Osvaldo Dallera

martes, noviembre 15, 2016

Violencias de nuestro tiempo

Al día de hoy todos estamos preocupados por el aumento de la violencia en las relaciones interpersonales. Desde una perspectiva antropológica el comportamiento humano es un sistema complejo en el que intervienen condiciones bioculturales y psicosociales. Una distinción conceptual necesaria para la comprensión del fenómeno que nos interesa es la que existe entre agresividad y violencia. Mientras la agresividad es un rasgo del comportamiento de carácter adaptativo inherente a todas las especies animales, la violencia es una propiedad emergente de los vínculos que el sistema de comportamiento mantiene con su entorno biológico, social y cultural. La presión del entorno sociocultural sobre el sistema de comportamiento humano es clave para entender la transformación del impulso agresivo en violencia (un ejemplo claro es el del hacinamiento). La violencia es una expresión cultural; "es el efecto socialmente reconocido de la agresividad".[i]
 Para la sociología de raíz sistémica la violencia puede ser considerada como un instrumento inhibidor de los medios de comunicación simbólicamente generalizados dentro de los sistemas de interacción. La interacción es un tipo de sistema social que se caracteriza por la co-presencia física y la percepción mutua de quienes participan en ella. En la interacción percibimos, entre otras cosas las exigencias y demandas de nuestro interlocutor y la forma en que las expresa. Quien usa la violencia con otros se comunica a partir de ella impidiendo que su ocasional víctima pueda responder de otra manera. En este sentido, la violencia anula el uso de otros medios de comunicación: reemplaza a la palabra en la conversación, al dinero en el intercambio de bienes y servicios, al amor en las relaciones afectivas, al poder en el ámbito de la política, a la fe en la comunión religiosa. En el extremo del uso de la violencia, quien mata interrumpe la comunicación.
En nuestro tiempo podemos reconocer dos grandes formatos capaces de absorber la violencia contemporánea. Una de las formas en que se ejerce la violencia es mediante la organización de sus ejecutantes. La violencia organizada, en general, procede de la religión y la política que históricamente le dieron a la manifestación de esa reacción un carácter sistemático. La persecución de los herejes y los infieles y la aniquilación de los enemigos, necesitaron desde siempre el auxilio de creencias e ideologías para llevar adelante su tarea. La expresión más acabada de la violencia organizada contemporánea es la que se refugia en el fundamentalismo ideológico y se expresa en el terrorismo.
Por oposición, el otro formato de violencia es desorganizado y se practica a nivel personal o individual. A diferencia de la forma anterior, lo que da la posibilidad de agrupar a la violencia desorganizada es la pluralidad de ámbitos donde se ejerce. Ese ámbito, por otra parte, lo define la condición del sujeto o el objeto agredido o humillado y no quien ejerce la violencia. No puede ser de otra manera porque entre los violentos no hay ideología ni objetivo común capaz de agruparlos y organizarlos a la manera de una secta, una congregación o un ejército. Hoy los principales espacios-víctima de la violencia desorganizada son la violencia delictiva, la violencia de género, la violencia escolar (bullying) y, no por último, la violencia callejera. Hay un encadenamiento de causas que pueden ayudarnos a explicar la violencia desorganizada contemporánea.
1. Pérdida de ascendencia y credibilidad de las instituciones sociales modernas. La pérdida de credibilidad de la religión y la deslegitimación de la política junto a transformaciones producidas en instituciones tradicionales como la familia y la escuela, encargadas de encauzar el potencial energético individual y colectivo de sus miembros, contribuyeron a exacerbar, de manera caótica, la violencia en las relaciones interpersonales y dejaron a las personas sin capacidad de reacción para atender los desbordes.
En los albores de la modernidad el ascenso de la secularización liquidó las expectativas religiosas orientadas a una compensación de las penurias y de un arreglo de cuentas con las injusticias, en otra vida o en el más allá. Esperar compensaciones en la eternidad era una fórmula más o menos eficaz para mitigar, por ejemplo, los deseos de venganza. Diluidas las esperanzas en el juicio final, y en el consiguiente castigo para aquellos que se portaron mal, el desamparo y la desolación ocuparon el lugar del espíritu que durante siglos estuvo habitado por la fe.
Hacia fines del siglo XIX los modernos inventaron una alternativa que duró hasta hace aproximadamente cincuenta años. La primera modernidad intentó canalizar las frustraciones de las mayorías reemplazando al Dios muerto de Nietzsche con los movimientos de masas de izquierda y de derecha y sus representaciones en partidos políticos y organizaciones sociales que se encargaron, de acuerdo con las circunstancias, de azuzar o contener la violencia colectiva. En general, los movimientos nacionales y los partidos de masas de la primera mitad del siglo pasado se ocuparon de agrupar las frustraciones de su gente y funcionaron como catalizadores de cólera colectiva cuyos resultados fueron dos guerras mundiales, exterminios masivos y, finalmente, una tensión contenida que duró casi hasta el final del siglo pasado.
Los cambios operados en la familia y la escuela desde el último tercio del siglo XX también desestabilizaron la plataforma básica para la construcción de modelos de interacción sostenidos en la práctica de la tolerancia y en la aceptación de las diferencias, y deterioraron las herramientas que hasta ese momento se habían utilizado para orientar las energías e impulsos juveniles hacia logros tenidos por superiores o más edificantes. Se advierte esto en las prácticas sociales tanto de jóvenes como de adultos: en las formas de expresión, en la falta de interés por doblegar los obstáculos, en las maneras de plantear y resolver los conflictos, en la búsqueda de los caminos más fáciles para alcanzar metas que requieren algo más que el ejercicio de la violencia y de la astucia, en el trato interpersonal y en los estilos de presentación ante los otros.[ii]
Llegados a los umbrales del siglo XXI caímos en la cuenta de que la modernidad había fracasado en su intento de generar canales políticos, movimientos e instituciones sociales que fueran capaces de encauzar las expectativas colectivas de la gente y los impulsos autoafirmativos de  cada individuo. Los cambios en la estructura familiar y en las funciones de la escuela tuvieron, también, influencias decisivas en la reorientación del potencial energético juvenil.
2. La crisis de sentido. La pérdida de ascendencia de las instituciones sociales sobre los individuos condujo a la crisis de sentido en la sociedad contemporánea. Para Berger y Luckmann[iii] la crisis de sentido es consecuencia de la pérdida de criterios y valores comunes y el advenimiento de múltiples puntos de vista para cada situación o estado del mundo: "el pluralismo moderno conduce a la relativización total del sistema de valores y esquemas de interpretación"(75). Según estos autores, el pluralismo socava el conocimiento dado por supuesto: "Las convicciones se tornan en una cuestión de gustos. Los preceptos se vuelven sugerencias" (88). El nuevo estado de cosas fue terreno fértil para el crecimiento de la desorientación y dio lugar a dos productos sustitutos que allanaron el camino a la situación actual. Uno de ellos es el relativismo. El anything goes puso en pie de igualdad la multiplicidad de ofertas salvíficas alternativas a las recetas tradicionales para hacer frente al vacío de sentido. En el medio del barullo y la confusión cualquier cosa vale lo mismo que cualquier otra: el náufrago se aferra a la primera tabla que tiene a mano, o el peatón se sube al primer colectivo que pasa, porque cualquiera lo deja bien para llegar a ningún lado. En ese contexto cada grupo entiende que sus criterios y valores son los que cuentan (o deben contar) con mayores niveles de aceptabilidad. Esto hace que deje de haber un sentido compartido (acerca del mundo, las personas, las relaciones y las cosas), que opera como telón de fondo común, válido y aceptado en general por todos y termina fragmentando la cohesión social.
El otro producto derivado de la crisis de sentido es el fundamentalismo. Según Berger y Luckmann la expresión del resentimiento grupal es el fundamentalismo que crece ante la falta de ofertas colectivas capaces de dotar de identidad inclusiva a quienes no encuentran canales sociales de expresión y pertenencia (iglesias, partidos, organizaciones sociales, etc.) El fundamentalismo en su versión contemporánea aglutina a quienes no toleran la falta de certidumbres, refugiándose en los valores, conocimientos y creencias de su propia red. A partir de allí los sostienen a capa y espada para convertirlos en el motivo de todas sus acciones, sin dar lugar a puntos de vista contrapuestos a los suyos ni admitir el disenso o la diferencia en la discusión. La tradición y los valores propios de la comunidad-secta-gueto que los cobija se convierte en el estandarte con el que salen a enfrentar, en el espacio común, las creencias de los otros. La cara violenta y extrema de este resentimiento colectivo es el terrorismo.
3. El predominio del tener sobre el ser. Una de las formas en que la sociedad de nuestro tiempo le hizo frente a la crisis de sentido fue invirtiendo la orientación de nuestras emociones, deseos y energías: en vez de canalizarlas hacia valores tales como la dignidad personal, la exigencia de justicia, la capacidad de indignación, o la construcción de la propia autoestima dirigió ese caudal de energías hacia la adquisición de bienes externos y la acentuación del control o el dominio sobre otros. Erich Fromm supo señalar en su momento que el fracaso de la cultura moderna reside en que la gente se ocupa menos de amarse a sí misma (que en aferrarse a lo que tiene o puede tener (cosas, dominio, control). La fascinación por el tener desplazó a la voluntad de ser. Según el filósofo de la escuela de Frankfurt, la cultura moderna contribuyó a forjar el "carácter" de las personas privilegiando la orientación explotadora, acumulativa y mercantil de su personalidad (que para él necesita como complemento el desarrollo del carácter receptivo o pasivo de otros que se dejan explotar, expoliar y mercantilizar dando lugar a relaciones enfermizas de tipo sado-masoquistas), en detrimento de lo que él denominaba la orientación productiva, consistente en el desarrollo de la capacidad de potenciar el amor propio, el crecimiento ajeno, la modelación de la autonomía y el sentimiento, de orgullo de sí mismo y de sus logros[iv].
4. La decepción de expectativas. La imposibilidad de construir la propia identidad a través de la filosofía del tener y la incapacidad para poner un límite a las demandas de esa filosofía siempre convenientemente estimuladas desde el lugar de la oferta, condujo a multiplicar las frustraciones de muchos. En el orden colectivo, a partir de la segunda mitad del siglo XX los partidos políticos encuadrados dentro regímenes democráticos intentaron contener las nuevas decepciones y funcionaron como diques de contención del desasosiego utilizando al Estado benefactor como compensador de carencias. Sin embargo, las expectativas de estabilidad, solidez, protección y buenaventura (tanto a izquierda como a derecha) fueron decepcionadas y en su lugar, grandes mayorías se vieron enfrentadas a un horizonte de vulnerabilidad, precarización, inseguridad e infortunios.
Las expectativas decepcionadas alteran nuestros afectos y, cuando se acumulan, movilizan nuestras pasiones y pueden estimular nuestros impulsos coléricos. Quien acumula decepciones es proclive a dos sentimientos emparentados con la violencia: el resentimiento y la venganza. En estas circunstancias, como dice Sloterdijk, "La Modernidad ha inventado al perdedor. Esta figura, que se mueve a medio camino entre los explotados de ayer y los superfluos de hoy y mañana, es la magnitud incomprendida en los juegos de poder de la democracia….Sus sentimientos de rencor no se orientan únicamente contra los ganadores, sino también contra las reglas del juego".[v]
No todos los perdedores son violentos, pero todo violento es un perdedor. Un perdedor, en sentido amplio, es un no-reconocido por los otros en aspectos que para él son definitorios de su identidad y de su autoestima (afectos, capacidades, logros personales, acceso a formas de bienestar acordes con la época). La categoría social del perdedor moderno se encarna en individuos concretos. En el orden individual la violencia expresa el resentimiento caótico que produce lo que muy bien define una palabra clave de nuestra época: el ninguneo. Esta expresión, mejor que ninguna otra es capaz de encerrar dentro de sí misma la negación del otro. Esos que a los ojos de quienes los rodean "no existen", no valen nada o existen sólo para el desprecio ajeno, encarnan la pérdida de los tres sentimientos que están en la raíz de cualquier antropología saludable: el orgullo, la dignidad y el amor propio. A este respecto Fernando Savater señala que el amor propio responde a una  ética rigurosamente autoafirmativa, porque "el ser que se autoafirma no puede ser no social, toda vez que la humanidad sólo se instituye por recíproco reconocimiento".[vi] Cuando esos valores autoafirmativos se ignoran, se los desconoce o se los ningunea aflora el resentimiento y aparece el perdedor, esa figura que, justamente, porque no goza de ningún reconocimiento dentro de los sistemas sociales (economía, política, familia, trabajo, derechos, educación, salud, etc.) sólo encuentra en la venganza sobre los que él considera responsables de su fracaso la forma de redimir su carencias.
En síntesis, en nuestra época el ocaso de las instituciones sociales contenedoras y canalizadoras de frustraciones, la crisis de sentido, la decepción de expectativas, y la desvalorización personal funcionan como catalizadores del resentimiento colectivo e individual. Hasta el momento en que tuvieron vigencia la religión, la política y las demás instituciones sociales todas ellas sirvieron, entre otras cosas, para contener y asimilar las caídas, los tropiezos, las derrotas y las decepciones mediante prácticas civilizadas o socialmente aceptables. Cuando la luz de esas fuentes de cobijo dejó de brillar apareció el decepcionado, el perdedor, el resentido, aquel que ya no tuvo un refugio en el que aplazar y disfrazar sus sentimientos tóxicos aunque fuera al amparo del cinismo de sus clérigos y dirigentes guardianes. Cuando esos sistemas sociales perdieron credibilidad y legitimidad la acumulación de energías negativas quedaron a la deriva y al día de hoy sólo atinamos a mirar el espectáculo desastroso que ofrece la violencia caótica y desorganizada sobre víctimas impotentes mientras seguimos escuchando hablar en los medios y viendo marchar en las calles sin que la solución al problema se dibuje en el horizonte.





