pasó a ser otra cosa. Es precisamente en ese momento,
cuando los tres problemas se unifican, y empieza a sobrevolar en la mente de
los individuos, la pregunta “¿qué fue lo que pasó”? Y lo que pasó fue que en el
último medio siglo la noción de límite,
sobre todo en el ámbito institucional y en los procesos de socialización perdió
su ubicación, disminuyó su nitidez y aumentó su flexibilidad. Conforme se fueron diluyendo los límites, el sentido, las
identidades y las membrecías fueron desdibujándose con ellos, y dieron paso a
otras formas de socialización más abiertas, menos estables y más borrosas.
Normalidad
La pérdida de nitidez y la flexibilización de los límites propios de cada una de las instituciones sociales trajeron consigo el desdibujamiento, el deterioro y la degradación del concepto normalidad sociocultural. Podríamos definir la normalidad sociocultural como el criterio de aceptabilidad colectiva con el que la gente juzga y evalúa las comunicaciones y las acciones propias y las de las demás personas o grupos que pertenecen a la misma comunidad de vida. La normalidad sociocultural es un constructo compuesto de requisitos de comunicación y comportamientos que satisfacen expectativas colectivas. Esos requisitos funcionan como pautas de orientación y criterios culturales de evaluación de las comunicaciones y los comportamientos, y definen la posición de la conducta dentro del rango de aceptabilidad social en un momento y tiempo determinados. Para tener una idea de qué fue lo que pasó para llegar donde llegamos, a lo mejor convenga realizar un breve repaso de las transformaciones que se produjeron en el sentido de la noción de normalidad a lo largo de los últimos cien años.
De la normalidad estadística a la normalidad flexible
Dentro de la tradición sociológica del último siglo es posible reconocer cuatro fuentes principales que aportaron lo suyo a la construcción y transformación de la noción de normalidad sociocultural.
El
representante de la primera de esas fuentes es Durkheim que nos aporta el
concepto de normalidad estadística. La normalidad
estadística resulta de tomar como normal lo que hace la mayoría de la
gente. Para Durkheim lo normal, podríamos decir, coincide con aquello que se
acopla a las expectativas colectivas (este es su aspecto valorativo) y, por lo
tanto, es aquello que la mayoría espera que pase frecuentemente (este es su
aspecto estadístico). Por eso, un fenómeno social es normal si es frecuente, y
es esa frecuencia la que le otorga un valor social. En este sentido lo normal
estará directamente vinculado con dos factores: uno, numérico: la cantidad de
casos; y otro social: la organización y cohesión. La organización
y la cohesión social son, para Durkheim, los signos de una sociedad saludable.
La anomia, la atomización y la dispersión son síntomas de estados sociales
diferentes o problemáticos en relación a la normalidad esperada. En pocas
palabras, el valor de normalidad de un fenómeno social depende de su
coincidencia con el tipo medio, es decir con aquello que, en promedio, sucede o
se presenta con mayor frecuencia.
El
segundo aporte a la construcción del concepto de normalidad sociocultural
procede de la teoría de sistemas. Aquí sobresale la figura de Parsons, y de sus
trabajos podemos extraer el concepto de normalidad
sistémica. Para esta corriente la sociedad es un sistema. Según Parsons, un
sistema es una estructura que mantiene sus límites. Por lo tanto, la sociedad
es un sistema que funciona en la medida que mantiene sus límites. La estructura
que mantiene los límites que hacen posible la sociedad está compuesta de
expectativas colectivas. Las expectativas
colectivas son creencias compartidas acerca de lo que puede pasar o de lo que debe
pasar. Cuando socialmente predominan las acciones que confirman las
expectativas de lo que debe pasar el
orden social imperante es percibido y vivido como normalidad social: pasa lo
que se cree que debe pasar. Por lo tanto, las creencias colectivas sobre lo que
debe pasar trazan los límites sociales
fuera de los cuales las expectativas resultan decepcionadas. La normalidad
construida sobre las expectativas de lo que debe pasar es una normalidad de trazos firmes. Es una
normalidad en la que tienen vigencia y aceptación los criterios valorativos y las
diferencias cualitativas: hay mejor y peor, hay correcto e incorrecto, hay
agradable y desagradable, hay diferencias de talentos y capacidades. Cada una
de esas diferencias son reconocidas, aceptadas, e incluso valoradas
socialmente. Los hechos, las acciones, los comportamientos que caen dentro de
los límites mantenidos por la estructura (es decir, por las expectativas)
definen lo que la sociedad considera normal dentro de un espacio y un tiempo
determinados.
