Osvaldo Dallera

viernes, febrero 23, 2024

Sobre el concepto de "normalidad social"

 

El concepto de normalidad, en nuestra época tiene mala prensa. Sin embargo, es una noción de la que no se puede prescindir. El concepto de normalidad es necesario para el mantenimiento del orden social y la constitución del sentido de lo aceptable entre los miembros de la sociedad. Se predica lo normal o lo anormal de algo que pasa o que sucede y no de las personas. La normalidad es una propiedad social de los hechos y no de la gente. Si la gente no cuenta con un parámetro más o menos flexible pero colectivamente presente de lo que puede esperar que suceda o que se haga con la aprobación de esa misma gente (o con la conciencia de que en caso de no hacerlo de esa manera no será aprobado por los demás), la sociedad en su conjunto pierde el sentido de la orientación y con ello el rumbo hacia dónde se encuentra lo que se considera socialmente esperable y aceptable.

Podríamos definir la normalidad social como el criterio de aceptabilidad colectiva con el que la gente actúa, juzga y valora las acciones propias y las de las demás personas o grupos. Como todo hecho social la normalidad es una construcción colectiva. De la interacción social surgen criterios de aceptabilidad de dos grandes clases. Por un lado, criterios de aceptabilidad éticos, relacionados con la corrección de las acciones públicas que a la postre serán juzgadas como normales (es decir, aceptables y esperables) y, por otro lado, criterios de aceptabilidad estéticos, relacionados con la afectación del gusto y la sensibilidad colectiva de una época y lugar.

Cuando se flexibiliza el concepto de normalidad social y cultural los sujetos sociales pierden el sentido y la noción de lo positivamente aceptable y se esparce entre ellos un cierto aire relativista. Cuando el concepto de normalidad social y cultural se congela y se vuelve rígido se impone en los miembros de la sociedad una mirada fundamentalista sobre los mismos hechos. En el primer caso el criterio de normalidad se desvanece e impera la idea de que todo es según la mirada subjetiva de cada cual. No hay, en este caso, ningún criterio social regulador. En el segundo caso, el criterio de normalidad se petrifica y entonces, todo lo que no encaja con él es desechado por diferente y considerado nocivo, peligroso o, como diría Durkheim, patológico.

En situaciones sociales críticas o de crisis, puede llegar a normalizarse el lado negativo de aceptabilidad. Entonces, lo que hasta ese momento era inaceptable se vuelve normal. Por lo general, esto sucede cuando los límites culturales que regulaban lo correcto y agradable se desdibujan y la atmósfera cultural comienza a ser insensible a los cambios que se suceden y las nuevas prácticas sociales cuestionan las creencias, los valores y los comportamientos tomados como normales hasta ese momento. El uso de la violencia, por ejemplo, se normaliza como medio de comunicación en los sistemas de interacción; el desaseo se instala como forma aceptable de presentación ante los otros.   

En esta nota distinguimos dos grandes enfoques a partir de los cuales puede explicarse el concepto de normalidad social. El primero de ellos atiende a la forma en que se construye. El concepto de normalidad se construye socialmente. Dentro de la tradición sociológica esa construcción reconoce dos fuentes principales. El representante de una de esas fuentes es Durkheim y el de la otra es Foucault.  La fuente que, según Durkheim, construye el concepto de normalidad es la estadística. La fuente, para Foucault, es el ejercicio del poder sobre la producción de discursos.

El segundo enfoque está orientado a la composición, función y efectos que la noción de normalidad produce sobre la dinámica de la sociedad. El mayor exponente de esta perspectiva es Luhmann. Para este autor la normalidad social está compuesta de expectativas colectivas, que contribuyen a modelar un orden social cuyo efecto principal es dotar de sentido a las acciones y comunicaciones de los individuos dentro de los diferentes sistemas sociales (la familia, la escuela, la justicia, la religión, la economía, etc.).

 

1.                  El concepto de normalidad como construcción social

 

1.1.             Durkheim: normalidad estadística

 

La normalidad estadística resulta de tomar como normal lo que hace la mayoría de la gente. La expresión que defiende la normalidad estadística es “la mayoría lo hace”. Para Durkheim la normalidad es definida con un criterio moral y, por lo tanto, a partir de este concepto se construye un prototipo del individuo deseable. Esto quiere decir que lo normal presenta el doble carácter de tipo y valor[1], y ese doble carácter le otorga la capacidad de ser “normativo” o, lo que es igual, la propiedad de coincidir con aquello que colectivamente podría tomarse como las expectativas que la gente debería tener con respecto de determinadas formas de ser, hacer y parecer.

