Osvaldo Dallera

viernes, junio 29, 2018

La democracia como llamado a licitación

Estamos en presencia de una configuración distinta de la política. Las funciones del Estado han sido privatizadas. Al hablar de privatización del Estado Beatrice Hibou dice de esta expresión que “traduce los procesos concomitantes de ampliar la participación de intermediarios privados a un número creciente de funciones que antes le correspondían por derecho al Estado, y de una nueva distribución de este último… "[1]
El trabajo de Hibou, por lo menos en nuestro medio, no está suficientemente difundido. Yo creo que uno de los motivos de esta falta de difusión radica en que su investigación ha sido realizada, mayoritariamente en países africanos y claro, nosotros no pertenecemos a ese continente y tal vez, por eso, nos creemos al margen de esta nueva configuración política.
La privatización del Estado es el ejercicio del poder político dependiente, cada vez en mayor medida, de recursos privados. Además de las formas conocidas de privatización de empresas públicas, esta configuración terceriza la mayor parte de las funciones del Estado tradicional: educación, seguridad, regulación, seguridad social, etc. Esta configuración no supone una renuncia al Estado sino una forma de gobernar. El Estado no pierde autoridad o poder; más bien ese poder se ejerce a través de entidades privadas. Dentro de este marco, el Estado no resigna poder pero pierde transparencia. El poder ahora, se ejerce de una forma diferente a como fue pensado dentro del esquema de Estado racional-legal. Dicho de otra forma, el poder del Estado está mediado por agentes privados. Con este formato el Estado no necesita legitimarse ni cargar con el costo de mantenimiento de una administración burocrática. La función económica del mercado se vuelve marginal al perder el control total y directo sobre la economía nacional: “el nuevo orden se explica por imperativos técnicos.”[2]
Dentro de este contexto me parece interesante reflexionar sobre el sentido que cobra la democracia dentro de los estados privatizados. Se me ocurre que una manera de presentar el asunto puede ser apelando a una metáfora sugiriendo que las democracias contemporáneas dejaron de ser una forma de definir la conducción política del Estado para el período que continua a la finalización de un mandato, para convertirse en un llamado a licitación para gestionar el Estado. Según una definición al uso, una licitación es un "sistema por el que se adjudica la realización de una obra o un servicio, generalmente de carácter público, a la persona o empresa que ofrece las mejores condiciones" Siempre hay que considerar las mejores condiciones para quién.
En este nuevo estado de cosas, los programas de los partidos son ofertas que responden a los requisitos del pliego de condiciones. Básicamente, esos requisitos se agrupan en tres grandes categorías: delegación de funciones, protección y descentralización administrativa. Dentro de esta figura, los partidos son las empresas  oferentes, los votantes quienes deciden cuál será la empresa a la que se le entregará la administración del negocio en el próximo período y los funcionarios y políticos los encargados de gestionar e intermediar con clientes, organizaciones, bancos y proveedores. Desde luego, la licitación es abierta, pero las empresas que tienen mejores chances son las que cuentan con mejor posicionamiento en el mercado, no siempre por la calidad de sus servicios o sus precios competitivos sino por sus estrategias publicitarias y su mercadotecnia.
Una vez que se hace cargo, quien gana la licitación acondiciona los ministerios y secretarías en espacios de gestión tercerizados entre prestadoras de servicios que envían en comisión a sus mejores cuadros (CEOS) quienes tendrán a su cargo gerenciar el negocio durante el período que dure la adjudicación según esté definido en el pliego: “el uso de prestanombres, y sobre todo de intermediarios privados, ha sido y es una modalidad del ejercicio del poder”[3].
Así, por ejemplo, el antiguo Poder Judicial es contratado como el nuevo bufete de abogados que tendrá a su cargo la resolución de conflictos jurídicos que se generarán entre el nuevo concesionario, los proveedores, principalmente de servicios pero, sobre todo, con los usuarios que serán los mismos que a la hora de abrir los pliegos se inclinaron por la empresa que ahora tiene a su cargo la empresa.
En estas condiciones del Estado privatizado quien gana la licitación transforma los ministerios en departamentos de la empresa encargados de cumplir con las funciones que tiene a su cargo. Entonces debe contar con un departamento de comunicación y promoción que le asegure una adecuada difusión de su política de servicios. Para eso penetra en los medios masivos de comunicación y las redes sociales con el propósito de legitimar y convalidar sus acciones que serán puestas a evaluación en elecciones de medio término que operan como auditorías.
El ministerio de educación se transforma en un departamento de capacitación y selección pedagógica que actúa en comunión con el departamento de salud, encargado de seleccionar a los más aptos y descartar a quienes no cumplen con los requisitos de la especie que demandan los protocolos que definen los rasgos de pertenencia y membrecía.
El ministerio de economía reúne dentro de su estructura a los departamentos producción y finanzas entre otros, encargado de la elaboración de los productos que reclama el mercado sobre todo el mercado internacional dentro de un régimen de producción “on demand” en los que no se requiere ni infraestructura ni mano de obra como en los tiempos de la modernidad sólida, al decir de Bauman. El departamento de finanzas, por supuesto, se ocupará de la gestión de créditos y mediación con prestamistas y acreedores buscando que, en el momento oportuno, se maximice la distribución de utilidades entre los accionistas de la empresa que ganó la licitación. Para eso, es necesario, como dictan los manuales de la nueva economía que las acciones del Estado privatizado luzcan en alza y confiables a los ojos de las evaluadoras de riesgos.
Para resumir y terminar, en la nueva configuración de Estados privatizados, la democracia se ha convertido en un llamado a licitación en la que el propio Estado prepara el pliego de condiciones para la auto-explotación de sus funciones, las campañas electorales ofician de presentación de ofertas, las elecciones cumplen con la tarea de evaluar las ofertas recibidas y el escrutinio definitivo termina por establecer la adjudicación y la formalización del contrato entre el Estado y la nueva gestión gobernante que, una vez que se hace cargo de la gestión pone en marcha el proceso en el que confluyen la relación público-privado, la tensión permanente entre conflicto y negociación y el ejercicio de gobierno mediante el control indirecto de las funciones del Estado por parte de funcionarios provenientes del sector privado.