El tercer aporte procede de la obra de
Foucault que nos aporta elementos para la construcción del concepto de normalidad discursiva. Para Foucault la normalidad es
un producto de la actividad discursiva cuya táctica está orientada a permitir
un determinado dominio social a través de la producción de criterios normativos
y valorativos. Un
discurso es cualquier forma expresiva
(gráfica, audiovisual, icónica, etc.) cuyo contenido se usa para que los demás
entiendan el sentido o el significado de lo que se quiere expresar y, en ese
acto de comprensión se produzca una fractura social que divida las prácticas sociales entre
aquellas que están en sintonía con el sentido y se aceptan como normales y
aquellas que se desvían de lo normal y quedan afuera del circuito
caratulándolas como socialmente desviadas, diferentes o anormales. De esta
forma el
discurso organiza el mundo estableciendo
qué es normal y qué no lo es y su poder de normalización induce a la gente a
comportarse “como corresponde”. Al normalizar los comportamientos individuales,
también ordena el funcionamiento de la sociedad, pues dictamina, de algún modo,
“cómo hay que ser y hacer, para pertenecer”. Esas prácticas son el producto de la victoria
de la razón reglamentadora que emerge en la modernidad y que mantiene
disciplinadas tanto la naturaleza y las necesidades del organismo particular
como la dinámica social de una población entera. En resumen, para la línea
teórica iniciada en Foucault la normalidad es un sistema práctico e ideológico
de apropiación de conceptos y enunciados dentro de un saber, es decir, una
construcción, un objeto, que incluye una práctica social y el ejercicio del
poder.
El
último de los aportes a la transformación de la noción de normalidad
sociocultural es el que procede de la filosofía y la sociología posmoderna que
tiene muchos cultores y un crítico encumbrado: Bauman. De esa corriente podemos
extraer el concepto de normalidad flexible.
Esta corriente teórica toma debida nota de la flexibilización de los límites
sociales una vez producida la caída de los grandes relatos. Cuando esto sucede
las expectativas de lo que debe pasar ceden el predominio a la idea o la
creencia colectiva de que puede pasar cualquier cosa. Los límites construidos
sobre las expectativas de lo que puede pasar favorecen el emplazamiento de una normalidad de trazos flexibles. Si puede
pasar cualquier cosa los contornos de normalidad social se desdibujan y gana
terreno el imperio de la incertidumbre. Los límites de esa normalidad están
elaborados sobre la base de la eliminación de las diferencias cualitativas. Esta
“nueva normalidad” de límites flexibles ganó terreno desde el último cuarto del
siglo pasado cuando, para su definitiva instalación, fue necesario acabar,
primero, con la autoridad del saber (límite de aceptabilidad cognitivo) y
consolidar el imperio de la doxa
dentro del cual todas las opiniones y puntos de vista tienen el mismo valor. Pero,
además, fue necesario terminar con los límites
de aceptabilidad evaluativos éticos y estéticos. Los límites éticos estaban relacionados con las
acciones públicas que a la postre debían ser juzgadas utilizando la distinción
correcto/incorrecto. Los límites estéticos
estaban relacionados con la afectación del gusto y la sensibilidad colectiva de
una época y lugar, y elaborados haciendo uso de la distinción
agradable/desagradable. Una vez talado el tronco de los criterios de
aceptabilidad cognitivos, éticos y estéticos la cultura moderna se tornó
insensible a las desigualdades. A partir de entonces ya no hubo ni hay mejor ni
peor, correcto o incorrecto, o, agradable o desagradable.
Entonces,
para resumir, ¿qué fue lo que pasó? La borrosidad y
la flexibilización de los límites produjeron un efecto relativizador que se
reflejó en las prácticas culturales, sociales e institucionales de la época. Esa
transformación en los límites instauró una “nueva normalidad” sostenida en el principio de indiferencia cuya aplicación niveló el valor de las apreciaciones (de
conductas, de comportamientos, de juicios o de productos) al disolver
las distinciones naturales entre individuos (de talento, de voluntad de
superación y de saber). El resultado fue y sigue siendo la expansión de una
atmósfera sociocultural “inclusiva”, cargada de agresividad y vulgaridad, que atraviesa
todas las clases sociales e impregna las formas de sociabilidad, en particular,
las formas de trato, presencia y expresión dentro de los sistemas de
interacción. Esto,
en buena medida, responde a quienes observan lo que pasa y se preguntan con
preocupación “¿Cómo llegamos hasta aquí?”.
[1] Dallera, Osvaldo (2021): ¿Cómo
llegamos hasta aquí? Orden social y
cambio sociocultural. Buenos Aires, Amazon. Ed. e-book (B09HMPFMYG)
[2] Dallera, Osvaldo (2006): Límites difusos. La flexibilización de las instituciones sociales Familia y escuela. Buenos Aires, Ed. Magisterio del Río de la Plata.