“De lo que no se
puede hablar, mejor callar”. Quienes forman parte del pequeño gran mundo de la
filosofía saben que, con esta sentencia, Wittgenstein pone fin a su Tractatus Logico-Philosophicus. La idea
esencial que subyace al aforismo es que los problemas de la metafísica y las
dificultades intelectuales que presentan “objetos” como “Dios”, “libertad” o
“mundo” son inefables y su tratamiento teórico o pretendidamente filosófico no
hace más que generar problemas de comprensión y de comunicación. Lo que se dice
sobre ellos responde más a equívocos en el uso del lenguaje que a los
hipotéticos e inaccesibles referentes que podrían respaldar esas palabras. Por
eso la filosofía debería ser una especie de terapia contra las enfermedades que
provoca el uso inapropiado del lenguaje.
“De lo que no se
puede hablar, mejor callar”. En un ámbito menos oscuro y más al alcance de
nuestras posibilidades intelectuales podemos reutilizar la frase para abordar
un problema social y comunicativo de nuestros días que yo lo veo en estos
términos: en este tiempo en el que se
puede decir todo, conviene no decir nada (o decir lo menos posible). Lo que
antes se usaba como una advertencia judicial, (“todo lo que diga podrá usarse
en su contra”) ahora se instaló de oficio en la vida cotidiana de todos
nosotros. Si uno goza de algún reconocimiento social, académico o mediático,
tanto peor. Ya no se trata de temas tan complejos como los que denunciaba
Wittgenstein. Cualquier tópico puede ser causal de bochorno, escandalo o
acusación para el desprevenido que se anima a decir su opinión sobre eso que
por razones que intentaré aclarar, ya está más o menos definido en la
consideración general del eventual interlocutor. Fíjense hasta qué punto esto
que digo me parece preocupante, que evitaré dar algunos ejemplos sobre el particular,
porque temo que esos mismos ejemplos puedan ser usados en mi contra. Pero estoy
seguro de que cada uno de los lectores habrá tenido oportunidad de experimentar
en algún momento y lugar algo parecido a esto. Por otra parte pienso que el
hecho mismo de decir que conviene no
decir será utilizado para pegarme por algún flanco. Pero bueno, ¿cómo hago
para decir esto sin decirlo?
En las redes sociales
el dilema se multiplica de forma exponencial. A veces hasta resulta divertido
ver que algún amigo o contacto dijo algo que uno ya vislumbra que se tomará
como controvertido y en la secuencia siguiente de comentarios aparecen
impugnaciones, descalificaciones, insultos que terminan llevando la opinión
inicial a territorios que el responsable de la emisión no sólo no hubiera
querido sino que ni siquiera imaginó. Entonces, al final, piensa: mejor, no
hubiera dicho nada. Al principio uno lo toma con interés, pero a medida que la
lista de comentaristas se amplía comienza a invadirlo una sensación de cierta
impotencia.
Yo creo que esto
sucede porque vivimos en un momento cultural decadente cuya expresión hay que
buscarla en la predilección por eliminar los matices, el gusto por lo homogéneo
y, consecuentemente, la repulsión a cualquier cosa que sea diferente a las
opiniones generalmente admitidas. A mi
juicio hubo una causa sobresaliente y tres recursos o instrumentos que
permitieron instalar entre todos nosotros esta forma de impugnar al otro y de
condenar cualquier cosa que no concuerde con el punto de vista predominante
dentro de la tribu a la que uno pertenece y que nos invita en más de una
ocasión a evitar decir los que pensamos. Empecemos por los recursos.
La descontextualización. Creo que esto se
lo debemos en gran parte a quienes se ocupan de armar los títulos de los
diarios, los zócalos televisivos o las tapas de las revistas. Toman una frase,
la sacan de contexto y con eso logran el impacto buscado, además de azuzar el
escándalo necesario para imponer el tema en la agenda que conviene al negocio.
Alguien dice algo en el transcurso de una conversación o una entrevista, luego
se lleva la grabación al estudio o la redacción, se ve una frase que puede ser
aplicada convenientemente para la generación de un escándalo o una polémica potencial
que sume seguidores, se la separa de lo que dijo antes y, después, se eliminan
gestos, inflexiones de voz, posturas corporales, rasgos biográficos del
entrevistado y ya está: la frase quedó limpia, descontextualizada y lista para
lanzarla a la opinión pública (y al que la dijo, eventualmente, a la jaula de
los leones). Con la descontextualización se somete el texto o el discurso a una
especie de lavado y centrifugado que lo deja en condiciones para que cualquiera
pueda dar su opinión sobre lo que quedó. Dicho de otro modo, se le quitó todo
aquello que a los fines del cotilleo resulta irrelevante pero que ayudaría al
emisor a, por lo menos, intentar defender su posición. Es, llevada al extremo,
una muestra cabal de la cultura del fragmento de la que habla Calabrese en su
libro La era neobarroca.
