El concepto de normalidad, en nuestra época tiene mala prensa. Sin embargo, es una noción de la que no se puede prescindir. El concepto de normalidad es necesario para el mantenimiento del orden social y la constitución del sentido de lo aceptable entre los miembros de la sociedad. Se predica lo normal o lo anormal de algo que pasa o que sucede y no de las personas. La normalidad es una propiedad social de los hechos y no de la gente. Si la gente no cuenta con un parámetro más o menos flexible pero colectivamente presente de lo que puede esperar que suceda o que se haga con la aprobación de esa misma gente (o con la conciencia de que en caso de no hacerlo de esa manera no será aprobado por los demás), la sociedad en su conjunto pierde el sentido de la orientación y con ello el rumbo hacia dónde se encuentra lo que se considera socialmente esperable y aceptable.
Podríamos definir
la normalidad social como el criterio de aceptabilidad colectiva con el
que la gente actúa, juzga y valora las acciones propias y las de las demás
personas o grupos. Como todo hecho social la normalidad es una construcción
colectiva. De la interacción social surgen criterios de aceptabilidad de dos
grandes clases. Por un lado, criterios de aceptabilidad éticos, relacionados
con la corrección de las acciones públicas que a la postre serán juzgadas como
normales (es decir, aceptables y esperables) y, por otro lado, criterios de
aceptabilidad estéticos, relacionados con la afectación del gusto y la
sensibilidad colectiva de una época y lugar.
Cuando se flexibiliza el concepto de normalidad social y cultural los
sujetos sociales pierden el sentido y la noción de lo positivamente aceptable y
se esparce entre ellos un cierto aire relativista. Cuando el concepto de
normalidad social y cultural se congela y se vuelve rígido se impone en los
miembros de la sociedad una mirada fundamentalista sobre los mismos hechos. En
el primer caso el criterio de normalidad se desvanece e impera la idea de que
todo es según la mirada subjetiva de cada cual. No hay, en este caso, ningún
criterio social regulador. En el segundo caso, el criterio de normalidad se
petrifica y entonces, todo lo que no encaja con él es desechado por diferente y
considerado nocivo, peligroso o, como diría Durkheim, patológico.
En situaciones sociales críticas o de crisis, puede llegar a normalizarse
el lado negativo de aceptabilidad. Entonces, lo que hasta ese momento era
inaceptable se vuelve normal. Por lo general, esto sucede cuando los límites
culturales que regulaban lo correcto y agradable se desdibujan y la atmósfera
cultural comienza a ser insensible a los cambios que se suceden y las nuevas
prácticas sociales cuestionan las creencias, los valores y los comportamientos
tomados como normales hasta ese momento. El uso de la violencia, por ejemplo,
se normaliza como medio de comunicación en los sistemas de interacción; el
desaseo se instala como forma aceptable de presentación ante los otros.
En esta nota distinguimos dos grandes enfoques a partir de los
cuales puede explicarse el concepto de normalidad social. El primero de ellos
atiende a la forma en que se construye. El concepto de normalidad se
construye socialmente. Dentro de la tradición sociológica esa construcción
reconoce dos fuentes principales. El representante de una de esas fuentes es
Durkheim y el de la otra es Foucault. La
fuente que, según Durkheim, construye el concepto de normalidad es la estadística.
La fuente, para Foucault, es el ejercicio del poder sobre la producción
de discursos.
El segundo enfoque está orientado a la composición, función
y efectos que la noción de normalidad produce sobre la dinámica de la
sociedad. El mayor exponente de esta perspectiva es Luhmann. Para este autor la
normalidad social está compuesta de expectativas colectivas, que
contribuyen a modelar un orden social cuyo efecto principal es dotar de
sentido a las acciones y comunicaciones de los individuos dentro de los diferentes
sistemas sociales (la familia, la escuela, la justicia, la religión, la
economía, etc.).
1.
El concepto de normalidad como
construcción social
1.1.
Durkheim:
normalidad estadística
La normalidad
estadística resulta de tomar como normal lo que hace la mayoría de la gente. La
expresión que defiende la normalidad estadística es “la mayoría lo hace”. Para Durkheim
la normalidad es definida con un criterio moral y, por lo tanto, a partir de
este concepto se construye un prototipo del individuo deseable. Esto quiere
decir que lo normal presenta el doble carácter de tipo y valor[1], y ese doble
carácter le otorga la capacidad de ser “normativo” o, lo que es igual, la
propiedad de coincidir con aquello que colectivamente podría tomarse como las
expectativas que la gente debería tener con respecto de determinadas formas de
ser, hacer y parecer.
Para Durkheim, la
contracara de lo normal es lo patológico. En una versión más actualizada y
menos cargada de valoraciones negativas podríamos hablar de “diferente” en
vez de patológico. Lo normal y lo diferente son como las dos
caras de la moneda. En este sentido, las
"diferencias sociales" están constituidas por todo aquello que en una
sociedad es considerado como apartado o alejado de lo que hace la mayoría o el
promedio de la gente.
El criterio que
usa Durkheim para establecer cuáles son los fenómenos que se pueden encuadrar
dentro de lo normal y cuáles son aquellos que hay que considerar diferentes es
un criterio meramente estadístico. Lo normal, podríamos decir, coincide con
aquello que es bien visto, aceptado y aprobado por la gente (este es su aspecto
valorativo) y, por lo tanto, es aquello que pasa con más frecuencia (este es su
aspecto estadístico). Por eso, un fenómeno social es normal si es frecuente, y
es esa frecuencia la que le otorga un valor moral. El valor de normalidad de un
fenómeno social depende de su coincidencia con el tipo medio, es decir con
aquello que, en promedio, sucede o se presenta con mayor frecuencia.
Supongamos, por
ejemplo, que, en algún momento, en una sociedad hipotética, se tomó una muestra
de treinta y cinco niños y se midió el grado de aplicación escolar en cada uno
de ellos. Los investigadores concluyeron que los niños en edad escolar
considerados socialmente muy aplicados eran los que cumplían con
criterios tales como hacer los deberes, respetar las consignas de los maestros,
no faltar a clase y concurrir limpios al colegio. Los que cumplían siempre y
con todos esos requisitos se posicionaban en el extremo derecho debajo de la
curva en el que se encuentran pocos casos de alumnos de los que puede
predicarse que son “demasiado aplicados”.
Los que no cumplían nunca y con ninguno de esos requisitos estaban
ubicados en el extremo izquierdo debajo de la curva y eran encuadrados dentro
de los alumnos considerados “nada aplicados”. Cerca de ambos extremos
hay pocos alumnos que reúnan la condición de “demasiado aplicados” y de “nada
aplicados”. A medida que nos acercamos al centro el número de alumnos aumenta.
Los que cumplen frecuentemente con la mayoría de los requisitos son los que se
posicionan alrededor del punto medio y son los que conforman la media normal
que cumple con las pautas de aplicación.
Si quisiéramos expresar gráficamente esta postura podríamos recurrir al trazado de una curva de este tipo:
Esta
es una curva normal en la que en el eje horizontal se expresa la
gradación de un determinado aspecto que es el que se está evaluando. Ese
aspecto o “variable” está construido a partir de criterios extraídos de las
expectativas de comportamiento que tiene la gente con respecto a los demás, en
un determinado momento y lugar. En el eje vertical, se anota el número de casos
que han sido evaluados en relación que el comportamiento que se está
considerando. Los casos comprendidos dentro de la curva y más cercanos a la
media son “los más normales”. A medida que los casos se alejan de la media
comienzan a mostrar comportamientos no esperables por la mayoría de la
sociedad. Esto indica que se alejan de la normalidad y se aproximan a los
estados considerados socialmente diferentes o estadísticamente desviados del
tipo medio.
En
resumen, Para Durkheim lo normal estará directamente vinculado con dos
factores, uno numérico: la cantidad de casos; y otro social y moral: la
organización y cohesión[2].
La organización y la cohesión social son, para Durkheim, los signos de una
sociedad saludable. La anomia, la atomización y la dispersión son síntomas de
estados sociales diferentes o problemáticos en relación con la normalidad
esperada.
Si mantenemos
nuestro criterio deliberadamente simplificador, podemos decir que en nuestro
tiempo impera una concepción crítica de la normalidad tal como fue entendida
por Durkheim. En su reemplazo y como fruto de esa crítica se instaló
socialmente una noción de normalidad deconstruida
por Michel Foucault.
1.2.
Foucault:
Normalidad disciplinaria
Según Foucault, la
normalidad derivada del ejercicio del poder es la que se construye produciendo
e imponiendo explícita o implícitamente los discursos que “dicen” qué es normal
y qué no lo es. La inclusión social se obtiene a partir del ejercicio del poder
disciplinario ejercido sobre la gente por las instituciones sociales como la
familia y la escuela, mediante el uso de las técnicas de vigilancia, las
sanciones normalizadoras y el control permanente.
Según este autor
todo código normativo es relativo a un contexto
histórico, social y cultural, y se impone a los sujetos mediante recursos
coactivos que se sostienen en determinadas prácticas en las que el saber y el
poder ofician de herramientas puestas al servicio de los puntos de vista
dominantes en la sociedad, que por lo general coinciden con los de un
determinado sector o clase social. Es como decir, por ejemplo, que el modelo de
familia normal es el que procede de la familia tipo de clase media
urbana. En ese esquema, cualquier otro “formato” familiar sería juzgado como
desviado por el tipo de normalidad construido por Durkheim. Como dice Habermas[3],
para Foucault las prácticas son “regulaciones de las formas de acción, y
costumbres consolidadas institucionalmente, condensadas ritualmente y, a menudo
materializadas en formas arquitectónicas”. Esas prácticas son el producto de la
victoria de la razón reglamentadora que emerge en la modernidad y que
mantiene disciplinadas tanto la naturaleza y las necesidades del organismo
particular como la dinámica social de una población entera[4].
Así,
según este enfoque, la familia, la escuela, la fábrica y la cárcel oficiarían
de mecanismos normalizadores en la medida que los niños, los jóvenes, los
trabajadores y los presos son sometidos a los criterios de los padres, los
maestros, los propietarios de los medios de producción y los representantes de
la justica que, a su vez, responden a sus propios conocimientos y a sus
particulares esquemas valorativos tomados como dominantes. Por otra parte, y si
esto es así, lo normal es una cuestión de clase, contexto, tiempo y lugar, ya
que los sistemas de reglas son siempre construidos culturalmente y, por lo
tanto, responden a precisas condiciones sociohistóricas.
Si
lo normal es el resultado de un proceso productivo normalizador, la pregunta
que cabe es ¿cuál es el mecanismo de producción que pone en marcha semejante
aparato de control y disciplinador? Según Foucault lo normal surge de la
producción y la circulación de discursos. Un discurso es cualquier cosa que se
usa para que los demás entiendan el sentido o el significado de lo que se
quiere expresar. Un afiche, un tema musical, un libro de texto, o un artículo
periodístico son, en este sentido, discursos sociales. Los discursos, una vez
en circulación,
producen determinados efectos. Esto quiere decir, entre otras cosas, que, con
los discursos, además de producir sentido, se produce también una fractura
social que divide a las prácticas sociales entre aquellas que están en sintonía
con el sentido y se aceptan como normales y aquellas que se desvían de lo
normal y quedan afuera del circuito caratulándolas como socialmente desviadas,
diferentes o anormales. Según este punto
de vista, en cada época y lugar, quien elabora el discurso dominante (y
tiene capacidad para imponerlo mediante diferentes dispositivos de comunicación)
organiza una manera de entender lo que pasa. Es decir, organiza el mundo estableciendo
qué es normal y qué no lo es.
De esta manera, si lo normal
es una producción, ningún criterio que dictamine qué es normal y qué no, puede
ser estable o eterno. No hay normas o criterios socioculturales fijos o
inmóviles. Por eso, para la línea teórica iniciada en Foucault la normalidad es un sistema práctico e
ideológico de apropiación de conceptos y enunciados dentro de un saber, es
decir, una construcción, un objeto, que
incluye una práctica social y el ejercicio del poder.
Este enfoque tiene
dos derivaciones importantes: una individual y la otra social. En cuanto a los
individuos, Foucault entiende las prácticas educativas (tanto familiares como
escolares) como formas sutiles e “indirectas” de represión que afectan y
"encarrilan” sin violencia (o, en todo caso, a partir del uso de una violencia simbólica) a los sujetos a
través, fundamentalmente, de los procesos de socialización. El poder de
normalización determina dónde finaliza el orden y dónde comienza el desorden,
pero sin obligar ni inhibir las capacidades de la gente; al contrario, induce a
la gente a comportarse “como corresponde”, según los parámetros de normalidad
construidos discursivamente (pensemos el mismo ejemplo que utilizamos para
explicar la normalidad de los alumnos según Durkheim, pero desde este punto de
vista). Por otro lado, y como consecuencia de lo anterior, lo normal, al
ordenar las prácticas de los sujetos, es decir, al normalizarlas, también
ordena el funcionamiento de la sociedad, pues dictamina, de algún modo, “cómo
hay que ser y hacer, para pertenecer”.
En síntesis, Michel Foucault con este análisis, busca
exhibir la eficacia de los discursos dentro del conjunto de prácticas sociales
realizadas en el eje "discurso-saber-poder". De esta forma, la normalidad
es un producto de la actividad discursiva y se constituye en un sistema
constructivo cuya táctica está orientada a permitir un determinado dominio
social a través de la producción de criterios normativos y valorativos.