[i]  Agustín Axel Baños Nocedal (2005): Antropología de la violencia. En: Estudios de antropología biológica, Volumen XII. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, Instituto nacional de Antropología e Historia.
 [ii] Dallera Osvaldo (2006): Límites difusos. La flexibilización de las instituciones sociales familia y escuela. Buenos Aires, editorial Magisterio del Río de la Plata. Páginas 58-59
[iii] Berger, Peter L. y Luckmann, Thomas (1997): Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona, España, Editorial Paidós
[iv] Fromm, Erich (1980):  Ética y psicoanálisis. México, Fondo de Cultura Económica, decimoprimera reimpresión, página 153.
[v] Sloterdijk, Peter (2010): Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico. España, Ediciones Siruela. Página 54
[vi]  Savater, Fernando (1991): Ética como amor propio. México, Consejo Nacional para la cultura y las Artes - Editorial Grijalbo. Página 30.

lunes, septiembre 19, 2016

La escuela y el sentido común

La escuela y el sentido común

Recuerdo que un profesor de escuela media solía decir en sus clases y en sus discursos a los alumnos que uno de los requisitos de una interacción aceptable entre los actores escolares (por ejemplo la que sostienen profesores y estudiantes) era (y es) el de manejarse con sentido común. Siempre me pareció que defender y alentar el uso del sentido común dentro de la escuela es por lo menos problemático y que esa defensa y esa invitación dentro de las comunidades escolares debería ser revisada.
En efecto, cada persona (alumnos, profesores, padres o directivos) entra a la escuela y circula por ella con dos tipos de creencias que interactúan, se solapan y se entremezclan en cada momento: el sentido común y los saberes. Pero, ¿qué características presentan cada una de estas dos clases de creencias?; ¿de dónde provienen?; por último, ¿qué tratamiento debe darle la escuela a cada una?

El sentido común

El sentido común se adquiere fuera de la escuela pero ingresa en ésta y ocupa un lugar significativo dentro de su funcionamiento. Todos estaremos de acuerdo en que no hace falta ir a la escuela para tener sentido común. Desde este punto de vista, el sentido común es socialmente un verdadero sentido compartido por todos[i]. Es uno de los factores que explica nuestras acciones y se caracteriza por no tener en cuenta los intereses particulares de cada uno ni la coherencia racional de las apreciaciones que surgen a partir de su utilización y aplicación.  
Según Clifford Geertz[ii], el sentido común es un sistema de creencias que permite realizar interpretaciones posibles y aceptables de la experiencia inmediata. El conjunto de esas interpretaciones se configura como un sistema cultural que se construye históricamente, se enseña y se cuestiona.  Según este antropólogo las características distintivas del sentido común son:
a) la naturalidad. El sentido común representa las cosas como obvias, «como si fueran así». Es como si ante la presentación de las cosas y los acontecimientos desde la óptica del sentido común uno debiera preguntarse "¿acaso puede ser de otro modo?"
b) la practicidad. Una persona que usa el sentido común es una persona astuta en este sentido: ante la presentación del asunto lo focaliza de manera práctica, «sin complicarse la vida». Desde el sentido común los problemas se resuelven como los resolvería cualquiera que captara la naturalidad de las cosas, en su mayor superficialidad. 
c) la transparencia. Esta característica del sentido común está ligada a la naturalidad. Los problemas, los acontecimientos, las situaciones y el mundo en general, son vistos como sencillos y reales: «tal como se presentan, así son». Para el sentido común lo latente o el sentido oculto, no cuentan. El mundo es tal como se manifiesta.
d) la asistematicidad. Lo asistemático del sentido común se opone al orden coherente, lógico y abarcativo que el saber escolar pretende imprimirle a los contenidos. El sentido común se expresa para cada ocasión, y en particular. Por eso no está entre sus preocupaciones el mantener una coherencia interna o un orden sistemático entre sus apreciaciones. «Al que madruga Dios lo ayuda», pero «no por mucho madrugar, se amanece más temprano».
e) la accesibilidad. Cuando se mira y se opera desde el sentido común, se presupone que cualquiera, en el lugar de uno, y «en su sano juicio» vería las cosas del mismo modo, llegaría a las mismas conclusiones y, por lo tanto, actuaría de la misma manera.
 En suma, el sentido común nos presenta un mundo «armonioso» y tranquilizador, donde todo tiene respuesta, aun antes de que las preguntas se planteen[iii]. Cuando ponemos en uso el sentido común pensamos el mundo como algo familiar, un mundo que cualquiera puede y podría reconocer. Desde ese lugar pretendemos convertirnos en la expresión de la sensatez y la sabiduría simple, aquella que, supuestamente, toda persona "sensata" y "normal" debe comprender y aceptar.
El sentido común se presenta como lo que subsiste cuando todos los sistemas simbólicos más articulados racionalmente no son comprendidos y parecen no dar respuestas satisfactorias. El sentido común aflora entre los actores de la escuela (profesores, alumnos padres y directivos) cada vez que se desestima el saber y las conquistas más sofisticadas de la razón o cuando éstas parecen no dar respuestas a los problemas y conflictos que se presentan.