[1] Hibou, Beatrice (2013): De la privatización de las economías a la privatización de los Estados. Análisis de la formación continua del Estado. México, fondo de cultura Económica. Página 17.
[2] Ídem., página13.
[3] Ídem., página 76

miércoles, abril 04, 2018

"De lo que no se puede hablar mejor callar". De las dificultades de ser razonable en las redes sociales


“De lo que no se puede hablar, mejor callar”. Quienes forman parte del pequeño gran mundo de la filosofía saben que, con esta sentencia, Wittgenstein pone fin a su Tractatus Logico-Philosophicus. La idea esencial que subyace al aforismo es que los problemas de la metafísica y las dificultades intelectuales que presentan “objetos” como “Dios”, “libertad” o “mundo” son inefables y su tratamiento teórico o pretendidamente filosófico no hace más que generar problemas de comprensión y de comunicación. Lo que se dice sobre ellos responde más a equívocos en el uso del lenguaje que a los hipotéticos e inaccesibles referentes que podrían respaldar esas palabras. Por eso la filosofía debería ser una especie de terapia contra las enfermedades que provoca el uso inapropiado del lenguaje.
“De lo que no se puede hablar, mejor callar”. En un ámbito menos oscuro y más al alcance de nuestras posibilidades intelectuales podemos reutilizar la frase para abordar un problema social y comunicativo de nuestros días que yo lo veo en estos términos: en este tiempo en el que se puede decir todo, conviene no decir nada (o decir lo menos posible). Lo que antes se usaba como una advertencia judicial, (“todo lo que diga podrá usarse en su contra”) ahora se instaló de oficio en la vida cotidiana de todos nosotros. Si uno goza de algún reconocimiento social, académico o mediático, tanto peor. Ya no se trata de temas tan complejos como los que denunciaba Wittgenstein. Cualquier tópico puede ser causal de bochorno, escandalo o acusación para el desprevenido que se anima a decir su opinión sobre eso que por razones que intentaré aclarar, ya está más o menos definido en la consideración general del eventual interlocutor. Fíjense hasta qué punto esto que digo me parece preocupante, que evitaré dar algunos ejemplos sobre el particular, porque temo que esos mismos ejemplos puedan ser usados en mi contra. Pero estoy seguro de que cada uno de los lectores habrá tenido oportunidad de experimentar en algún momento y lugar algo parecido a esto. Por otra parte pienso que el hecho mismo de decir que conviene no decir será utilizado para pegarme por algún flanco. Pero bueno, ¿cómo hago para decir esto sin decirlo?
En las redes sociales el dilema se multiplica de forma exponencial. A veces hasta resulta divertido ver que algún amigo o contacto dijo algo que uno ya vislumbra que se tomará como controvertido y en la secuencia siguiente de comentarios aparecen impugnaciones, descalificaciones, insultos que terminan llevando la opinión inicial a territorios que el responsable de la emisión no sólo no hubiera querido sino que ni siquiera imaginó. Entonces, al final, piensa: mejor, no hubiera dicho nada. Al principio uno lo toma con interés, pero a medida que la lista de comentaristas se amplía comienza a invadirlo una sensación de cierta impotencia.
Yo creo que esto sucede porque vivimos en un momento cultural decadente cuya expresión hay que buscarla en la predilección por eliminar los matices, el gusto por lo homogéneo y, consecuentemente, la repulsión a cualquier cosa que sea diferente a las opiniones generalmente admitidas.  A mi juicio hubo una causa sobresaliente y tres recursos o instrumentos que permitieron instalar entre todos nosotros esta forma de impugnar al otro y de condenar cualquier cosa que no concuerde con el punto de vista predominante dentro de la tribu a la que uno pertenece y que nos invita en más de una ocasión a evitar decir los que pensamos. Empecemos por los recursos.
La descontextualización. Creo que esto se lo debemos en gran parte a quienes se ocupan de armar los títulos de los diarios, los zócalos televisivos o las tapas de las revistas. Toman una frase, la sacan de contexto y con eso logran el impacto buscado, además de azuzar el escándalo necesario para imponer el tema en la agenda que conviene al negocio. Alguien dice algo en el transcurso de una conversación o una entrevista, luego se lleva la grabación al estudio o la redacción, se ve una frase que puede ser aplicada convenientemente para la generación de un escándalo o una polémica potencial que sume seguidores, se la separa de lo que dijo antes y, después, se eliminan gestos, inflexiones de voz, posturas corporales, rasgos biográficos del entrevistado y ya está: la frase quedó limpia, descontextualizada y lista para lanzarla a la opinión pública (y al que la dijo, eventualmente, a la jaula de los leones). Con la descontextualización se somete el texto o el discurso a una especie de lavado y centrifugado que lo deja en condiciones para que cualquiera pueda dar su opinión sobre lo que quedó. Dicho de otro modo, se le quitó todo aquello que a los fines del cotilleo resulta irrelevante pero que ayudaría al emisor a, por lo menos, intentar defender su posición. Es, llevada al extremo, una muestra cabal de la cultura del fragmento de la que habla Calabrese en su libro La era neobarroca.