Para Durkheim, la contracara de lo normal es lo patológico. En una versión más actualizada y menos cargada de valoraciones negativas podríamos hablar de “diferente” en vez de patológico. Lo normal y lo diferente son como las dos caras de la moneda. En este sentido, las "diferencias sociales" están constituidas por todo aquello que en una sociedad es considerado como apartado o alejado de lo que hace la mayoría o el promedio de la gente.

El criterio que usa Durkheim para establecer cuáles son los fenómenos que se pueden encuadrar dentro de lo normal y cuáles son aquellos que hay que considerar diferentes es un criterio meramente estadístico. Lo normal, podríamos decir, coincide con aquello que es bien visto, aceptado y aprobado por la gente (este es su aspecto valorativo) y, por lo tanto, es aquello que pasa con más frecuencia (este es su aspecto estadístico). Por eso, un fenómeno social es normal si es frecuente, y es esa frecuencia la que le otorga un valor moral. El valor de normalidad de un fenómeno social depende de su coincidencia con el tipo medio, es decir con aquello que, en promedio, sucede o se presenta con mayor frecuencia.

Supongamos, por ejemplo, que, en algún momento, en una sociedad hipotética, se tomó una muestra de treinta y cinco niños y se midió el grado de aplicación escolar en cada uno de ellos. Los investigadores concluyeron que los niños en edad escolar considerados socialmente muy aplicados eran los que cumplían con criterios tales como hacer los deberes, respetar las consignas de los maestros, no faltar a clase y concurrir limpios al colegio. Los que cumplían siempre y con todos esos requisitos se posicionaban en el extremo derecho debajo de la curva en el que se encuentran pocos casos de alumnos de los que puede predicarse que son “demasiado aplicados”.  Los que no cumplían nunca y con ninguno de esos requisitos estaban ubicados en el extremo izquierdo debajo de la curva y eran encuadrados dentro de los alumnos considerados “nada aplicados. Cerca de ambos extremos hay pocos alumnos que reúnan la condición de “demasiado aplicados” y de “nada aplicados”. A medida que nos acercamos al centro el número de alumnos aumenta. Los que cumplen frecuentemente con la mayoría de los requisitos son los que se posicionan alrededor del punto medio y son los que conforman la media normal que cumple con las pautas de aplicación.

Si quisiéramos expresar gráficamente esta postura podríamos recurrir al trazado de una curva de este tipo:



 

Esta es una curva normal en la que en el eje horizontal se expresa la gradación de un determinado aspecto que es el que se está evaluando. Ese aspecto o “variable” está construido a partir de criterios extraídos de las expectativas de comportamiento que tiene la gente con respecto a los demás, en un determinado momento y lugar. En el eje vertical, se anota el número de casos que han sido evaluados en relación que el comportamiento que se está considerando. Los casos comprendidos dentro de la curva y más cercanos a la media son “los más normales”. A medida que los casos se alejan de la media comienzan a mostrar comportamientos no esperables por la mayoría de la sociedad. Esto indica que se alejan de la normalidad y se aproximan a los estados considerados socialmente diferentes o estadísticamente desviados del tipo medio.

En resumen, Para Durkheim lo normal estará directamente vinculado con dos factores, uno numérico: la cantidad de casos; y otro social y moral: la organización y cohesión[2]. La organización y la cohesión social son, para Durkheim, los signos de una sociedad saludable. La anomia, la atomización y la dispersión son síntomas de estados sociales diferentes o problemáticos en relación con la normalidad esperada.

Si mantenemos nuestro criterio deliberadamente simplificador, podemos decir que en nuestro tiempo impera una concepción crítica de la normalidad tal como fue entendida por Durkheim. En su reemplazo y como fruto de esa crítica se instaló socialmente una noción de normalidad deconstruida por Michel Foucault.

 

1.2.             Foucault: Normalidad disciplinaria

 

Según Foucault, la normalidad derivada del ejercicio del poder es la que se construye produciendo e imponiendo explícita o implícitamente los discursos que “dicen” qué es normal y qué no lo es. La inclusión social se obtiene a partir del ejercicio del poder disciplinario ejercido sobre la gente por las instituciones sociales como la familia y la escuela, mediante el uso de las técnicas de vigilancia, las sanciones normalizadoras y el control permanente.