Creencias justificadas en razones

El otro tipo de creencias que ingresa a la escuela está compuesto por creencias justificadas en razones. Eso que los pedagogos denominan saberes socialmente significativos. Una razón es aquello que explica para un sujeto la verdad o la probabilidad de su creencia, el fundamento en que basa una creencia, con criterios lógicos. En los procesos de justificación de creencias hay distintos tipos de razones y no todas poseen el mismo peso o el mismo valor; hay razones más débiles y razones más fuertes que otras. No todas las justificaciones que se exponen "valen" lo mismo. Por ejemplo, una razón es algo distinto de un motivo. El motivo puede nacer de hechos o circunstancias que no requieren para su justificación una explicación lógica o un encadenamiento de argumentos.
Entre las razones que utilizamos para justificar las creencias podemos reconocer las razones implícitas, las razones explícitas y las razones de evidencia.
Las razones implícitas de una creencia son aquellas que hacen que el sujeto crea en algo sin que pueda explicar por qué cree. Según Villoro, esas razones, son causales (motivan para creer), inconscientes (son difíciles de explicar o de encontrar) o de principio (son aceptadas sin ponerlas o someterlas a discusión). En cualquier caso, lo que las caracteriza es el hecho de resultarle inaccesibles al mismo sujeto, para hacerlas explícitas. El sentido común, por lo general, sostiene sus posiciones apoyado en este tipo de razones.
Las razones de evidencia están compuestas por el conjunto de hechos observables, verificables y ya conocidos que se utilizan como parte de la justificación de las creencias. En cierto sentido, las razones de evidencia implican, por un lado conocer un hecho, y por el otro conocer que ese hecho hace más probable a esa creencia que a sus alternativas. De aquí se deduce que para justificar una creencia con razones es necesario conocer algo diferente de (y vinculado a) lo creído y que es utilizado por un sujeto o una comunidad, como una razón de evidencia de la validez de su creencia.
Las razones explícitas son todas aquellas que al momento de justificar sus creencias, los sujetos o las comunidades exponen en forma de argumentos. Estas razones junto a las razones de evidencia son las que se consideran necesarias para decir de una creencia que está razonablemente justificada.
Justificar una creencia con razones es encontrar y exponer los mejores argumentos para adoptarla. En líneas generales, justificar una creencia es encontrar otras creencias que, relacionándolas con la que hay que justificar, hacen a ésta verdadera.  ¿Pero cómo hacemos para saber cuáles son las razones más confiables? Según Nozick[iv], las dos reglas generales básicas para adoptar una creencia racional son las siguientes:
Regla 1: No creas h (cualquier hipótesis) si algún enunciado alternativo incompatible con h tiene un valor de credibilidad mayor que el de h.
Regla 2: Cree (un admisible h) si la utilidad esperada de creer h es mayor que la utilidad esperada de no tener creencia alguna sobre h.
Estas reglas se completan con algunos requisitos que dan lugar a la formulación de enunciados que ayudan a especificar el alcance de las mismas.  Uno de esos requisitos tiene que ver con el grado de credibilidad de cada hipótesis existente sobre el asunto. Se supone que es racional creer la hipótesis con más alto grado de credibilidad y que esta gradación varía en función de los contextos. El otro requisito es el que alude a la necesidad de creer no sólo en cada una de las premisas componentes de la hipótesis, tomadas por separado, sino que para que la creencia resulte aceptable es necesario creer en la conjunción de todas las premisas tomadas como si fueran un razonamiento que conduce a un enunciado final que tiene la forma de una conclusión hipotética.
Entendida de esta manera, la justificación supone poner en acto dos operaciones mentales: la reflexión y la inferencia. En primer lugar, la justificación requiere una actividad reflexiva. Sólo hay que justificar aquello sobre lo que nos formulamos preguntas o ponemos en discusión, o sometemos a la consideración de los demás miembros que forman parte de la comunidad a la que pertenecemos. No justificamos lo que ya damos por aceptado o tenemos incorporado como una saber cierto.  Sólo buscamos y presentamos razones cuando pensamos que aquello en lo que creemos puede ser de otra manera.  En segundo lugar, la justificación de una creencia requiere establecer una relación lógica entre enunciados que expresan creencias. Los procesos de justificación parten de creencias que se presentan como razones suficientes para aceptar otras creencias. La relación entre las primeras y las segundas es una relación lógica de inferencia. Los conceptos de razón suficiente y de justificación implican el de inferencia. El saber al que queremos llegar es la conclusión del proceso de justificación en el que las proposiciones que expresan razones suficientes o creencias básicas funcionan como premisas del razonamiento que busca transformar la creencia en un saber justificado.
Según Villoro[v] las condiciones que deben reunir las razones que justifican una creencia para constituir a ésta en un saber son las siguientes:
 a) Juicios de observación. Los juicios de observación expresan datos públicos, accesibles a todos los que se encuentran en condiciones de observar lo mismo. Esta condición supone normalidad en el observador y acceso a la tecnología disponible necesaria para acceder a los datos.
 b) fundamentos teóricos. A las razones que describen observaciones hay que añadir fundamentos teóricos, principios, hipótesis, teorías. Las razones son convincentes para cualquier sujeto que tenga acceso a las mismas razones a que tiene acceso cualquier persona, dado el saber de su época.
 c) esquema conceptual compartido. Los miembros pertenecientes de cada comunidad comparten un esquema conceptual que utilizan para referirse a aquellas cosas o estados del mundo que ya no son puestos en cuestión, que se dan por aceptados y que por su estabilidad, se han constituido en creencias básicas o implícitas que no necesitan justificación dentro de ese ámbito. Esas creencias básicas o implícitas funcionan como razones que ayudan a sostener los argumentos que se exponen para fundamentar nuevas creencias o aquellas que todavía sufren los embates del sentido común.
d) razones incontrovertibles. Son aquellas razones que resultan ser objetivamente suficientes para sostener una creencia como saber. Son incontrovertibles hasta que no aparezcan dentro de la comunidad científica, técnica o académica de la época otras razones que puedan objetar esa creencia como un saber.
Este proceso de justificación debe detenerse en algún momento. La justificación se detiene ante la presencia de razones evidentes, o de creencias básicas implícitas, que por su grado de aceptación ya son aceptadas y conocidas por todos. Queda claro que es imposible acceder en un momento dado a todas las razones existentes y posibles que puedan presentarse acerca de un saber. Si para saber algo necesitáramos considerar todas las alternativas posibles, nunca podríamos estar ciertos de nada. Estaríamos condenados al escepticismo. Ante esta posibilidad de estar siempre en la duda, la mejor opción es aceptar que las razones para saber son relativas a una comunidad científica históricamente determinada. El saber que circula y que se imparte es saber social e históricamente condicionado. No hay otro tipo de saberes y ese saber es el único saber objetivo con el que podemos contar.

Comunidades consensuales y comunidades epistémicas

Podemos reconocer dos grandes ámbitos de procedencia de esos dos tipos de creencias que ingresan a la escuela. Por un lado, las comunidades consensuales y por otro, las comunidades epistémicas. 
Se llaman comunidades consensuales a aquellas comunidades que adhieren a un conjunto de ideas, principios, valores etc., por el consenso que hay entre sus miembros acerca de esas creencias. Las comunidades consensuales son productoras y consumidoras de creencias que en general nosotros adoptamos como formando parte del sentido común. Una creencia consensuada no está necesariamente justificada por razones, ni supone que sea verdadera. Esto quiere decir que adherir por consenso a una idea o a un juicio significa coincidir efectivamente, de hecho, en una creencia, pero no significa que porque esa creencia tenga consenso sea necesariamente verdadera, esté sostenida en buenas razones, o haya sido justificada objetivamente. En pocas palabras, el origen y la procedencia del sentido común están en las comunidades consensuales y se transforma en un sistema cultural que sirve para interpretar y explicar los sucesos de la propia cultura sin más apoyatura que el acuerdo que reina entre sus miembros.
Las comunidades epistémicas son, también, comunidades consensuales, pero lo que las distingue es el tipo de consenso que generan. Esas comunidades son productoras de las creencias que nosotros reconocemos como conocimientos sostenidos en razones. Dentro de este contexto, cuando decimos que sabemos algo es porque creemos que estamos en condiciones de poder justificar con razones lo que pensamos. En este sentido el saber no es una opinión; es, más bien, una creencia justificada en razones. estas comunidades están constituidas por un conjunto de sujetos que está en condiciones de juzgar acerca de la validez (verdad, conveniencia o corrección) de una creencia. Estos sujetos son llamados sujetos epistémicos. Un sujeto epistémico es aquel que tiene acceso a un número determinado de razones y creencias que la comunidad dentro de la cual él se mueve considera objetivamente válidas (verdaderas, convenientes, correctas, bellas, etc.). La escuela o las comunidades de especialistas son comunidades epistémicas con diferentes alcances y funciones, compuestas por sujetos epistémicos pertinentes dentro de cada comunidad. Los científicos son sujetos pertinentes de la comunidad científica y los profesores y los alumnos son sujetos epistémicos pertinentes de la comunidad escolar.

La escuela y los diferentes tipos de creencias

¿Qué hace la escuela con el sentido común y con el saber? ¿Cómo trata a estas creencias diferentes? De estos dos tipos de creencias ¿a cuál de ellas debe privilegiar la escuela? ¿Cómo deben ser las creencias que se adoptan y que deben circular en la escuela? 
La escuela no impide a priori la entrada de cualquier creencia pero les debe exigir a todas pasar por los procesos de justificación con razones (argumentos) que son justamente los procesos que distinguen o que deben distinguir al tratamiento que se les da a las creencias dentro de la escuela, respecto del tratamiento que se les da en otros ámbitos.
Si una persona no va a la escuela es probable que para ella se constituya en una creencia aceptable la que proviene de su comunidad consensual, es decir, el sentido común. Cuando pasa esto las personas no exigen que aquello en lo que creen reúna las condiciones que sí se le exigen a los saberes escolares. Por lo tanto, es posible que no acepte o no le interese considerar como creencias válidas eso que los profesores tienen para enseñar y que proviene de las comunidades epistémicas de su época.
Dentro de la escuela constituye un imperativo moral y epistemológico introducir a los estudiantes en un universo de creencias que sean aceptables por la calidad de los argumentos que las sostienen. Las razones tienen distinto peso, distinta fuerza y  las mejores (las que al final adoptamos como verdaderas, como saberes) son aquellas que presentan las razones y los argumentos más confiables.
Lo que la escuela hace o debería hacer es trabajar para demostrar que lo que el sentido común afirma está sostenido en creencias provenientes de una comunidad consensual que en general no considera las razones propias de una comunidad epistémica (por ejemplo, la comunidad científica). La falta de información, los motivos para creer (intereses, deseos, necesidades, etc.), y los presupuestos ideológicos muchas veces son las causas del mantenimiento de posiciones propias del sentido común. Por el contrario, el acceso a la información y a las razones provenientes de las comunidades epistémicas y la crítica a los presupuestos ideológicos y a los motivos que sustentan las creencias no justificadas por razones siguen siendo las herramientas fundamentales para situarse por encima de la opinión apasionada y los puntos de vista ingenuos y superficiales sobre el mundo, propios del sentido común. Ir a la escuela marca (o debería marcar) la diferencia.





