Osvaldo Dallera

martes, marzo 12, 2013

El sentido de la vida

¿Tiene sentido la vida? Esta es una pregunta que en otros tiempos se hacían los filósofos y que nunca se hicieron los teólogos porque ellos, desde su perspectiva, conocían la respuesta de antemano: el sentido de la vida individual es la salvación del alma una vez que la persona abandona este mundo y, si el enfoque es un poco más amplio, la respuesta a esa pregunta, para las personas religiosas, es que el sentido final de la vida de todos es la instauración del reino de Dios en la tierra o el encuentro con el mismísimo Dios, vaya a saber dónde.
De un tiempo a esta parte las cosas cambiaron un poco, y la pregunta (si es que todavía quedan algunos que se la formulan) dejó de estar orientada “hacia arriba” y se volvió más “existencial”. Digamos que le podríamos echar la culpa de esos cambios, entre otros responsables, a esos dos grandes impostores de la modernidad: la secularización y la investigación científica, y a esa actitud tan propiamente posmoderna que se suele identificar con el nihilismo y el desencanto.
Para empezar, podríamos decir que hay dos maneras de enfocar el asunto. La primera es una manera llamémosla cosmológica y que intenta responder a la pregunta por el sentido de la vida no ya mirando hacia adónde va cada individuo en particular (el sentido de mi vida, de la tuya, la de él, etc.), sino del sentido de la vida biológica en su conjunto y, si se pretende ser un poco más precisos, pero no lo suficiente, del sentido de la vida humana en general. Aquí encontramos dos respuestas posibles. Para decirlo en el lenguaje de los filósofos una respuesta es inmanente y la otra es trascendente.
La respuesta inmanente de la manera cosmológica dice que el sentido de la vida se agota en la propia reproducción biológica y sus emergentes, en todas sus formas. La reproducción biológica incluye la evolución de las especies no en el sentido de su propio mejoramiento, sino en el sentido de “mutaciones permanentes, ciegas y hacia adelante”, lo que quiere decir sin ninguna finalidad a la que haya que llegar, y sin presuponer ni identificar evolución con mejora (se puede evolucionar para peor), sino simplemente con la repetición constante de un circuito que comprende variación – selección - reestabilización - variación - selección - ... etc. , y con un final inexorable que es la extinción.
La respuesta trascendente de la manera cosmológica, como ya anticipamos, es de un tono más optimista y ve el sentido de la vida como una meta. Esa meta, a su vez, puede ser trascendente, como en el caso religioso, en el que se postula la unidad final con Dios, o puede ser metafísica. En este último caso el sentido de la vida apunta a lograr un destino conjunto de la humanidad que está más allá de las contingencias individuales y a la que está orientada (la vida) como una flecha hacia adelante que más tarde o más temprano, se unirá a ese objeto difuso (paraíso, utopía, etc.). El sentido trascendente de la vida, entonces, consiste en lograr una especie de unidad en la que impera finalmente la armonía en sus tres categorías metafísicas principales: la verdad, la bondad y la belleza.
Con toda honestidad, no sé si todavía quedará mucha gente que se preocupe por estas cuestiones, o personas a las que todo esto le interese, aunque más no sea, a título de curiosidad intelectual, como esos temas en los que se piensan cuando uno no tiene nada que hacer. En cambio, lo que sí me parece que todavía tiene vigencia es la pregunta del sentido de la propia vida, y todo eso por culpa de la muerte.
¿Tiene sentido la vida de cada uno de nosotros? Esta pregunta apunta a encontrarle una respuesta a la segunda manera de enfocar el asunto que es, justamente, interrogarse por el sentido de la vida individual, es decir, el de cada persona. Mi punto de vista es que el sentido de la vida de cada persona se construye a partir de la adopción de creencias que luego sirven para orientar las acciones particulares en una dirección que al individuo que adoptó esas creencias le resulta funcional y, en ese aspecto, tranquilizador para seguir adelante, pese a los inconvenientes ocasionales o estructurales que esa vida particular pueda experimentar. Inconvenientes ocasionales pueden ser las fatalidades, accidentes o tribulaciones que le pueden pasar a cualquiera, pero que más tarde o más temprano pueden revertirse. Inconvenientes estructurales son todas aquellas dificultades con escasas posibilidades de que sean revertidas a lo largo de la vida biológica, psíquica o social del individuo.
Esas creencias que alimentan el sentido de la vida individual pueden ser de cualquier tipo y tenor: religiosas (en cuyo caso el sentido de la vida individual se acopla al sentido de la vida cosmológico – trascendente), éticas (que luego se vuelcan a distintos órdenes de la vida: familiar, político, social, etc.) hedonistas (se cree que el sentido de la vida consiste en disfrutar, y luego se orienta el disfrute según las preferencias de cada uno: corporal, estético), etc..
En concreto, creo que si uno no cree en algo (Dios, el más allá, el amor, la diversión, el dinero, la educación, el servicio social, la política o lo que sea) la vida no tiene sentido (es decir, no va a ninguna parte prefijada o predeterminada ni, tampoco, está proyectada para lograr objetivos o metas), y no hay por qué atormentarse por eso. Los destinos, los objetivos o las metas son otras tantas creencias que ayudan a seguir viviendo. Uno transita por este mundo, y con el barro que tiene a mano construye un sistema más o menos coherente de creencias que le sirve para sobrellevar el día a día, pero también para elaborar proyectos que prolonguen el mientras tanto, tanto como sea posible en las mejores condiciones que se puedan realizar. Por supuesto, y esto es necesario aclararlo, la coherencia es interna, es decir, entre las creencias que en conjunto forman el sistema de cada uno, pero de ningún modo cada creencia en particular o el sistema de creencias propio en su conjunto guarda alguna relación punto por punto con el supuesto contenido externo sobre el que creen apoyarse y asumen como “real”. Por cierto, el entorno de cada cual ayuda a la elaboración de ese sistema de creencias que, para el que lo utiliza, no es nada más que uno de los tantos mundos posibles (en el sentido de Bruner) que pudo haber construido. Pensemos, si no, como hacen para seguir adelante todas aquellas personas que, cuando las observamos, percibimos en ellas dificultades estructurales que uno entiende que difícilmente cambiarán, pero que, a pesar de todo, como se dice, las vemos seguir remando. Creen en algo y eso es suficiente.
Desde hace un tiempo, a nuestro alrededor, circula un consejo que suelen darle algunos a otros que no le encuentran la vuelta a su vida y que transforman esa carencia en una queja permanente, o en una constante crítica a todo y a todos los que se le cruzan en el camino. Nada les viene bien. “Inventate una vida”, les dicen a modo de sugerencia los que intentan mejorarle el rumbo a esos otros a los que todo les viene mal. Y me parece que, al fin de cuentas, todos los que intentamos que nuestro tránsito sea el mejor posible, hicimos y hacemos a cada instante, justamente eso: nos inventamos una vida, para que hasta último momento la propia tenga sentido.

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