Osvaldo Dallera

martes, julio 26, 2016

El periodismo y la justicia por pluma propia

Me gustan Foucault y Sloterdijk porque además de su preciosa erudición tienen esa fantástica percepción para poder extraer de un hecho, un acontecimiento, una obra de arte o una frase  puntual, la punta del ovillo que les permite luego desenredar la madeja y exponer frente a nosotros un estado de época, un problema filosófico o una condición de la sociedad. Quienes leyeron "Las palabras y las cosas" recordarán la remisión al texto de Borges y a "Las meninas" de Velázquez o, en "vigilar  y castigar",  el  inicio con la exposición de la condena del  caso Damiens, en 1757. Sloterdijk comienza su libro " Los hijos terribles de la edad moderna" con el recuerdo de una ocurrencia de Madame de Pompadour en una reunión social, curiosamente también en 1757, que luego se popularizó hasta llegar a nosotros: "después de nosotros el diluvio".
Por supuesto no pretendo ponerme a la altura de esos dos intelectuales. Hasta me ruboriza citarlos como pretexto para comenzar mi nota. Pero después de leer "Cristina presa", la columna de Jorge Lanata del sábado 23 de julio de 2016 en el diario Clarín, me dije que tenía que usar ese formato para dejar constancia documentada de lo que desde hace ya un tiempo se sostiene sobre el poder del periodismo para juzgar y condenar como un poder judicial paralelo, del tipo como el que en tiempos más nefastos llevaron adelante los poderes  paramilitares para ejecutar a sus víctimas por afuera de los marcos institucionales. Tómese esto como una analogía y no como una relación de igualdad. Si lo entendemos así hemos avanzado un montón, tal como le pasó a Freud cuando supo que los nazis quemaron sus obras y se alegró porque, se dijo a sí mismo, en otro momento me hubieran quemado a mí.
No creo que hacia atrás o hacia adelante podamos encontrar un documento mejor para que la historia cuente con un ejemplar del poder jurídico del periodismo político de nuestra época.  Cuando ustedes lo lean verán que la frase que da el título a esta nota es la sentencia con la que el periodista termina su columna. No vale la pena intentar un análisis de los considerandos que le permiten a él dictar sentencia. Sería entrar en el juego propuesto de nuestros días que consiste en enfrascarse en disputas interminables acerca de quién es más malo, más corrupto, más venal, más traidor, más panqueque, etc., etc. Verán que hay argumentos extraídos de los más diversos campos: jurídico (el "cumplimiento de la ley") político (la opinión de personajes políticos sobre el tema: Solá, Ocaña, Conti y las crónicas del momento), retórico (el uso de argumentos ad hominem y de modestas ironías), histórico (Juana de Arco, "la mentira setentista"), cultural, literario o cinematográfico (cita una película de Tarkovski, -"El sacrificio"-). Ninguno de ellos, sin embargo, tiene mayor peso que el de la opinión sobre los mismos asuntos que pudiera expresar cualquiera de nosotros, sólo que, ninguno tiene semejante atril para decir lo suyo. Lo que importa es que una vez que junta todos sus pareceres dicta sentencia: "Por eso Cristina tiene que ir presa".
Lo que tiene de valioso la columna es su carácter testimonial de un estado de situación del  cual se habla mucho pero que, hasta donde llega mi información, hasta ahora no contaba con una sentencia escrita como ésta. Es cierto, unos días antes, Alfredo Leuco también firmó la sentencia y nos dio su palabra pero en un editorial televisivo. A mi juicio, la  columna de  Jorge Lanata tiene la fuerza de la escritura capaz de hacer que la historia la utilice para explicar más adelante en qué consistió el poder judicial o jurídico del periodismo en los inicios del siglo XXI.
Pero el carácter jurídico y corporativo del periodismo no termina ahí. En la nota de Horacio Verbitsky del domingo 24 de julio de 2016 leemos lo siguiente:

Las demandas de la ex presidente CFK contra periodistas y diputados que formularon acusaciones temerarias en su contra no son el mejor camino para quien ocupó la máxima posición institucional durante ocho años, durante cuyo transcurso cumplió con la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y despenalizó los delitos de calumnias e injurias en casos de interés público. La ley dictada en 2012 como culminación del caso Kimel suprimió la sanción penal y dejó abierto el camino para las acciones civiles por daños, pero con las condiciones que fija la vasta jurisprudencia en materia de libertad de expresión consolidada por numerosos pronunciamientos de los sistemas americano y europeo de protección de los derechos humanos. Cristina ya no es funcionaria y se declara cansada de que digan cualquier cosa de ella y de sus hijos. Pero haber salido del gobierno no la convierte en una persona privada, ya que se debaten actos de interés público realizados cuando lo presidía. Quienes lo señalan son o legisladores en ejercicio de sus funciones o periodistas que ejercen la libertad de expresión, un derecho indispensable para la existencia de una sociedad democrática, según aquella jurisprudencia. Esto no cambia por el carácter burdo y malintencionado de las diatribas que padece, ya que los principios y derechos se defienden aun cuando su ejercicio sea repugnante, porque está en juego el interés colectivo superior de proteger un debate político robusto y desinhibido. En el caso de informaciones falsas, la Convención Americana de Derechos Humanos contempla el derecho de réplica o rectificación, que puede ser exigido judicialmente (las cursivas son mías).

Si entiendo bien el fondo del argumento de Verbitsky, en virtud del sacrosanto derecho a la libertad de expresión la corporación periodística judicial queda a buen resguardo y se posiciona por encima del peligroso y auto-concedido poder de juzgar y condenar (o exculpar)  que esa misma corporación ejerce públicamente sin que haya ninguna restricción que se lo impida como no sea la de creer en la ingenuidad que el mismo Verbitsky menciona de, en caso de resultar uno afectado, exigir judicialmente el derecho a réplica o rectificación como si esa posibilidad estuviera exenta de ser manipulada u orientada por ese mismo poder periodístico judicial o por los otros poderes del estasblisment. En cuanto al "interés colectivo superior de proteger un debate político robusto y desinhibido", me siento en peores condiciones que Diógenes en busca del hombre para dar con un ejemplar de discusión política que reúna las cualidades que menciona el periodista.
Dos consideraciones finales. La primera tiene que ver con la imposibilidad real de modificar este estados de cosas simplemente porque pertenece a un componente estructural de la época en lo que se refiere en la construcción y transmisión de formatos y contenidos culturales. Los periodistas ocupan hoy el centro de la escena en la que se definen las formas masivas de pensamiento y opinión. Como en otro tiempo lo ocuparon los filósofos, los monjes, y los profesores y maestros, ahora les toca a ellos llevar adelante esa función dentro de la estructura de poder del momento.  Es poco probable que las redes sociales puedan quitarle ese lugar a los periodistas en el mediano plazo.

La segunda consideración me permite recordar que llamar la atención sobre esto no es nada original. Cualquiera puede remitirse a textos de autores de mayor fuste para profundizar acerca de los peligros del ejercicio del periodismo moderno. Karl Kraus ("contra los periodistas y otras contras"), Pierre Bourdieu ("sobre Karl Kraus y el periodismo" y "La influencia del periodismo", Umberto Eco ("Crítica del periodismo", además de su novela "Número cero"), Pierre Rosanvallon ("La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza"), Niklas Luhmann ("La política como sistema" y "La realidad de los medios de masas") pueden ser un buen punto de partida para empezar a leer sobre este mal de la época y entender el problema dentro del cual estamos nosotros encuadrados.

viernes, julio 08, 2016

Deslegitimación y destrucción de la política: comunicación negativa, poderes de control y apelación a los valores