[i]  Cfr. Benasayag, Miguel y Charlton, Edith: Esta dulce certidumbre de lo peor. Para una teoría crítica del compromiso. Ed.  Nueva Visión, Buenos Aires, 1993, páginas 28 y siguientes.
[ii]  Geertz, Clifford: El sentido común como sistema cultural. En Conocimiento Local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas. Ed. Paidós. 1era. Ed. Barcelona, 1994. Páginas 96 y siguientes.
[iii]  Benasayag, Miguel y Charlton, Edith, 1993, página 32.
[iv]  Para una lectura detallada de las reglas formuladas por Nozick, cfr. Nozick, Robert (1995): La naturaleza de la racionalidad. Barcelona, España, Editorial Paidós, páginas 123 y siguientes.
[v] Villoro, Luis: Creer, saber, conocer. Ed. Siglo XXI, 3ra. edición, México, 1986. Páginas 145 y siguientes. 

martes, agosto 30, 2016

La condición laboral: de Chaplin a Sambucetti

En los últimos doscientos cincuenta años la condición laboral de los trabajadores experimentó varias transformaciones. El concepto de trabajo se instaló en Occidente, desde mediados del siglo XVIII, como fuerza organizadora de las sociedades a partir de la revolución industrial. Entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XXI los trabajadores atravesaron por cuatro condiciones que se distinguen nítidamente una de la otra y cada una con características bien definidas.

i. La condición proletaria

Durante la primera mitad del siglo XIX las malas condiciones en que la clase obrera realizaba su labor (largas jornadas de trabajo, bajos salarios y condiciones laborales deplorables) agudizaron los conflictos y las tensiones con la clase capitalista. La condición proletaria era una situación de cuasi exclusión del cuerpo social. El proletariado era un eslabón esencial en el proceso naciente de la industrialización, pero estaba destinado a trabajar para reproducirse “acampando en la sociedad pero sin ubicarse en ella”. Esto significa que, aún teniendo trabajo, en ese entonces no eran considerados como parte de la sociedad; en otras palabras, estaban excluidos. Bajo esta condición los trabajadores obtenían una retribución próxima a un ingreso mínimo que aseguraba sólo la reproducción del trabajador y su familia y no permitía invertir en el consumo no imprescindible. Al mismo tiempo vivían bajo una ausencia de garantías legales en la situación de trabajo y dentro un marco jurídico débil en la relación del trabajador con la empresa. La condición proletaria, si bien era precaria, estaba un escalón más arriba que la de los excluidos (mendigos, tullidos, enfermos y ancianos): tener o no tener trabajo marcaba la diferencia, aunque esa diferencia estuviera trazada por un límite demasiado delgado.
A partir de la segunda mitad de ese siglo tendió a mejorar el clima social y el cuadro de las condiciones de vida de la clase trabajadora. La sindicalización de los trabajadores junto a la aparición de leyes que regulaban las relaciones laborales, y el surgimiento de sociedades de socorros mutuos, movimientos educativos y religiosos, y organizaciones políticas que hicieron posible una mayor toma de conciencia de sus derechos dieron lugar a la formación de una clase obrera más moderna y cohesionada. La relación de la condición obrera con la sociedad encarada como un todo era, a partir de entonces, más compleja.

ii. la condición obrera

Es probable que no haya producción cultural más expresiva que el film "Tiempos modernos" para ilustrar este momento de la situación de los trabajadores. Entre fines del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX se constituyó una nueva condición laboral. La crisis económica mundial de 1929 acentuó el malestar social entre los asalariados por el desempleo masivo. Esto derivó en la modificación de las estrategias de los gobiernos y organizaciones empresarias que se orientaron hacia el keynesianismo.
El lugar de la condición obrera en la sociedad de la década de 1930 podría caracterizarse como una relativa integración en la subordinación (Castel, 1997: 348). Esto significa que los trabajadores ya no estaban excluidos de la sociedad pero estaban fuertemente subordinados a los sectores dominantes de ésta. Según Castel (1997: 329-340) la transformación de la condición proletaria en condición obrera (o, lo que es igual, el pasaje de las condiciones imperantes al inicio de la revolución industrial hasta el advenimiento del taylorismo y el fordismo) se produjo a partir del cumplimiento de cinco condiciones:
1. una separación rígida entre quienes trabajan efectiva y regularmente, y los inactivos o semiactivos, que están excluidos del mercado de trabajo.
2. la fijación del trabajador a su puesto de trabajo y la racionalización del proceso de trabajo en el marco de una “gestión del tiempo precisa, dividida, reglamentada...” (Castel, 1997: 333). Se aprecia aquí, en esta condición, los aportes del taylorismo.
3. el acceso a través del salario a nuevas normas de consumo que convertían al obrero en el propio usuario de la producción en masa. Estamos ya en plena etapa del fordismo.
4. El acceso a la propiedad social y a los servicios públicos. Los trabajadores (en la Argentina, específicamente, a partir de 1945) comienzan a tener acceso a bienes colectivos tales como la salud, la higiene, la vivienda, la educación y el esparcimiento.
5. La inscripción en un derecho del trabajo que reconocía al trabajador como miembro de un colectivo dotado de un estatuto social, más allá de la dimensión puramente individual del contrato de trabajo. Aparecen, al final de este período, las leyes laborales, las convenciones colectivas y se acrecienta la capacidad negociadora de los sindicatos, institución en la que, nunca como antes, los trabajadores adquieren identidad como clase social.

iii. la condición salarial (1945-1975)

A partir del final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y hasta mediados de la década del 70 se construyó un modelo de sociedad que en el orden laboral dio lugar al advenimiento de la condición salarial.  En este contexto se fundan los sistemas de relaciones industriales con eje en la negociación colectiva, los pactos laborales y la seguridad social (Godio, 2001: 156-157).Desde la perspectiva keynesiana todo lo que pueda contribuir a frenar los despidos será algo bueno desde el punto de vista de la regulación social. Del mismo modo, todo lo que ayude a impedir la caída del salario evitará la espiral descendente hacia el subempleo. Por último, todo lo que se encamine a sostener el poder adquisitivo de los trabajadores contribuirá al mantenimiento del equilibrio del sistema (Cohen, 1998: 102). 
¿Por qué condición salarial? Básicamente, por el papel protagónico que cumplió el salario al funcionar como fuerza impulsora de la dinámica social. Tener un empleo seguro, trabajar en el sector terciario de la economía, cobrar el sueldo mensualmente, acceder a un título, o ejercer una profesión dentro de una empresa constituyen rasgos propios de la sociedad salarial.  En este sentido, también la condición salarial operaba como impulsora del progreso individual.
En este escenario tuvo un papel destacado el rol regulador del Estado en tres direcciones principales: 1. la garantía de una protección social generalizada (los trabajadores ya no estaban sujetos a las arbitrariedades de los empleadores), 2. el mantenimiento de los grandes equilibrios y el pilotaje de la economía (la economía e incluso la producción experimentaban diversos grados de planificación, según la orientación de las políticas implementadas por los cada gobierno), y 3. la búsqueda de un compromiso entre los diferentes actores en el proceso de crecimiento (la negociación entre los empresarios y los trabajadores teniendo al Estado como árbitro, se constituyó en un recurso fundamental para la convivencia entre las clases sociales e incluso, para el desarrollo y el crecimiento económico) . En el orden social uno de los mayores logros de la sociedad salarial fue la integración de los diversos sectores y clases sociales. Como las brechas no eran tan profundas y la distribución era más equitativa, las tensiones tendían a resolverse en la mesa de negociaciones. Otros logros de la sociedad salarial fueron la expansión del consumo masivo, el acceso de muchos trabajadores a la vivienda propia, y la participación de la mayoría en la actividad cultural y el goce del tiempo libre (Castel, 1997: 387). Como consecuencia de estas transformaciones disminuyeron significativamente la pobreza y la marginalidad.