Como vemos,
mientras para Durkheim la “acción social normal” encuentra su explicación en la
frecuencia con que se acatan las normas, valores o ideologías que están por
encima de los miembros de la comunidad, para Foucault esas mismas acciones se
explican por el carácter represivo que ejercen los discursos sobre las
conciencias de los sujetos a través de los mecanismos de socialización puestos
al servicio de los sectores dominantes de la sociedad.
Puede que uno y
otro tengan razón. Pero lo cierto es que la normalidad como noción construida
socialmente y sostenida en determinados criterios específicos de cada ámbito de
aplicación (o sea para hablar socialmente de familias normales, escuelas
normales, alumnos normales, padres normales, trabajadores normales etc.)
“sirve” como patrón de medida para que la sociedad funcione más o menos
cohesivamente, aun cuando esos criterios procedan, como dice Foucault, del
punto de vista de los sectores dominantes. La ausencia de ese “espejo” donde
mirarse para obtener los comportamientos esperables deriva en la anomia que diagnostica
Durkheim.
2.
Composición y función del concepto de normalidad
social
2.1.
Luhmann:
combinación de expectativas y mantenimiento del orden social
Para
Luhmann, la normalidad es un emergente social que surge de
la relación entre expectativas y decepciones. Las expectativas, sobre todo las
colectivas, son los elementos que componen la estructura más o menos estable
que hace posible el funcionamiento de la sociedad. La estructura
es la sintaxis social que limita las posibilidades combinatorias de los acontecimientos
con el fin de generar acciones sociales y comunicaciones que satisfagan las
expectativas que la sostiene. Dicho de otra manera, las estructuras
de la sociedad, por medio de las expectativas, definen los
límites impuestos a la combinación de acontecimientos que, a la postre, serán
considerados socialmente normales.
Las expectativas
son conocimientos o creencias subjetivas o colectivas relacionadas con el curso
futuro de los acontecimientos acerca de los que se sabe que puede pasar
(expectativas
cognitivas) o acerca de lo que se cree que debe pasar
(expectativas
normativas). Frente a un acontecimiento uno
no espera que a continuación suceda cualquier cosa. Uno espera que el
acontecimiento siguiente esté encuadrado dentro de un menú de opciones posibles,
que considera normales. Si la
expectativa se cumple, entonces queda satisfecha por el acontecimiento. Si la
expectativa no se cumple, entonces desilusiona. Por eso, las expectativas
nos permiten evaluar los acontecimientos con la distinción satisfacción/desilusión.
Las
expectativas satisfechas regularmente se institucionalizan. Las instituciones
son dispositivos culturales que, con el propósito de sostener el orden social,
tienen como función volver a poner en pie las expectativas que fueron decepcionadas.
Para eso, las instituciones se hacen cuerpo en normas que surgen del cumplimiento recurrente de las expectativas
tanto en el orden cognitivo (pasa lo que se cree que va a pasar) como en el orden
normativo (pasa lo que se espera que debe pasar). Si las expectativas
decepcionadas son cognitivas, entonces se enseña aquello que ayudará a
satisfacerlas; si las expectativas decepcionadas son normativas, entonces se sanciona,
para que no se vuelva a transgredir la norma: “Se
trata esencialmente de explicaciones de la decepción y de la sanción
—aplicables según si las expectativas decepcionadas fueron cognoscitivas o
normativas. Las declaraciones
de la decepción sirven para volver a la normalidad la situación”.[5] En otras palabras, las instituciones
sirven para hacerse cargo de las decepciones como acontecimientos consumados
(que sucedieron, pero debían no haber sucedido), o acontecimientos posibles
(que pueden no suceder, pero a veces suceden), con el propósito de restituir la
normalidad de las expectativas.
Muchas
de nuestras expectativas están orientadas a la evaluación de las acciones
ajenas a partir de lo que consideramos socialmente normal. Cuando
las expectativas orientadas al comportamiento de otros (ya sean cognitivas o
normativas) se estabilizan y se generalizan, definen los límites de las
conductas aceptables, propias y ajenas y pasan a ser consideradas
socialmente normales. Como dice Luhmann, las normas fijan los límites de la
realidad significativa utilizada para sostener las expectativas ya comprobadas
y socialmente aceptadas: “La esquematización
de correcto/falso, aceptable/ inaceptable, normal/anormal o, finalmente,
derecho/ no derecho, se encuentra, tomando en cuenta ambos lados
de la distinción al interior
del orden social.” Y nos advierte: “La única alternativa a
esta normatividad fundante es, como lo ha subrayado
Durkheim, la anomia.”.[6]
Una vez que se
estabilizan socialmente, las normas contribuyen a consolidar el orden social
fijando las pautas que definen la normalidad sociocultural. La
normalidad
sociocultural es un constructo compuesto de requisitos
de comportamientos que satisfacen expectativas colectivas previamente
institucionalizadas. Esos requisitos funcionan como pautas de orientación y
criterios culturales de evaluación de los comportamientos, y definen la
posición de la conducta dentro del rango de aceptabilidad social en un momento
y tiempo determinados.