Según este autor todo código normativo es relativo a un contexto histórico, social y cultural, y se impone a los sujetos mediante recursos coactivos que se sostienen en determinadas prácticas en las que el saber y el poder ofician de herramientas puestas al servicio de los puntos de vista dominantes en la sociedad, que por lo general coinciden con los de un determinado sector o clase social. Es como decir, por ejemplo, que el modelo de familia normal es el que procede de la familia tipo de clase media urbana. En ese esquema, cualquier otro “formato” familiar sería juzgado como desviado por el tipo de normalidad construido por Durkheim. Como dice Habermas[3], para Foucault las prácticas son “regulaciones de las formas de acción, y costumbres consolidadas institucionalmente, condensadas ritualmente y, a menudo materializadas en formas arquitectónicas”. Esas prácticas son el producto de la victoria de la razón reglamentadora que emerge en la modernidad y que mantiene disciplinadas tanto la naturaleza y las necesidades del organismo particular como la dinámica social de una población entera[4].

Así, según este enfoque, la familia, la escuela, la fábrica y la cárcel oficiarían de mecanismos normalizadores en la medida que los niños, los jóvenes, los trabajadores y los presos son sometidos a los criterios de los padres, los maestros, los propietarios de los medios de producción y los representantes de la justica que, a su vez, responden a sus propios conocimientos y a sus particulares esquemas valorativos tomados como dominantes. Por otra parte, y si esto es así, lo normal es una cuestión de clase, contexto, tiempo y lugar, ya que los sistemas de reglas son siempre construidos culturalmente y, por lo tanto, responden a precisas condiciones sociohistóricas.

Si lo normal es el resultado de un proceso productivo normalizador, la pregunta que cabe es ¿cuál es el mecanismo de producción que pone en marcha semejante aparato de control y disciplinador? Según Foucault lo normal surge de la producción y la circulación de discursos. Un discurso es cualquier cosa que se usa para que los demás entiendan el sentido o el significado de lo que se quiere expresar. Un afiche, un tema musical, un libro de texto, o un artículo periodístico son, en este sentido, discursos sociales. Los discursos, una vez en circulación, producen determinados efectos. Esto quiere decir, entre otras cosas, que, con los discursos, además de producir sentido, se produce también una fractura social que divide a las prácticas sociales entre aquellas que están en sintonía con el sentido y se aceptan como normales y aquellas que se desvían de lo normal y quedan afuera del circuito caratulándolas como socialmente desviadas, diferentes o anormales.  Según este punto de vista, en cada época y lugar, quien elabora el discurso dominante (y tiene capacidad para imponerlo mediante diferentes dispositivos de comunicación) organiza una manera de entender lo que pasa. Es decir, organiza el mundo estableciendo qué es normal y qué no lo es.

De esta manera, si lo normal es una producción, ningún criterio que dictamine qué es normal y qué no, puede ser estable o eterno. No hay normas o criterios socioculturales fijos o inmóviles. Por eso, para la línea teórica iniciada en Foucault la normalidad es un sistema práctico e ideológico de apropiación de conceptos y enunciados dentro de un saber, es decir, una construcción, un objeto, que incluye una práctica social y el ejercicio del poder.

Este enfoque tiene dos derivaciones importantes: una individual y la otra social. En cuanto a los individuos, Foucault entiende las prácticas educativas (tanto familiares como escolares) como formas sutiles e “indirectas” de represión que afectan y "encarrilan” sin violencia (o, en todo caso, a partir del uso de una violencia simbólica) a los sujetos a través, fundamentalmente, de los procesos de socialización. El poder de normalización determina dónde finaliza el orden y dónde comienza el desorden, pero sin obligar ni inhibir las capacidades de la gente; al contrario, induce a la gente a comportarse “como corresponde”, según los parámetros de normalidad construidos discursivamente (pensemos el mismo ejemplo que utilizamos para explicar la normalidad de los alumnos según Durkheim, pero desde este punto de vista). Por otro lado, y como consecuencia de lo anterior, lo normal, al ordenar las prácticas de los sujetos, es decir, al normalizarlas, también ordena el funcionamiento de la sociedad, pues dictamina, de algún modo, “cómo hay que ser y hacer, para pertenecer”.

En síntesis, Michel Foucault con este análisis, busca exhibir la eficacia de los discursos dentro del conjunto de prácticas sociales realizadas en el eje "discurso-saber-poder". De esta forma, la normalidad es un producto de la actividad discursiva y se constituye en un sistema constructivo cuya táctica está orientada a permitir un determinado dominio social a través de la producción de criterios normativos y valorativos.