iv. De la sociedad salarial a la cadena invisible (las dos últimas décadas del siglo XX y los inicios del siglo XXI)

En la primera década del siglo XXI, en el programa de televisión argentina “Poné a Francella” se emitía un sketch en el que el empleado Sambucetti tenía que estar dispuesto a hacer lo que su empleadora, la señora de Roble, le exigiera. Estas exigencias siempre iban más allá de las tareas que eran propias del trabajo que Sambucetti hacía en la empresa. El empleado tenía que disfrazarse, hacer lo que ella le pidiera, hasta llegar a los límites de esa exigencia. Al final, cuando todo terminaba, Sambucetti, con tono de alivio y resignación, pronunciaba esta frase: “gracias a Dios no perdí el trabajo”.
Con la crisis económica mundial de mediados de los 70 la sociedad salarial se derrumbó y las condiciones laborales se estructuraron alrededor del modelo de las competencias que, como resultado produjo una condición laboral que sujeta con una cadena invisible y promueve la servidumbre voluntaria. El modelo de las competencias. sustituye la exigencia de calificaciones en los trabajadores y se desplaza hacia el requerimiento de características personales que se añaden a la calificación. Las calificaciones de un trabajador están compuestas por sus conocimientos sobre la materia en la que desarrolla sus labores (saber) más sus aptitudes para desempeñarse en el puesto de trabajo (saber hacer). En conjunto, las calificaciones se resumen en la fórmula “saber + saber hacer”.  Las competencias, en cambio, se agrupan en el saber ser, que consiste en adquirir la capacidad de adaptarse a las exigencias de la empresa, orientar el comportamiento en esa dirección, controlar las actitudes ante los demás (directivos, colegas, clientes, etc.), poner en evidencia las aspiraciones y exhibir el deseo de progresar. La competencia, entonces es más amplia que la calificación, y la incluye. Lo que busca el modelo de la competencia es, por un lado, asegurar que los trabajadores sean leales a la empresa y, por otro lado, que ellos hayan internalizado el conjunto de requerimientos de este proceso de trabajo, que está compuesto por la plena disposición física, psíquica y temporal del empleado al servicio de la producción. En este nuevo contexto el empresario no remunera igual a todos los trabajadores que ocupan el mismo puesto, sino que le paga a cada individuo según la manera en que se desempeña en el puesto...(Durand, 101).
El modelo de las competencias en el orden laboral es funcional a los dos principios básicos que regulan la producción: 1. El flujo tenso. Este concepto remite al ensamble sin interrupciones ni fisuras de todas las partes que integran el proceso de producción de un bien o un servicio. Contiene en su esencia el imperativo de la economía de tiempo porque organiza el trabajo en tiempo restringido. En  este punto el modelo es heredero del toyotismo. 2. El trabajo en equipo (team work). Este componente es el complemento necesario del flujo tenso. Consiste en la reorganización del trabajo privilegiando su carácter colectivo. El trabajo en equipo requiere buena disposición para trabajar en grupo y compromiso de los empleados con los objetivos de la tarea. De manera indirecta esto implica estimular el esfuerzo individual dentro del grupo, lo que de algún modo lleva a alimentar la competencia entre quienes lo componen y, al mismo tiempo, supone un control del trabajo sin un controlador directo, porque la ruptura del flujo denuncia la falla en el conjunto. En este sentido, el trabajo en equipo es uno de los pilares de la implicación forzada de los trabajadores asalariados en los objetivos y valores de la empresa. El que no está en sintonía tiene muchas chances de quedar afuera.
Si dejamos de lado el aspecto humorístico de la referencia anterior al programa de Guillermo Francella, los conceptos de implicación forzada y servidumbre voluntaria expresan lo que tiene que hacer el trabajador si quiere conservar el empleo y aspirar a lograr mejores posiciones dentro de la empresa. Los trabajadores deben comprometerse a fondo en su trabajo porque no tienen otra alternativa si quieren conservar su empleo. Lo que predomina en la evaluación del desempeño es el comportamiento del trabajador y su nivel de implicación con los valores de la empresa. En función de eso las remuneraciones se fijan en forma individual, según se cumpla o no con el requisito de la implicación. Al mismo tiempo las remuneraciones se complementan con otros beneficios que no son retribuidos en dinero (concesiones dentro de la jornada laboral, incentivación de la creatividad, promesas de ascensos, generación de cargos, etc.). “Como hay efectivamente compensaciones no salariales para el compromiso en el trabajo, los empleados a menudo se ocupan en labores ingratas y las realizan lo mejor que pueden” (Durand, 24-25).

Referencias bibliográficas

Castel, Robert (1997): Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado. Buenos Aires, Paidós.
Cohen, Daniel (1998): Riqueza del mundo, pobreza de las naciones. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Durand, Jean-Pierre (2011): La cadena invisible. Flujo tenso y servidumbre voluntaria. México, Fondo de Cultura Económica.

Godio, Julio (2001): Sociología del trabajo y política. Buenos Aires, Editorial Atuel.