Por deficiencias propias de las administraciones y oportunismo ajeno de las oposiciones la actividad política en las democracias contemporáneas exhibe una tendencia hacia la des-legitimación permanente de los gobiernos elegidos por mayoría.  Este proceso se traduce en desconfianza hacia el sistema político en general, y la democracia en particular y es el resultado del aprovechamiento por parte de todos los actores del sistema (gobierno, oposición, movimientos sociales, MMC, corporaciones, etc.) de la desconfianza de la población en los gobiernos y en las elecciones. El proceso de deslegitimación se lleva a cabo a través de la puesta en acto de dos grandes estrategias o recursos:
1. Producción de comunicación política negativaComunicación política negativa es  aquella producida de manera deliberada por un conjunto de emisores organizados con la finalidad de desinformar, confundir y escandalizar a los receptores a los que van dirigidos sus mensajes. La comunicación negativa tiene una usina, dos grandes grupos de voceros, dos espacios de difusión bien definidos y dos beneficiarios que se excluyen mutuamente pero son funcionales uno al otro. La usina de la comunicación negativa es el conjunto de factores de poder que construye estrategias discursivas (argumentos racionales y/o emocionales) que sostienen sus intereses sectoriales. Sus voceros son los periodistas y los políticos parlamentarios (en general, los legisladores). Los espacios sociales privilegiados donde se expresa la comunicación negativa son los medios de comunicación y el parlamento. Finalmente los beneficiarios son indistintamente el gobierno y la oposición, según la dirección en la que se orienta la producción de esta comunicación.
2. Formación de contrapoderes. La otra ruta que conduce a la deslegitimación es la que Pierre Rosanvallón (2007) denomina contrademocracia y que consiste en la formación y el avance de los contrapoderes. El fervor por la legitimidad de ejercicio desplaza o minimiza la importancia de la legitimidad de origen y, al mismo tiempo, impulsa la formación de contrapoderes. Los contrapoderes despliegan un conjunto de formas indirectas del ejercicio del poder que se activan en la periferia del sistema, cuestionan el funcionamiento de las instituciones y son más eficaces cuanto más las debilitan. Según este autor actúan como una fuerza material de resistencia práctica a los poderes legitimados sólo por el voto, y se constituyen en un problema, una sanción y un cuestionamiento a lo instituido. Los contrapoderes se manifiestan de manera permanente, sin restricciones y se presentan agrupados en tres grandes conjuntos:
2.1. Poderes de control. Los poderes de control se presentan en tres modalidades: Como vigilancia, como denuncia y como calificación.
* La vigilancia puede ser de dos tipos. Por un lado, la vigilancia cívica que es una vigilancia directamente política y se manifiesta por medio de intervenciones en la prensa o en asociaciones (por ejemplo, sindicatos o cámaras empresarias), haciendo huelgas o peticionando. La protesta y el llamado de atención son sus expresiones más eficaces. Por otro lado, la vigilancia de regulación que es indirecta y se caracteriza por ser evaluativa y crítica de los gobernantes.
* La denuncia se sostiene en la figura del escándalo y tal vez sea uno de los recursos más utilizados por los contrapoderes que, por medio de sus voceros, la utilizan para producir comunicación política negativa. También cumple una función de agenda y produce un triple efecto: de institución, de moralización (en el sentido de ausencia de transparencia), y de afectación de la reputación de los políticos y los gobernantes.
* la calificación es una especie de evaluación de las administraciones y la política que pretende documentar y argumentar técnica y cuantitativamente el desempeño y las acciones de los funcionarios. También, en este caso se vigila o se pone en juego la reputación, pero ya no de orden moral sino de orden técnico, de competencia o de idoneidad de los gobernantes.
2.2. Poderes de sanción y obstrucción. Estos poderes se organizan en coaliciones que, en conjunto, le dan forma a un poder sustentado en la capacidad de impedir.  Según Rosanvallón no necesitan ser coherentes, y por eso son frágiles y volátiles (en nuestro país sobran los ejemplos de “alianzas” construidas para llevar adelante esos propósitos). Por lo general se expresan en el bando de la oposición y constituyen “una democracia de rechazo frente a una democracia de proyectos”. Mantienen una confrontación permanente de vetos e impugnaciones que provienen de grupos económicos, sociales y políticos, apoyados en una población siempre dispuesta a favorecer los obstáculos capaces de frenar las acciones de gobierno.