Como vemos, mientras para Durkheim la “acción social normal” encuentra su explicación en la frecuencia con que se acatan las normas, valores o ideologías que están por encima de los miembros de la comunidad, para Foucault esas mismas acciones se explican por el carácter represivo que ejercen los discursos sobre las conciencias de los sujetos a través de los mecanismos de socialización puestos al servicio de los sectores dominantes de la sociedad.

Puede que uno y otro tengan razón. Pero lo cierto es que la normalidad como noción construida socialmente y sostenida en determinados criterios específicos de cada ámbito de aplicación (o sea para hablar socialmente de familias normales, escuelas normales, alumnos normales, padres normales, trabajadores normales etc.) “sirve” como patrón de medida para que la sociedad funcione más o menos cohesivamente, aun cuando esos criterios procedan, como dice Foucault, del punto de vista de los sectores dominantes. La ausencia de ese “espejo” donde mirarse para obtener los comportamientos esperables deriva en la anomia que diagnostica Durkheim.

 

2.                  Composición y función del concepto de normalidad social

 

2.1.             Luhmann: combinación de expectativas y mantenimiento del orden social

 

Para Luhmann, la normalidad es un emergente social que surge de la relación entre expectativas y decepciones. Las expectativas, sobre todo las colectivas, son los elementos que componen la estructura más o menos estable que hace posible el funcionamiento de la sociedad. La estructura es la sintaxis social que limita las posibilidades combinatorias de los acontecimientos con el fin de generar acciones sociales y comunicaciones que satisfagan las expectativas que la sostiene. Dicho de otra manera, las estructuras de la sociedad, por medio de las expectativas, definen los límites impuestos a la combinación de acontecimientos que, a la postre, serán considerados socialmente normales.

Las expectativas son conocimientos o creencias subjetivas o colectivas relacionadas con el curso futuro de los acontecimientos acerca de los que se sabe que puede pasar (expectativas cognitivas) o acerca de lo que se cree que debe pasar (expectativas normativas). Frente a un acontecimiento uno no espera que a continuación suceda cualquier cosa. Uno espera que el acontecimiento siguiente esté encuadrado dentro de un menú de opciones posibles, que considera normales. Si la expectativa se cumple, entonces queda satisfecha por el acontecimiento. Si la expectativa no se cumple, entonces desilusiona. Por eso, las expectativas nos permiten evaluar los acontecimientos con la distinción satisfacción/desilusión.

Las expectativas satisfechas regularmente se institucionalizan. Las instituciones son dispositivos culturales que, con el propósito de sostener el orden social, tienen como función volver a poner en pie las expectativas que fueron decepcionadas. Para eso, las instituciones se hacen cuerpo en normas que surgen del cumplimiento recurrente de las expectativas tanto en el orden cognitivo (pasa lo que se cree que va a pasar) como en el orden normativo (pasa lo que se espera que debe pasar). Si las expectativas decepcionadas son cognitivas, entonces se enseña aquello que ayudará a satisfacerlas; si las expectativas decepcionadas son normativas, entonces se sanciona, para que no se vuelva a transgredir la norma: “Se trata esencialmente de explicaciones de la decepción y de la sanción —aplicables según si las expectativas decepcionadas fueron cognoscitivas o normativas. Las declaraciones de la decepción sirven para volver a la normalidad la situación”.[5]  En otras palabras, las instituciones sirven para hacerse cargo de las decepciones como acontecimientos consumados (que sucedieron, pero debían no haber sucedido), o acontecimientos posibles (que pueden no suceder, pero a veces suceden), con el propósito de restituir la normalidad de las expectativas.

Muchas de nuestras expectativas están orientadas a la evaluación de las acciones ajenas a partir de lo que consideramos socialmente normal. Cuando las expectativas orientadas al comportamiento de otros (ya sean cognitivas o normativas) se estabilizan y se generalizan, definen los límites de las conductas aceptables, propias y ajenas y pasan a ser consideradas socialmente normales. Como dice Luhmann, las normas fijan los límites de la realidad significativa utilizada para sostener las expectativas ya comprobadas y socialmente aceptadas: “La esquematización de correcto/falso, aceptable/ inaceptable, normal/anormal o, finalmente, derecho/ no derecho, se encuentra, tomando en cuenta ambos lados de la distinción al interior del orden social.”  Y nos advierte: “La única alternativa a esta normatividad fundante es, como lo ha subrayado Durkheim, la anomia.”.[6]

Una vez que se estabilizan socialmente, las normas contribuyen a consolidar el orden social fijando las pautas que definen la normalidad sociocultural. La normalidad sociocultural es un constructo compuesto de requisitos de comportamientos que satisfacen expectativas colectivas previamente institucionalizadas. Esos requisitos funcionan como pautas de orientación y criterios culturales de evaluación de los comportamientos, y definen la posición de la conducta dentro del rango de aceptabilidad social en un momento y tiempo determinados.