martes, julio 26, 2016

El periodismo y la justicia por pluma propia

Me gustan Foucault y Sloterdijk porque además de su preciosa erudición tienen esa fantástica percepción para poder extraer de un hecho, un acontecimiento, una obra de arte o una frase  puntual, la punta del ovillo que les permite luego desenredar la madeja y exponer frente a nosotros un estado de época, un problema filosófico o una condición de la sociedad. Quienes leyeron "Las palabras y las cosas" recordarán la remisión al texto de Borges y a "Las meninas" de Velázquez o, en "vigilar  y castigar",  el  inicio con la exposición de la condena del  caso Damiens, en 1757. Sloterdijk comienza su libro " Los hijos terribles de la edad moderna" con el recuerdo de una ocurrencia de Madame de Pompadour en una reunión social, curiosamente también en 1757, que luego se popularizó hasta llegar a nosotros: "después de nosotros el diluvio".
Por supuesto no pretendo ponerme a la altura de esos dos intelectuales. Hasta me ruboriza citarlos como pretexto para comenzar mi nota. Pero después de leer "Cristina presa", la columna de Jorge Lanata del sábado 23 de julio de 2016 en el diario Clarín, me dije que tenía que usar ese formato para dejar constancia documentada de lo que desde hace ya un tiempo se sostiene sobre el poder del periodismo para juzgar y condenar como un poder judicial paralelo, del tipo como el que en tiempos más nefastos llevaron adelante los poderes  paramilitares para ejecutar a sus víctimas por afuera de los marcos institucionales. Tómese esto como una analogía y no como una relación de igualdad. Si lo entendemos así hemos avanzado un montón, tal como le pasó a Freud cuando supo que los nazis quemaron sus obras y se alegró porque, se dijo a sí mismo, en otro momento me hubieran quemado a mí.
No creo que hacia atrás o hacia adelante podamos encontrar un documento mejor para que la historia cuente con un ejemplar del poder jurídico del periodismo político de nuestra época.  Cuando ustedes lo lean verán que la frase que da el título a esta nota es la sentencia con la que el periodista termina su columna. No vale la pena intentar un análisis de los considerandos que le permiten a él dictar sentencia. Sería entrar en el juego propuesto de nuestros días que consiste en enfrascarse en disputas interminables acerca de quién es más malo, más corrupto, más venal, más traidor, más panqueque, etc., etc. Verán que hay argumentos extraídos de los más diversos campos: jurídico (el "cumplimiento de la ley") político (la opinión de personajes políticos sobre el tema: Solá, Ocaña, Conti y las crónicas del momento), retórico (el uso de argumentos ad hominem y de modestas ironías), histórico (Juana de Arco, "la mentira setentista"), cultural, literario o cinematográfico (cita una película de Tarkovski, -"El sacrificio"-). Ninguno de ellos, sin embargo, tiene mayor peso que el de la opinión sobre los mismos asuntos que pudiera expresar cualquiera de nosotros, sólo que, ninguno tiene semejante atril para decir lo suyo. Lo que importa es que una vez que junta todos sus pareceres dicta sentencia: "Por eso Cristina tiene que ir presa".
Lo que tiene de valioso la columna es su carácter testimonial de un estado de situación del  cual se habla mucho pero que, hasta donde llega mi información, hasta ahora no contaba con una sentencia escrita como ésta. Es cierto, unos días antes, Alfredo Leuco también firmó la sentencia y nos dio su palabra pero en un editorial televisivo. A mi juicio, la  columna de  Jorge Lanata tiene la fuerza de la escritura capaz de hacer que la historia la utilice para explicar más adelante en qué consistió el poder judicial o jurídico del periodismo en los inicios del siglo XXI.
Pero el carácter jurídico y corporativo del periodismo no termina ahí. En la nota de Horacio Verbitsky del domingo 24 de julio de 2016 leemos lo siguiente:

Las demandas de la ex presidente CFK contra periodistas y diputados que formularon acusaciones temerarias en su contra no son el mejor camino para quien ocupó la máxima posición institucional durante ocho años, durante cuyo transcurso cumplió con la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y despenalizó los delitos de calumnias e injurias en casos de interés público. La ley dictada en 2012 como culminación del caso Kimel suprimió la sanción penal y dejó abierto el camino para las acciones civiles por daños, pero con las condiciones que fija la vasta jurisprudencia en materia de libertad de expresión consolidada por numerosos pronunciamientos de los sistemas americano y europeo de protección de los derechos humanos. Cristina ya no es funcionaria y se declara cansada de que digan cualquier cosa de ella y de sus hijos. Pero haber salido del gobierno no la convierte en una persona privada, ya que se debaten actos de interés público realizados cuando lo presidía. Quienes lo señalan son o legisladores en ejercicio de sus funciones o periodistas que ejercen la libertad de expresión, un derecho indispensable para la existencia de una sociedad democrática, según aquella jurisprudencia. Esto no cambia por el carácter burdo y malintencionado de las diatribas que padece, ya que los principios y derechos se defienden aun cuando su ejercicio sea repugnante, porque está en juego el interés colectivo superior de proteger un debate político robusto y desinhibido. En el caso de informaciones falsas, la Convención Americana de Derechos Humanos contempla el derecho de réplica o rectificación, que puede ser exigido judicialmente (las cursivas son mías).

Si entiendo bien el fondo del argumento de Verbitsky, en virtud del sacrosanto derecho a la libertad de expresión la corporación periodística judicial queda a buen resguardo y se posiciona por encima del peligroso y auto-concedido poder de juzgar y condenar (o exculpar)  que esa misma corporación ejerce públicamente sin que haya ninguna restricción que se lo impida como no sea la de creer en la ingenuidad que el mismo Verbitsky menciona de, en caso de resultar uno afectado, exigir judicialmente el derecho a réplica o rectificación como si esa posibilidad estuviera exenta de ser manipulada u orientada por ese mismo poder periodístico judicial o por los otros poderes del estasblisment. En cuanto al "interés colectivo superior de proteger un debate político robusto y desinhibido", me siento en peores condiciones que Diógenes en busca del hombre para dar con un ejemplar de discusión política que reúna las cualidades que menciona el periodista.
Dos consideraciones finales. La primera tiene que ver con la imposibilidad real de modificar este estados de cosas simplemente porque pertenece a un componente estructural de la época en lo que se refiere en la construcción y transmisión de formatos y contenidos culturales. Los periodistas ocupan hoy el centro de la escena en la que se definen las formas masivas de pensamiento y opinión. Como en otro tiempo lo ocuparon los filósofos, los monjes, y los profesores y maestros, ahora les toca a ellos llevar adelante esa función dentro de la estructura de poder del momento.  Es poco probable que las redes sociales puedan quitarle ese lugar a los periodistas en el mediano plazo.

La segunda consideración me permite recordar que llamar la atención sobre esto no es nada original. Cualquiera puede remitirse a textos de autores de mayor fuste para profundizar acerca de los peligros del ejercicio del periodismo moderno. Karl Kraus ("contra los periodistas y otras contras"), Pierre Bourdieu ("sobre Karl Kraus y el periodismo" y "La influencia del periodismo", Umberto Eco ("Crítica del periodismo", además de su novela "Número cero"), Pierre Rosanvallon ("La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza"), Niklas Luhmann ("La política como sistema" y "La realidad de los medios de masas") pueden ser un buen punto de partida para empezar a leer sobre este mal de la época y entender el problema dentro del cual estamos nosotros encuadrados.

viernes, julio 08, 2016

Deslegitimación y destrucción de la política: comunicación negativa, poderes de control y apelación a los valores