Simplificación y esquematización. Este es otro instrumento de linchamiento aplicado a los discursos y utilizado para analizar e interpretar lo dicho por otros. Cada uno va al encuentro de las parrafadas ajenas, convenientemente muñido de moldes previamente adquiridos en el mercado mediático o en las comunidades de sentido o virtuales de las que participa en las redes que ya proveen de cómodos y prácticos esquemas, por lo general binarios, muy útiles para dividir y colocar en ellos a los eventuales expositores, disertantes o entrevistados que se animan a decir algo sobre asuntos que están a la espera de ser abordados por algún ingenuo e inadvertido que se metió donde no debería haberlo hecho. Así, al incauto se lo catalogará de probo o réprobo, bueno o malo, propio o ajeno, siempre en función de la posición que asuma con sus dichos para ser ubicado dentro de los esquemas y los espacios semánticos de unos y otros. Hay que reconocer, también, que no pocos han adquirido esos esquemas en su paso por las instituciones educativas a las que asistieron (aunque uno quisiera pensar que justamente allí se debe ir para poner en discusión los esquematismos), y mucho antes en las sobremesas familiares (si todavía quedan), las charlas con amigos (no confundir con conversaciones)  y en general, dentro de cualquier ámbito de participación en el que se promueve el encuentro con los que saben respirar los mismos aires, dentro de la atmósfera generada en esos albergues de ideas prefabricadas. En los últimos tiempos, los carteles y letreros prediseñados o que uno mismo puede armar con frases de almanaque para ubicar en las redes sociales han resultado ser de mucha utilidad para darle forma a este instrumento.
La ideologización. El último instrumento oficia de sostén y plataforma de lanzamiento para el uso de los otros dos. Aunque tal vez no lo sepa, quien arrincona al otro hasta llevarlo a elegir el silencio antes que la emisión de su punto de vista, viene pertrechado con cuatro o cinco prejuicios bien asentados con sus correspondientes grabaciones urdidas en alguna factoría de slogans para ser defendidos en cualquier ocasión en que se pretenda ponerlos en discusión. No hace falta más: unas pocas etiquetas de alto impacto, otro tanto de pseudoargumentos y la “falsa conciencia” ya está en condiciones para funcionar y sostener, a capa y espada, lo que hace falta primero para simplificar y después para vituperar.
En conjunto estas tres formas de impugnación se unifican en la condena por parte de quienes hacen uso de ellas del recurso que justamente da eso que se ha perdido: la búsqueda, la precepción y el reconocimiento de matices que son, en definitiva, requisitos indispensables para quien pretenda participar de intercambios comunicativos con algún dejo de buena calidad.
Yo creo que la causa de todo esto hay que buscarla en un rasgo existencial de época: la frustración y el vacío individual que encuentra abrigo, contención y compañía en las tradicionales comunidades de vida (familias, grupos primarios), de sentido (grupos de afinidad temática) y ahora las comunidades virtuales que agrupan a quienes comparten las mismas decepciones, parecidos desengaños, y experimentaron naufragios biográficos similares. El conjunto de todas esas experiencias unificadas, primero conduce al resentimiento y, de ahí, a la obnubilación que impide entender el carácter continuo y no discreto de la realidad que resulta convenientemente segmentada con las herramientas utilizadas para la ocasión. Luego se forman esos sujetos colectivos que operan en masa (las frustraciones los crían y las redes los amontonan), construyen sistemas cerrados que se autorreproducen con sus mismas cantinelas de donde salen esos instrumentos de comunicación que sirven para el escarnio de los demás y la consecuente “invitación” al silencio ajeno.
Mientras tanto, el que en un principio quería hacer conocer sus ideas, compartir sus inquietudes o promover una discusión razonable, ante la posibilidad de ser vapuleado sólo por expresar puntos de vista, reflexiones o pareceres diferentes dimite ante el ataque originado en las frustraciones, el rencor y, probablemente, las condiciones socioculturales que promovieron el resentimiento contenido de los agresores.