El cambio
social y, por tanto, la mutación del contenido de la
noción de normalidad resulta de la modificación de expectativas. La sociedad
cambia su concepto de normalidad cuando se
modifican las expectativas. Un cambio en la manera de vestirse, una
forma de presentarse en una reunión, una transformación en el lenguaje, pueden
generar situaciones que alteren las expectativas vigentes hasta ese momento
respecto de esos acontecimientos. Analizar
tales situaciones requiere observar las transformaciones de los
elementos y el funcionamiento de las instituciones (la familia, el sistema
educativo, las creencias y ceremonias
religiosas, los sistemas de interacción, la
economía, etc.). Lo que antes permitía que
la sociedad mantuviera sus expectativas, ya no
lo hace; acontecimientos que antes, dentro de una determinada estructura
resultaban aceptables, ahora no se admiten; prácticas que en otro
momento resultaban inadmisibles, ahora son incorporadas al repertorio de
conductas consideradas normales.
Sin
embargo, el cambio sólo es posible mientras quede asegurada la continuidad del
funcionamiento de la sociedad
dentro de un orden cuya continuidad resulte aceptable. Por eso Luhmann recalca
que el límite
para cambios estructurales (es, decir, para el cambio
de expectativas) se encuentra en la función de las
estructuras que consiste en limitar las posibles combinaciones de elementos
(acciones y comunicaciones) para que el sistema pueda seguir funcionando.
En relación con este requerimiento simultáneo de cambio y autoconservación social, cada situación presenta, al mismo tiempo, tres posibilidades. En primer lugar, una acción o una comunicación se vincula con otra dentro de un marco estructural en el que las expectativas convergen. El otro y yo nos saludamos cuando nos encontramos, y respetamos las convenciones vigentes para ese tipo de intercambios. En este caso, uno y el otro, en sus interacciones, mantienen una sintonía de expectativas más o menos convergente. Todo es, y parece normal. Una segunda posibilidad es que una acción o una comunicación se enlace con otra a partir de expectativas divergentes. Aquí, uno y el otro interactúan bajo expectativas valorativas diferentes. Dentro de un contexto o de un ámbito de formalidad uno saluda al otro respetando las normas de cortesía y el otro responde el saludo ignorando esas normas y acentuando el acercamiento y la confianza. Las expectativas de uno, y su lectura de la normalidad social son puestas en entredicho por las acciones y comunicaciones del otro. Por último, la autoconservación exige que el cambio social tenga un límite. Esto quiere decir que las transformaciones o alteraciones en las expectativas que regulan los intercambios lleguen hasta el punto en que más allá de ciertos márgenes de aceptabilidad, el funcionamiento del sistema vea peligrar su continuidad. En el ejemplo anterior, el otro responde el saludo de uno, con un insulto. En resumen, la relación cambio/autoconservación se da bajo condiciones de expectativas relativamente convergentes, expectativas divergentes, y limitación de las divergencias, pero nunca bajo el mantenimiento y el éxito permanente de todas las decepciones al mismo tiempo. Dentro de este marco teórico que propone Luhmann, el cambio sociocultural y el pasaje de un concepto de normalidad social a otro es siempre cambio limitado de expectativas respecto del direccionamiento, la orientación y la realización de acciones y comunicaciones.
[1] Cfr. Caponi,
Sandra: Lo normal como categoría sociológica.
En: https://www.bu.edu/wcp/Papers/Soci/SociCapS.htm.
Última consulta: 23-02-2024
[2] Ídem.
[3]
Habermas Jürgen (1989): El discurso filosófico de la modernidad. Buenos
Aires, Ed. Taurus. P. 290-291
[4]
Ídem, pág.293-294
[5] Luhmann, (1998): Sistemas sociales. Lineamientos para una
teoría general. Madrid, Editorial Anthropos. P. 303
[6] Luhmann,
(2005): El
derecho de la sociedad. México,
Editorial Herder. P. 209