El cambio social y, por tanto, la mutación del contenido de la noción de normalidad resulta de la modificación de expectativas. La sociedad cambia su concepto de normalidad cuando se modifican las expectativas. Un cambio en la manera de vestirse, una forma de presentarse en una reunión, una transformación en el lenguaje, pueden generar situaciones que alteren las expectativas vigentes hasta ese momento respecto de esos acontecimientos. Analizar tales situaciones requiere observar las transformaciones de los elementos y el funcionamiento de las instituciones (la familia, el sistema educativo, las creencias y ceremonias religiosas, los sistemas de interacción, la economía, etc.). Lo que antes permitía que la sociedad mantuviera sus expectativas, ya no lo hace; acontecimientos que antes, dentro de una determinada estructura resultaban aceptables, ahora no se admiten; prácticas que en otro momento resultaban inadmisibles, ahora son incorporadas al repertorio de conductas consideradas normales.

Sin embargo, el cambio sólo es posible mientras quede asegurada la continuidad del funcionamiento de la sociedad dentro de un orden cuya continuidad resulte aceptable. Por eso Luhmann recalca que el límite para cambios estructurales (es, decir, para el cambio de expectativas) se encuentra en la función de las estructuras que consiste en limitar las posibles combinaciones de elementos (acciones y comunicaciones) para que el sistema pueda seguir funcionando.

En relación con este requerimiento simultáneo de cambio y autoconservación social, cada situación presenta, al mismo tiempo, tres posibilidades. En primer lugar, una acción o una comunicación se vincula con otra dentro de un marco estructural en el que las expectativas convergen. El otro y yo nos saludamos cuando nos encontramos, y respetamos las convenciones vigentes para ese tipo de intercambios. En este caso, uno y el otro, en sus interacciones, mantienen una sintonía de expectativas más o menos convergente. Todo es, y parece normal. Una segunda posibilidad es que una acción o una comunicación se enlace con otra a partir de expectativas divergentes. Aquí, uno y el otro interactúan bajo expectativas valorativas diferentes. Dentro de un contexto o de un ámbito de formalidad uno saluda al otro respetando las normas de cortesía y el otro responde el saludo ignorando esas normas y acentuando el acercamiento y la confianza. Las expectativas de uno, y su lectura de la normalidad social son puestas en entredicho por las acciones y comunicaciones del otro. Por último, la autoconservación exige que el cambio social tenga un límite. Esto quiere decir que las transformaciones o alteraciones en las expectativas que regulan los intercambios lleguen hasta el punto en que más allá de ciertos márgenes de aceptabilidad, el funcionamiento del sistema vea peligrar su continuidad. En el ejemplo anterior, el otro responde el saludo de uno, con un insulto.  En resumen, la relación cambio/autoconservación se da bajo condiciones de expectativas relativamente convergentes, expectativas divergentes, y limitación de las divergencias, pero nunca bajo el mantenimiento y el éxito permanente de todas las decepciones al mismo tiempo.

En resumen, dentro de este marco teórico que propone Luhmann, el cambio sociocultural y el pasaje de un concepto de normalidad social a otro es siempre cambio limitado de expectativas respecto del direccionamiento, la orientación y la realización de acciones y comunicaciones.

 

 

 

 



[1] Cfr. Caponi, Sandra: Lo normal como categoría sociológica.

En: https://www.bu.edu/wcp/Papers/Soci/SociCapS.htm. Última consulta: 23-02-2024

 

[2] Ídem.

[3] Habermas Jürgen (1989): El discurso filosófico de la modernidad. Buenos Aires, Ed. Taurus. P. 290-291

[4] Ídem, pág.293-294

[5] Luhmann, (1998): Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general. Madrid, Editorial Anthropos. P. 303

[6] Luhmann, (2005): El derecho de la sociedad. México, Editorial Herder. P. 209

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