Me
gustan Foucault y Sloterdijk porque además de su preciosa erudición tienen esa
fantástica percepción para poder extraer de un hecho, un acontecimiento, una obra
de arte o una frase puntual, la punta
del ovillo que les permite luego desenredar la madeja y exponer frente a
nosotros un estado de época, un problema filosófico o una condición de la
sociedad. Quienes leyeron "Las palabras y las cosas" recordarán la
remisión al texto de Borges y a "Las meninas" de Velázquez o, en
"vigilar y castigar", el
inicio con la exposición de la condena del caso Damiens, en 1757. Sloterdijk comienza su
libro " Los hijos terribles de la edad moderna" con el recuerdo de
una ocurrencia de Madame de Pompadour en una reunión social, curiosamente
también en 1757, que luego se popularizó hasta llegar a nosotros: "después
de nosotros el diluvio".
Por
supuesto no pretendo ponerme a la altura de esos dos intelectuales. Hasta me
ruboriza citarlos como pretexto para comenzar mi nota. Pero después de leer
"Cristina presa", la columna de Jorge Lanata del sábado 23 de julio de 2016 en
el diario Clarín, me dije que tenía que usar ese formato para dejar constancia
documentada de lo que desde hace ya un tiempo se sostiene sobre el poder del
periodismo para juzgar y condenar como un poder judicial paralelo, del tipo
como el que en tiempos más nefastos llevaron adelante los poderes paramilitares para ejecutar a sus víctimas por
afuera de los marcos institucionales. Tómese esto como una analogía y no como
una relación de igualdad. Si lo entendemos así hemos avanzado un montón, tal
como le pasó a Freud cuando supo que los nazis quemaron sus obras y se alegró
porque, se dijo a sí mismo, en otro momento me hubieran quemado a mí.
No
creo que hacia atrás o hacia adelante podamos encontrar un documento mejor para
que la historia cuente con un ejemplar del poder jurídico del periodismo
político de nuestra época. Cuando
ustedes lo lean verán que la frase que da el título a esta nota es la sentencia
con la que el periodista termina su columna. No vale la pena intentar un
análisis de los considerandos que le permiten a él dictar sentencia. Sería
entrar en el juego propuesto de nuestros días que consiste en enfrascarse en disputas
interminables acerca de quién es más malo, más corrupto, más venal, más traidor,
más panqueque, etc., etc. Verán que hay
argumentos extraídos de los más diversos campos: jurídico (el "cumplimiento
de la ley") político (la opinión de personajes políticos sobre el tema:
Solá, Ocaña, Conti y las crónicas del momento), retórico (el uso de argumentos
ad hominem y de modestas ironías), histórico (Juana de Arco, "la mentira
setentista"), cultural, literario o cinematográfico (cita una película de
Tarkovski, -"El sacrificio"-). Ninguno de ellos, sin embargo, tiene
mayor peso que el de la opinión sobre los mismos asuntos que pudiera expresar
cualquiera de nosotros, sólo que, ninguno tiene semejante atril para decir lo
suyo. Lo que importa es que una vez que junta todos sus pareceres dicta
sentencia: "Por eso Cristina tiene que ir presa".
Lo que
tiene de valioso la columna es su carácter testimonial de un estado de situación
del cual se habla mucho pero que, hasta
donde llega mi información, hasta ahora no contaba con una sentencia escrita
como ésta. Es cierto, unos días antes, Alfredo Leuco también firmó la sentencia
y nos dio su palabra pero en un editorial televisivo. A mi juicio, la columna de
Jorge Lanata tiene la fuerza de la escritura capaz de hacer que la historia
la utilice para explicar más adelante en qué consistió el poder judicial o
jurídico del periodismo en los inicios del siglo XXI.
Pero
el carácter jurídico y corporativo del periodismo no termina ahí. En la nota de Horacio Verbitsky del domingo 24 de julio de 2016
leemos lo siguiente:
Las demandas de la ex presidente CFK contra periodistas y
diputados que formularon acusaciones temerarias en su contra no son el mejor
camino para quien ocupó la máxima posición institucional durante ocho años,
durante cuyo transcurso cumplió con la resolución de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos y despenalizó los delitos de calumnias e injurias en casos de
interés público. La ley dictada en 2012 como culminación del caso Kimel
suprimió la sanción penal y dejó abierto el camino para las acciones civiles
por daños, pero con las condiciones que fija la vasta jurisprudencia en materia
de libertad de expresión consolidada por numerosos pronunciamientos de los
sistemas americano y europeo de protección de los derechos humanos. Cristina ya
no es funcionaria y se declara cansada de que digan cualquier cosa de ella y de
sus hijos. Pero haber salido del gobierno no la convierte en una persona
privada, ya que se debaten actos de interés público realizados cuando lo
presidía. Quienes lo señalan son o legisladores
en ejercicio de sus funciones o periodistas
que ejercen la libertad de expresión, un derecho indispensable para la
existencia de una sociedad democrática, según aquella jurisprudencia. Esto
no cambia por el carácter burdo y malintencionado de las diatribas que padece,
ya que los principios y derechos se defienden aun cuando su ejercicio sea
repugnante, porque está en juego el interés
colectivo superior de proteger un debate político robusto y desinhibido. En
el caso de informaciones falsas, la Convención Americana de Derechos Humanos
contempla el derecho de réplica o
rectificación, que puede ser exigido judicialmente (las cursivas son mías).
Si
entiendo bien el fondo del argumento de Verbitsky, en virtud del sacrosanto
derecho a la libertad de expresión la corporación periodística judicial queda a
buen resguardo y se posiciona por encima del peligroso y auto-concedido poder de juzgar y condenar (o exculpar) que esa misma corporación ejerce públicamente
sin que haya ninguna restricción que se lo impida como no sea la de creer en la
ingenuidad que el mismo Verbitsky menciona de, en caso de resultar uno
afectado, exigir judicialmente el derecho a réplica o rectificación como si esa
posibilidad estuviera exenta de ser manipulada u orientada por ese mismo poder
periodístico judicial o por los otros poderes del estasblisment. En cuanto al
"interés colectivo superior de proteger un debate político robusto y
desinhibido", me siento en peores condiciones que Diógenes en busca del
hombre para dar con un ejemplar de discusión política que reúna las cualidades
que menciona el periodista.
Dos consideraciones finales. La primera tiene
que ver con la imposibilidad real de modificar este estados de cosas
simplemente porque pertenece a un componente estructural de la época en lo que
se refiere en la construcción y transmisión de formatos y contenidos
culturales. Los periodistas ocupan hoy el centro de la escena en la que se
definen las formas masivas de pensamiento y opinión. Como en otro tiempo lo
ocuparon los filósofos, los monjes, y los profesores y maestros, ahora les toca
a ellos llevar adelante esa función dentro de la estructura de poder del
momento. Es poco probable que las redes
sociales puedan quitarle ese lugar a los periodistas en el mediano plazo.
La
segunda consideración me permite recordar que llamar la atención sobre esto no
es nada original. Cualquiera puede remitirse a textos de autores de mayor fuste
para profundizar acerca de los peligros del ejercicio del periodismo moderno. Karl
Kraus ("contra los periodistas y otras contras"), Pierre Bourdieu
("sobre Karl Kraus y el periodismo" y "La influencia del
periodismo", Umberto Eco ("Crítica del periodismo", además de su
novela "Número cero"), Pierre Rosanvallon ("La contrademocracia.
La política en la era de la desconfianza"), Niklas Luhmann ("La
política como sistema" y "La realidad de los medios de masas")
pueden ser un buen punto de partida para empezar a leer sobre este mal de la
época y entender el problema dentro del cual estamos nosotros encuadrados.