Por deficiencias propias de las administraciones y oportunismo ajeno de las oposiciones la actividad política en las democracias contemporáneas exhibe una tendencia hacia la des-legitimación permanente de los gobiernos elegidos por mayoría.  Este proceso se traduce en desconfianza hacia el sistema político en general, y la democracia en particular y es el resultado del aprovechamiento por parte de todos los actores del sistema (gobierno, oposición, movimientos sociales, MMC, corporaciones, etc.) de la desconfianza de la población en los gobiernos y en las elecciones. El proceso de deslegitimación se lleva a cabo a través de la puesta en acto de dos grandes estrategias o recursos:
1. Producción de comunicación política negativaComunicación política negativa es  aquella producida de manera deliberada por un conjunto de emisores organizados con la finalidad de desinformar, confundir y escandalizar a los receptores a los que van dirigidos sus mensajes. La comunicación negativa tiene una usina, dos grandes grupos de voceros, dos espacios de difusión bien definidos y dos beneficiarios que se excluyen mutuamente pero son funcionales uno al otro. La usina de la comunicación negativa es el conjunto de factores de poder que construye estrategias discursivas (argumentos racionales y/o emocionales) que sostienen sus intereses sectoriales. Sus voceros son los periodistas y los políticos parlamentarios (en general, los legisladores). Los espacios sociales privilegiados donde se expresa la comunicación negativa son los medios de comunicación y el parlamento. Finalmente los beneficiarios son indistintamente el gobierno y la oposición, según la dirección en la que se orienta la producción de esta comunicación.
2. Formación de contrapoderes. La otra ruta que conduce a la deslegitimación es la que Pierre Rosanvallón (2007) denomina contrademocracia y que consiste en la formación y el avance de los contrapoderes. El fervor por la legitimidad de ejercicio desplaza o minimiza la importancia de la legitimidad de origen y, al mismo tiempo, impulsa la formación de contrapoderes. Los contrapoderes despliegan un conjunto de formas indirectas del ejercicio del poder que se activan en la periferia del sistema, cuestionan el funcionamiento de las instituciones y son más eficaces cuanto más las debilitan. Según este autor actúan como una fuerza material de resistencia práctica a los poderes legitimados sólo por el voto, y se constituyen en un problema, una sanción y un cuestionamiento a lo instituido. Los contrapoderes se manifiestan de manera permanente, sin restricciones y se presentan agrupados en tres grandes conjuntos:
2.1. Poderes de control. Los poderes de control se presentan en tres modalidades: Como vigilancia, como denuncia y como calificación.
* La vigilancia puede ser de dos tipos. Por un lado, la vigilancia cívica que es una vigilancia directamente política y se manifiesta por medio de intervenciones en la prensa o en asociaciones (por ejemplo, sindicatos o cámaras empresarias), haciendo huelgas o peticionando. La protesta y el llamado de atención son sus expresiones más eficaces. Por otro lado, la vigilancia de regulación que es indirecta y se caracteriza por ser evaluativa y crítica de los gobernantes.
* La denuncia se sostiene en la figura del escándalo y tal vez sea uno de los recursos más utilizados por los contrapoderes que, por medio de sus voceros, la utilizan para producir comunicación política negativa. También cumple una función de agenda y produce un triple efecto: de institución, de moralización (en el sentido de ausencia de transparencia), y de afectación de la reputación de los políticos y los gobernantes.
* la calificación es una especie de evaluación de las administraciones y la política que pretende documentar y argumentar técnica y cuantitativamente el desempeño y las acciones de los funcionarios. También, en este caso se vigila o se pone en juego la reputación, pero ya no de orden moral sino de orden técnico, de competencia o de idoneidad de los gobernantes.
2.2. Poderes de sanción y obstrucción. Estos poderes se organizan en coaliciones que, en conjunto, le dan forma a un poder sustentado en la capacidad de impedir.  Según Rosanvallón no necesitan ser coherentes, y por eso son frágiles y volátiles (en nuestro país sobran los ejemplos de “alianzas” construidas para llevar adelante esos propósitos). Por lo general se expresan en el bando de la oposición y constituyen “una democracia de rechazo frente a una democracia de proyectos”. Mantienen una confrontación permanente de vetos e impugnaciones que provienen de grupos económicos, sociales y políticos, apoyados en una población siempre dispuesta a favorecer los obstáculos capaces de frenar las acciones de gobierno.
2.3. Poderes de enjuiciamiento y judicialización de la política. Se espera de los procesos judiciales lo que no se obtiene en las elecciones. La democracia del debate y la confrontación le deja su lugar a la democracia de imputación. Se impone el juicio como procedimiento de puesta a prueba de los comportamientos.  Es una especie de política de la política (metapolítica) considerada superior a las elecciones porque produce resultados más tangibles. La judicialización de la política no busca el ejercicio de la justicia distributiva o de mayor equidad sino una falsa justicia represiva, de sanción y estigmatización del sistema y de los políticos vistos como sospechosos y defraudadores voluntarios. Parece que se condena  a las personas, pero se termina enjuiciando al sistema.
La apropiación ciudadana de los contrapoderes conduce a devaluar y disminuir el poder legal. Con estas prácticas y estas estrategias conducen a la des-legitimación de los gobiernos surgidos del voto popular y, con ello, contribuyen al desencanto democrático.  Al mismo tiempo debilitan la capacidad de la sociedad de entender la política como un proceso complejo que debe  captarse y entenderse como una totalidad y no  por episodios o eventos aislados e inconexos. Lo que los contrapoderes ganan en control, obstrucción, impugnación e imputación lo pierde la sociedad en visibilidad y en legibilidad del conjunto. Se presta demasiada atención a cada hecho, evento o episodio de la coyuntura política, económica, educativa o de cualquier otro ámbito, y se pierde de vista el carácter complejo, sistémico y estructural del funcionamiento democrático.
Según Rosanvallón cuando el ejercicio de estos poderes indirectos degenera, se instaura la antipolítica que no es otra cosa que la tendencia contemporánea a la disolución de lo político. La antipolítica es la consecuencia patológica del control, la obstrucción y la sospecha que termina en la estigmatización compulsiva y permanente de los gobernantes, hasta el punto de constituirlas en fuerza enemiga, radicalmente exterior a la sociedad. Concibe el poder como una máquina siniestra de conspirar y complotar. Es un verdadero problema contemporáneo, una patología de la política de nuestro tiempo:se busca tanto la transparencia política que se termina abandonando la búsqueda de la construcción de un mundo común. Se está más atento a la moral y las cualidades de los políticos que a la búsqueda del bienestar o del interés general. En pocas palabras, la antipolítica es heredera de un estilo de ridiculización política ilustrado principalmente por la prensa y los MMC que asumen una perspectiva pesimista y desilusionada, a partir del ejercicio de la comunicación negativa, que no busca tanto cambiar el curso de las cosas como disminuir y abuchear a los funcionarios.
En simultáneo, el sistema pretende re-legitimar la democracia y el  funcionamiento del sistema político apelando a los valores. Con la prédica de valores el sistema se hace inseguro e inestable porque a la hora de decidir tiene que optar por opciones concretas y, muchas veces, contrarias entre sí. Mientras los valores intentan legitimar el sistema, las decisiones ayudan a acrecentar las tensiones. En este contexto, para seguir actuando en política hay que incluir en los discursos y exposiciones, apelaciones a la paz, la libertad, el consenso, el diálogo, etc., sabiendo que los problemas que el entorno le plantea al sistema exigen otras fuentes donde abrevar y otros recursos para funcionar. Esta forma de legitimación es inconducente porque olvida la separación entre la forma que la política elige para adoptar soluciones y los problemas estructurales de la sociedad moderna que no guardan ninguna relación con esos valores. Al hablar de valores lo que se pretende ocultar es la autorreferencia de la política, el hecho objetivo de que la política y todos sus actores trabajan para sí mismos. Se prefiere que no se note que muchos de los valores que se usan para armar el discurso democrático de la política actual, muchas veces se contradicen entre sí (paz/justicia, libertad/igualdad). Pero no deja de ser un trabajo interesante de los políticos hablar siempre sobre valores porque lo que se sabe es que hablando no se decide. Para decirlo de otro modo, el sistema habla de valores pero gobierna tomando decisiones concretas. Cuando uno se da cuenta de todo esto advierte que la diferencia de programas entre partidos es una ficción con la que hay que contar para que el sistema político siga haciendo su trabajo y cumpliendo con su función, porque lo que no puede dejar de hacer es seguir tomando decisiones.

Bibliografía citada

Rosanvallón, Pierre (2007): La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires, Ediciones Manantial.
--(2009): La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad. Buenos Aires, Ediciones manantial

Torres Nafarrate, Javier (2004): Luhmann: la política como sistema. México, fondo de Cultura Económica