Simplificación y esquematización. Este es otro instrumento de linchamiento aplicado a los
discursos y utilizado para analizar e interpretar lo dicho por otros. Cada uno
va al encuentro de las parrafadas ajenas, convenientemente muñido de moldes
previamente adquiridos en el mercado mediático o en las comunidades de sentido
o virtuales de las que participa en las redes que ya proveen de cómodos y
prácticos esquemas, por lo general binarios, muy útiles para dividir y colocar
en ellos a los eventuales expositores, disertantes o entrevistados que se
animan a decir algo sobre asuntos que están a la espera de ser abordados por
algún ingenuo e inadvertido que se metió donde no debería haberlo hecho. Así,
al incauto se lo catalogará de probo o réprobo, bueno o malo, propio o ajeno,
siempre en función de la posición que asuma con sus dichos para ser ubicado
dentro de los esquemas y los espacios semánticos de unos y otros. Hay que
reconocer, también, que no pocos han adquirido esos esquemas en su paso por las
instituciones educativas a las que asistieron (aunque uno quisiera pensar que
justamente allí se debe ir para poner en discusión los esquematismos), y mucho
antes en las sobremesas familiares (si todavía quedan), las charlas con amigos (no
confundir con conversaciones) y en general, dentro de cualquier ámbito de
participación en el que se promueve el encuentro con los que saben respirar los
mismos aires, dentro de la atmósfera generada en esos albergues de ideas
prefabricadas. En los últimos tiempos, los carteles y letreros prediseñados o que
uno mismo puede armar con frases de almanaque para ubicar en las redes sociales
han resultado ser de mucha utilidad para darle forma a este instrumento.
La ideologización. El último instrumento
oficia de sostén y plataforma de lanzamiento para el uso de los otros dos. Aunque
tal vez no lo sepa, quien arrincona al otro hasta llevarlo a elegir el silencio
antes que la emisión de su punto de vista, viene pertrechado con cuatro o cinco
prejuicios bien asentados con sus correspondientes grabaciones urdidas en
alguna factoría de slogans para ser defendidos en cualquier ocasión en que se
pretenda ponerlos en discusión. No hace falta más: unas pocas etiquetas de alto
impacto, otro tanto de pseudoargumentos y la “falsa conciencia” ya está en
condiciones para funcionar y sostener, a capa y espada, lo que hace falta
primero para simplificar y después para vituperar.
En conjunto estas
tres formas de impugnación se unifican en la condena por parte de quienes hacen
uso de ellas del recurso que justamente da eso que se ha perdido: la búsqueda,
la precepción y el reconocimiento de matices que son, en definitiva, requisitos
indispensables para quien pretenda participar de intercambios comunicativos con
algún dejo de buena calidad.
Yo creo que la causa
de todo esto hay que buscarla en un rasgo existencial de época: la frustración y
el vacío individual que encuentra abrigo, contención y compañía en las
tradicionales comunidades de vida (familias, grupos primarios), de sentido (grupos
de afinidad temática) y ahora las comunidades virtuales que agrupan a quienes
comparten las mismas decepciones, parecidos desengaños, y experimentaron
naufragios biográficos similares. El conjunto de todas esas experiencias
unificadas, primero conduce al resentimiento y, de ahí, a la obnubilación que
impide entender el carácter continuo y no discreto de la realidad que resulta
convenientemente segmentada con las herramientas utilizadas para la ocasión. Luego
se forman esos sujetos colectivos que operan en masa (las frustraciones los
crían y las redes los amontonan), construyen sistemas cerrados que se
autorreproducen con sus mismas cantinelas de donde salen esos instrumentos de
comunicación que sirven para el escarnio de los demás y la consecuente “invitación”
al silencio ajeno.
Mientras tanto, el
que en un principio quería hacer conocer sus ideas, compartir sus inquietudes o promover una discusión razonable, ante la posibilidad de ser vapuleado sólo por
expresar puntos de vista, reflexiones o pareceres diferentes dimite ante el
ataque originado en las frustraciones, el rencor y, probablemente, las condiciones
socioculturales que promovieron el resentimiento contenido de los agresores.
3 comentarios:
Como siempre atinado y provocador de la reflexión, tan necesaria en estos días.
Interesante artículo, muy acertado. Pero creo que a Wittgenstein no lo he entendido claramente. Dice "de lo que se puede hablar se puede hablar con claridad" "lo que puede ser expresado puede ser expresado claramente" "lo que se puede pensar se puede pensar claramente". ¿A que se refiere?. Porque en los aspectos éticos, políticos...hay muy poca claridad, lo que hay es mucho debate, con los demás y con uno mismo. ¿Se puede hablar y/o pensar sobre esto? Aunque pensar ya se piensa incluso sin querer. ¿Se refiere sólo al mundo de lo sensorial...? No lo se. En cuanto a lo de la celebre "de lo que no se puede hablar es mejor callar" esto pienso que si lo entiendo mejor. El lenguaje es insuficiente para captar y expresar toda la realidad, los límites del lenguaje. Así pues, hablar de conceptos como Dios, la Nada...entrarían dentro de lo que no se puede hablar, no hay capacidad para ello, y, por lo tanto, sería mejor callar. Aunque claro, para mucha gente estos temas son, precisamente, los más importantes y no poder hablar de ellos...El propio Wittgenstein creo que matizó esta postura con el tiempo.
Muchas gracias, Luis, por tu comentario. En realidad, la apelación al aforismo de Wittgenstein, en este artículo, no tuvo otra finalidad que usarlo como disparador para reflexionar sobre el verdadero tema de la nota que no es otro que lo problemático que resulta en estos días decir algo en las redes sin estar expuesto al escarnio ajeno. .
Publicar un comentario