¿Tiene
sentido la vida? Esta es una pregunta que en otros tiempos se hacían
los filósofos y que nunca se hicieron los teólogos porque ellos,
desde su perspectiva, conocían la respuesta de antemano: el sentido
de la vida individual es la salvación del alma una vez que la
persona abandona este mundo y, si el enfoque es un poco más amplio,
la respuesta a esa pregunta, para las personas religiosas, es que el sentido
final de la vida de todos es la instauración del reino de Dios en la
tierra o el encuentro con el mismísimo Dios, vaya a saber dónde.
De un
tiempo a esta parte las cosas cambiaron un poco, y la pregunta (si es
que todavía quedan algunos que se la formulan) dejó de estar
orientada “hacia arriba” y se volvió más “existencial”.
Digamos que le podríamos echar la culpa de esos cambios, entre otros
responsables, a esos dos grandes impostores de la modernidad: la
secularización y la investigación científica, y a esa actitud tan
propiamente posmoderna que se suele identificar con el nihilismo y el
desencanto.
Para
empezar, podríamos decir que hay dos maneras de enfocar el asunto.
La primera es una manera llamémosla cosmológica
y que intenta responder a la pregunta por el sentido de la vida no ya
mirando hacia adónde va cada individuo en particular (el sentido de
mi vida, de la tuya, la de él, etc.), sino del sentido de la vida
biológica en su conjunto y, si se pretende ser un poco más
precisos, pero no lo suficiente, del sentido de la vida humana en
general. Aquí encontramos dos respuestas posibles. Para decirlo en
el lenguaje de los filósofos una respuesta es inmanente y la otra es
trascendente.
La
respuesta inmanente
de la manera cosmológica dice que el sentido de la vida se agota en
la propia reproducción biológica y sus emergentes, en todas sus
formas. La reproducción biológica incluye la evolución de las
especies no en el sentido de su propio mejoramiento, sino en el
sentido de “mutaciones permanentes, ciegas y hacia adelante”, lo
que quiere decir sin ninguna finalidad a la que haya que llegar, y
sin presuponer ni identificar evolución con mejora (se puede
evolucionar para peor), sino simplemente con la repetición constante
de un circuito que comprende variación – selección -
reestabilización - variación - selección - ... etc. , y con un final inexorable que es la extinción.
La
respuesta trascendente
de la manera cosmológica, como ya anticipamos, es de un tono más
optimista y ve el sentido de la vida como una meta. Esa meta, a su
vez, puede ser trascendente, como en el caso religioso, en el que se
postula la unidad final con Dios, o puede ser metafísica. En
este último caso el sentido de la vida apunta a lograr un destino
conjunto de la humanidad que está más allá de las contingencias
individuales y a la que está orientada (la vida) como una flecha
hacia adelante que más tarde o más temprano, se unirá a ese objeto
difuso (paraíso, utopía, etc.). El sentido trascendente de la vida, entonces,
consiste en lograr una especie de unidad en la que impera finalmente
la armonía en sus tres categorías metafísicas principales: la verdad, la bondad
y la belleza.
Con toda honestidad, no sé si todavía quedará mucha gente que se preocupe por
estas cuestiones, o personas a las que todo esto le interese, aunque
más no sea, a título de curiosidad intelectual, como esos temas en
los que se piensan cuando uno no tiene nada que hacer. En cambio, lo
que sí me parece que todavía tiene vigencia es la pregunta del
sentido de la propia vida, y todo eso por culpa de la muerte.
¿Tiene
sentido la vida de cada uno de nosotros? Esta pregunta apunta a
encontrarle una respuesta a la segunda manera de enfocar el asunto
que es, justamente, interrogarse por el sentido de la vida
individual, es decir, el de cada persona. Mi punto de vista es que el
sentido de la vida de cada persona se construye a partir de la
adopción de creencias que luego sirven para orientar las acciones
particulares en una dirección que al individuo que adoptó esas
creencias le resulta funcional y, en ese aspecto, tranquilizador para
seguir adelante, pese a los inconvenientes ocasionales o
estructurales que esa vida particular pueda experimentar.
Inconvenientes ocasionales pueden ser las fatalidades, accidentes o
tribulaciones que le pueden pasar a cualquiera, pero que más tarde o
más temprano pueden revertirse. Inconvenientes estructurales son
todas aquellas dificultades con escasas posibilidades de que sean
revertidas a lo largo de la vida biológica, psíquica o social del
individuo.
Esas
creencias que alimentan el sentido de la vida individual pueden ser
de cualquier tipo y tenor: religiosas (en cuyo caso el sentido de la
vida individual se acopla al sentido de la vida cosmológico –
trascendente), éticas (que luego se vuelcan a distintos órdenes de
la vida: familiar, político, social, etc.) hedonistas (se cree que
el sentido de la vida consiste en disfrutar, y luego se orienta el
disfrute según las preferencias de cada uno: corporal, estético),
etc..
En
concreto, creo que si uno no cree en algo (Dios, el más allá, el
amor, la diversión, el dinero, la educación, el servicio social, la
política o lo que sea) la vida no tiene sentido (es decir, no va a ninguna parte prefijada o predeterminada ni, tampoco, está proyectada para lograr objetivos o metas), y no hay por qué
atormentarse por eso. Los destinos, los objetivos o las metas son otras tantas creencias que ayudan a seguir viviendo. Uno transita por este mundo, y con el barro que
tiene a mano construye un sistema más o menos coherente de
creencias que le sirve para sobrellevar el día a día, pero también
para elaborar proyectos que prolonguen el mientras tanto, tanto como
sea posible en las mejores condiciones que se puedan realizar. Por
supuesto, y esto es necesario aclararlo, la coherencia es interna, es decir, entre las
creencias que en conjunto forman el sistema de cada uno, pero de ningún modo
cada creencia en particular o el sistema de creencias propio en su conjunto guarda alguna
relación punto por punto con el supuesto contenido externo sobre el
que creen apoyarse y asumen como “real”. Por cierto, el entorno
de cada cual ayuda a la elaboración de ese sistema de creencias que,
para el que lo utiliza, no es nada más que uno de los tantos mundos
posibles (en el sentido de Bruner) que pudo haber construido.
Pensemos, si no, como hacen para seguir adelante todas aquellas
personas que, cuando las observamos, percibimos en ellas dificultades
estructurales que uno entiende que difícilmente cambiarán, pero
que, a pesar de todo, como se dice, las vemos seguir remando. Creen
en algo y eso es suficiente.
Desde
hace un tiempo, a nuestro alrededor, circula un consejo que suelen
darle algunos a otros que no le encuentran la vuelta a su vida y que
transforman esa carencia en una queja permanente, o en una constante
crítica a todo y a todos los que se le cruzan en el camino. Nada les
viene bien. “Inventate una vida”,
les dicen a modo de sugerencia los que intentan mejorarle el rumbo a
esos otros a los que todo les viene mal. Y me parece que, al fin de
cuentas, todos los que intentamos que nuestro tránsito sea el mejor
posible, hicimos y hacemos a cada instante, justamente eso: nos
inventamos una vida, para que hasta último momento la propia tenga
sentido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario