Al día de
hoy todos estamos preocupados por el aumento de la violencia en las relaciones
interpersonales. Desde una perspectiva antropológica el comportamiento humano es un sistema
complejo en el que intervienen condiciones bioculturales y psicosociales. Una
distinción conceptual necesaria para la comprensión del fenómeno que nos
interesa es la que existe entre agresividad y violencia. Mientras la agresividad es un rasgo del
comportamiento de carácter adaptativo inherente a todas las especies animales,
la violencia es una propiedad emergente
de los vínculos que el sistema de comportamiento mantiene con su entorno
biológico, social y cultural. La presión del entorno sociocultural sobre el sistema de
comportamiento humano es clave para entender la transformación del impulso
agresivo en violencia (un ejemplo claro es el del hacinamiento). La violencia
es una expresión cultural; "es el efecto socialmente reconocido de la
agresividad".[i]
Para
la sociología de raíz sistémica la violencia puede ser considerada como un instrumento
inhibidor de los medios de comunicación
simbólicamente generalizados dentro de los sistemas de interacción. La
interacción es un tipo de sistema social que se caracteriza por la co-presencia
física y la percepción mutua de quienes participan en ella. En la interacción
percibimos, entre otras cosas las exigencias y demandas de nuestro interlocutor
y la forma en que las expresa. Quien usa la violencia con otros se comunica a
partir de ella impidiendo que su ocasional víctima pueda responder de otra
manera. En este sentido, la violencia anula el uso de otros medios de
comunicación: reemplaza a la palabra en la conversación, al dinero en el
intercambio de bienes y servicios, al amor en las relaciones afectivas, al
poder en el ámbito de la política, a la fe en la comunión religiosa. En el
extremo del uso de la violencia, quien mata interrumpe la comunicación.
En nuestro tiempo podemos reconocer dos grandes formatos
capaces de absorber la violencia contemporánea. Una de las formas en que se
ejerce la violencia es mediante la organización de sus ejecutantes. La violencia organizada, en general,
procede de la religión y la política que históricamente le dieron a la
manifestación de esa reacción un carácter sistemático. La persecución de los
herejes y los infieles y la aniquilación de los enemigos, necesitaron desde
siempre el auxilio de creencias e ideologías para llevar adelante su tarea. La
expresión más acabada de la violencia organizada contemporánea es la que se
refugia en el fundamentalismo ideológico y se expresa en el terrorismo.
Por oposición, el otro formato de violencia es
desorganizado y se practica a nivel personal o individual. A diferencia de la
forma anterior, lo que da la posibilidad de agrupar a la violencia desorganizada es la pluralidad de ámbitos donde se
ejerce. Ese ámbito, por otra parte, lo define la condición del sujeto o el
objeto agredido o humillado y no quien ejerce la violencia. No puede ser de
otra manera porque entre los violentos no hay ideología ni objetivo común capaz
de agruparlos y organizarlos a la manera de una secta, una congregación o un
ejército. Hoy los principales espacios-víctima de la violencia desorganizada
son la violencia delictiva, la violencia de género, la violencia escolar
(bullying) y, no por último, la violencia callejera. Hay un encadenamiento de
causas que pueden ayudarnos a explicar la violencia desorganizada
contemporánea.
1. Pérdida de
ascendencia y credibilidad de las instituciones sociales modernas. La
pérdida de credibilidad de la religión y la deslegitimación de la política
junto a transformaciones producidas en instituciones tradicionales como la
familia y la escuela, encargadas de encauzar el potencial energético individual
y colectivo de sus miembros, contribuyeron a exacerbar, de manera caótica, la
violencia en las relaciones interpersonales y dejaron a las personas sin
capacidad de reacción para atender los desbordes.
En los albores de la modernidad el ascenso de la
secularización liquidó las expectativas
religiosas orientadas a una compensación de las penurias y de un arreglo de
cuentas con las injusticias, en otra vida o en el más allá. Esperar
compensaciones en la eternidad era una fórmula más o menos eficaz para mitigar,
por ejemplo, los deseos de venganza. Diluidas las esperanzas en el juicio
final, y en el consiguiente castigo para aquellos que se portaron mal, el
desamparo y la desolación ocuparon el lugar del espíritu que durante siglos
estuvo habitado por la fe.
Hacia fines del siglo XIX los modernos inventaron
una alternativa que duró hasta hace aproximadamente cincuenta años. La primera
modernidad intentó canalizar las frustraciones de las mayorías reemplazando al
Dios muerto de Nietzsche con los movimientos de masas de izquierda y de derecha
y sus representaciones en partidos políticos y organizaciones sociales que se
encargaron, de acuerdo con las circunstancias, de azuzar o contener la
violencia colectiva. En general, los movimientos nacionales y los partidos de
masas de la primera mitad del siglo pasado se ocuparon de agrupar las frustraciones
de su gente y funcionaron como catalizadores de cólera colectiva cuyos
resultados fueron dos guerras mundiales, exterminios masivos y, finalmente, una
tensión contenida que duró casi hasta el final del siglo pasado.
Los
cambios operados en la familia y la escuela desde el último tercio del siglo XX
también desestabilizaron la plataforma básica para la construcción de modelos
de interacción sostenidos en la práctica de la tolerancia y en la aceptación de
las diferencias, y deterioraron las herramientas que hasta ese momento se
habían utilizado para orientar las energías e impulsos juveniles hacia logros
tenidos por superiores o más edificantes. Se advierte esto en las prácticas
sociales tanto de jóvenes como de adultos: en las formas de expresión, en la
falta de interés por doblegar los obstáculos, en las maneras de plantear y
resolver los conflictos, en la búsqueda de los caminos más fáciles para
alcanzar metas que requieren algo más que el ejercicio de la violencia y de la astucia,
en el trato interpersonal y en los estilos de presentación ante los otros.[ii]
Llegados a los umbrales del siglo XXI caímos en la
cuenta de que la modernidad había fracasado en su intento de generar
canales políticos, movimientos e instituciones sociales que fueran capaces de
encauzar las expectativas colectivas de la gente y los impulsos autoafirmativos
de cada individuo. Los cambios en la
estructura familiar y en las funciones de la escuela tuvieron, también,
influencias decisivas en la reorientación del potencial energético juvenil.
2. La crisis de
sentido. La pérdida de ascendencia de las instituciones sociales sobre los
individuos condujo a la crisis de sentido en la sociedad contemporánea. Para Berger
y Luckmann[iii]
la crisis de sentido es consecuencia de la pérdida de criterios y valores
comunes y el advenimiento de múltiples puntos de vista para cada situación o
estado del mundo: "el pluralismo
moderno conduce a la relativización total del sistema de valores y esquemas de
interpretación"(75). Según estos autores, el pluralismo socava el
conocimiento dado por supuesto: "Las
convicciones se tornan en una cuestión de gustos. Los preceptos se vuelven
sugerencias" (88). El nuevo estado de cosas fue terreno fértil para el
crecimiento de la desorientación y dio lugar a dos productos sustitutos que
allanaron el camino a la situación actual. Uno de ellos es el relativismo. El anything goes puso en pie de igualdad la multiplicidad de ofertas
salvíficas alternativas a las recetas tradicionales para hacer frente al vacío
de sentido. En el medio del barullo y la confusión cualquier cosa vale lo mismo
que cualquier otra: el náufrago se aferra a la primera tabla que tiene a mano,
o el peatón se sube al primer colectivo que pasa, porque cualquiera lo deja
bien para llegar a ningún lado. En
ese contexto cada grupo entiende que sus criterios y valores son los que
cuentan (o deben contar) con mayores niveles de aceptabilidad. Esto hace que
deje de haber un sentido compartido (acerca del mundo, las personas, las
relaciones y las cosas), que opera como telón de fondo común, válido y aceptado
en general por todos y termina fragmentando la cohesión social.
El
otro producto derivado de la crisis de sentido es el fundamentalismo. Según Berger y Luckmann la expresión del
resentimiento grupal es el fundamentalismo que crece ante la falta de ofertas
colectivas capaces de dotar de identidad inclusiva a quienes no encuentran canales
sociales de expresión y pertenencia (iglesias, partidos, organizaciones
sociales, etc.) El fundamentalismo en su versión contemporánea aglutina a
quienes no toleran la falta de certidumbres, refugiándose en los valores,
conocimientos y creencias de su propia red. A partir de allí los sostienen a
capa y espada para convertirlos en el motivo de todas sus acciones, sin dar
lugar a puntos de vista contrapuestos a los suyos ni admitir el disenso o la
diferencia en la discusión. La tradición y los valores propios de la
comunidad-secta-gueto que los cobija se convierte en el estandarte con el que
salen a enfrentar, en el espacio común, las creencias de los otros. La cara
violenta y extrema de este resentimiento colectivo es el terrorismo.
3. El predominio del tener sobre el ser. Una
de las formas en que la sociedad de nuestro tiempo le hizo frente a la crisis
de sentido fue invirtiendo la orientación de nuestras emociones, deseos y
energías: en vez de canalizarlas hacia valores tales como la dignidad personal,
la exigencia de justicia, la capacidad de indignación, o la construcción de la propia
autoestima dirigió ese caudal de energías hacia la adquisición de bienes
externos y la acentuación del control o el dominio sobre otros. Erich
Fromm supo señalar en su momento que el fracaso de la cultura moderna reside en
que la gente se ocupa menos de amarse a sí misma (que en aferrarse a lo que
tiene o puede tener (cosas, dominio,
control). La fascinación por el tener desplazó a la voluntad de ser. Según el
filósofo de la escuela de Frankfurt, la cultura moderna contribuyó a forjar el
"carácter" de las personas privilegiando la orientación explotadora,
acumulativa y mercantil de su personalidad (que para él necesita como
complemento el desarrollo del carácter receptivo o pasivo de otros que se dejan
explotar, expoliar y mercantilizar dando lugar a relaciones enfermizas de tipo
sado-masoquistas), en detrimento de lo que él denominaba la orientación
productiva, consistente en el desarrollo de la capacidad de potenciar el amor
propio, el crecimiento ajeno, la modelación de la autonomía y el
sentimiento, de orgullo de sí mismo y de sus logros[iv].
4. La decepción de expectativas. La
imposibilidad de construir la propia identidad a través de la filosofía del
tener y la incapacidad para poner un límite a las demandas de esa filosofía
siempre convenientemente estimuladas desde el lugar de la oferta, condujo a
multiplicar las frustraciones de muchos. En el orden colectivo, a partir de la segunda mitad del siglo XX los
partidos políticos encuadrados dentro regímenes democráticos intentaron
contener las nuevas decepciones y funcionaron como diques de contención del
desasosiego utilizando al Estado benefactor como compensador de carencias. Sin
embargo, las expectativas de estabilidad, solidez, protección y buenaventura
(tanto a izquierda como a derecha) fueron decepcionadas y en su lugar, grandes
mayorías se vieron enfrentadas a un horizonte de vulnerabilidad, precarización,
inseguridad e infortunios.
Las
expectativas decepcionadas alteran nuestros afectos y, cuando se acumulan,
movilizan nuestras pasiones y pueden estimular nuestros impulsos coléricos.
Quien acumula decepciones es proclive a dos sentimientos emparentados con la
violencia: el resentimiento y la venganza. En estas circunstancias, como dice Sloterdijk, "La Modernidad ha inventado al perdedor.
Esta figura, que se mueve a medio camino entre los explotados de ayer y los
superfluos de hoy y mañana, es la magnitud incomprendida en los juegos de poder
de la democracia….Sus sentimientos de rencor no se orientan únicamente contra
los ganadores, sino también contra las reglas del juego".[v]
No todos los
perdedores son violentos, pero todo violento es un perdedor. Un perdedor, en
sentido amplio, es un no-reconocido por los otros en aspectos que para él son
definitorios de su identidad y de su autoestima (afectos, capacidades, logros
personales, acceso a formas de bienestar acordes con la época). La categoría
social del perdedor moderno se encarna en individuos concretos. En
el orden individual la violencia expresa el resentimiento caótico que produce
lo que muy bien define una palabra clave de nuestra época: el ninguneo. Esta expresión, mejor que
ninguna otra es capaz de encerrar dentro de sí misma la negación del otro. Esos que a los ojos de quienes los rodean "no
existen", no valen nada o existen sólo para el desprecio ajeno, encarnan la
pérdida de los tres sentimientos que están en la raíz de cualquier antropología
saludable: el orgullo, la dignidad y el amor propio. A este respecto Fernando
Savater señala que el amor propio responde a una ética
rigurosamente autoafirmativa, porque "el ser que se autoafirma no puede ser no social, toda vez que la
humanidad sólo se instituye por recíproco reconocimiento".[vi]
Cuando esos valores autoafirmativos se ignoran, se los
desconoce o se los ningunea aflora el resentimiento y aparece el perdedor, esa
figura que, justamente, porque
no goza de ningún reconocimiento dentro de los sistemas sociales (economía,
política, familia, trabajo, derechos, educación, salud, etc.) sólo encuentra en
la venganza sobre los que él considera responsables de su fracaso la forma de
redimir su carencias.
En síntesis, en nuestra época el ocaso
de las instituciones sociales contenedoras y canalizadoras de frustraciones, la
crisis de sentido, la decepción de expectativas, y la desvalorización personal
funcionan como catalizadores del resentimiento colectivo e individual. Hasta el momento en que tuvieron vigencia la religión, la
política y las demás instituciones sociales todas ellas sirvieron, entre otras
cosas, para contener y asimilar las caídas, los tropiezos, las derrotas y las
decepciones mediante prácticas civilizadas o socialmente aceptables. Cuando la
luz de esas fuentes de cobijo dejó de brillar apareció el decepcionado, el
perdedor, el resentido, aquel que ya no tuvo un refugio en el que aplazar y
disfrazar sus sentimientos tóxicos aunque fuera al amparo del cinismo de sus
clérigos y dirigentes guardianes. Cuando esos sistemas sociales perdieron
credibilidad y legitimidad la acumulación de energías negativas quedaron a la
deriva y al día de hoy sólo atinamos a mirar el espectáculo desastroso que
ofrece la violencia caótica y desorganizada sobre víctimas impotentes mientras
seguimos escuchando hablar en los medios y viendo marchar en las calles sin que
la solución al problema se dibuje en el horizonte.
[i] Agustín Axel Baños Nocedal (2005): Antropología de la violencia. En:
Estudios de antropología biológica, Volumen XII. México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, Instituto
nacional de Antropología e Historia.
[ii] Dallera
Osvaldo (2006): Límites difusos. La
flexibilización de las instituciones sociales familia y escuela. Buenos
Aires, editorial Magisterio del Río de la Plata. Páginas 58-59
[iii] Berger, Peter
L. y Luckmann, Thomas (1997): Modernidad,
pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona,
España, Editorial Paidós
[iv] Fromm, Erich
(1980): Ética y psicoanálisis. México, Fondo de Cultura Económica,
decimoprimera reimpresión, página 153.
[v] Sloterdijk,
Peter (2010): Ira y tiempo. Ensayo
psicopolítico. España, Ediciones Siruela. Página 54
[vi] Savater, Fernando (1991): Ética como amor propio. México, Consejo Nacional para la cultura y
las Artes - Editorial Grijalbo. Página 30.