2.3. Poderes de enjuiciamiento y judicialización de la política. Se espera de los procesos judiciales lo que no se obtiene en las elecciones. La democracia del debate y la confrontación le deja su lugar a la democracia de imputación. Se impone el juicio como procedimiento de puesta a prueba de los comportamientos.  Es una especie de política de la política (metapolítica) considerada superior a las elecciones porque produce resultados más tangibles. La judicialización de la política no busca el ejercicio de la justicia distributiva o de mayor equidad sino una falsa justicia represiva, de sanción y estigmatización del sistema y de los políticos vistos como sospechosos y defraudadores voluntarios. Parece que se condena  a las personas, pero se termina enjuiciando al sistema.
La apropiación ciudadana de los contrapoderes conduce a devaluar y disminuir el poder legal. Con estas prácticas y estas estrategias conducen a la des-legitimación de los gobiernos surgidos del voto popular y, con ello, contribuyen al desencanto democrático.  Al mismo tiempo debilitan la capacidad de la sociedad de entender la política como un proceso complejo que debe  captarse y entenderse como una totalidad y no  por episodios o eventos aislados e inconexos. Lo que los contrapoderes ganan en control, obstrucción, impugnación e imputación lo pierde la sociedad en visibilidad y en legibilidad del conjunto. Se presta demasiada atención a cada hecho, evento o episodio de la coyuntura política, económica, educativa o de cualquier otro ámbito, y se pierde de vista el carácter complejo, sistémico y estructural del funcionamiento democrático.
Según Rosanvallón cuando el ejercicio de estos poderes indirectos degenera, se instaura la antipolítica que no es otra cosa que la tendencia contemporánea a la disolución de lo político. La antipolítica es la consecuencia patológica del control, la obstrucción y la sospecha que termina en la estigmatización compulsiva y permanente de los gobernantes, hasta el punto de constituirlas en fuerza enemiga, radicalmente exterior a la sociedad. Concibe el poder como una máquina siniestra de conspirar y complotar. Es un verdadero problema contemporáneo, una patología de la política de nuestro tiempo:se busca tanto la transparencia política que se termina abandonando la búsqueda de la construcción de un mundo común. Se está más atento a la moral y las cualidades de los políticos que a la búsqueda del bienestar o del interés general. En pocas palabras, la antipolítica es heredera de un estilo de ridiculización política ilustrado principalmente por la prensa y los MMC que asumen una perspectiva pesimista y desilusionada, a partir del ejercicio de la comunicación negativa, que no busca tanto cambiar el curso de las cosas como disminuir y abuchear a los funcionarios.
En simultáneo, el sistema pretende re-legitimar la democracia y el  funcionamiento del sistema político apelando a los valores. Con la prédica de valores el sistema se hace inseguro e inestable porque a la hora de decidir tiene que optar por opciones concretas y, muchas veces, contrarias entre sí. Mientras los valores intentan legitimar el sistema, las decisiones ayudan a acrecentar las tensiones. En este contexto, para seguir actuando en política hay que incluir en los discursos y exposiciones, apelaciones a la paz, la libertad, el consenso, el diálogo, etc., sabiendo que los problemas que el entorno le plantea al sistema exigen otras fuentes donde abrevar y otros recursos para funcionar. Esta forma de legitimación es inconducente porque olvida la separación entre la forma que la política elige para adoptar soluciones y los problemas estructurales de la sociedad moderna que no guardan ninguna relación con esos valores. Al hablar de valores lo que se pretende ocultar es la autorreferencia de la política, el hecho objetivo de que la política y todos sus actores trabajan para sí mismos. Se prefiere que no se note que muchos de los valores que se usan para armar el discurso democrático de la política actual, muchas veces se contradicen entre sí (paz/justicia, libertad/igualdad). Pero no deja de ser un trabajo interesante de los políticos hablar siempre sobre valores porque lo que se sabe es que hablando no se decide. Para decirlo de otro modo, el sistema habla de valores pero gobierna tomando decisiones concretas. Cuando uno se da cuenta de todo esto advierte que la diferencia de programas entre partidos es una ficción con la que hay que contar para que el sistema político siga haciendo su trabajo y cumpliendo con su función, porque lo que no puede dejar de hacer es seguir tomando decisiones.

Bibliografía citada

Rosanvallón, Pierre (2007): La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires, Ediciones Manantial.
--(2009): La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad. Buenos Aires, Ediciones manantial

Torres Nafarrate, Javier (2004): Luhmann: la política como sistema. México, fondo de Cultura Económica

jueves, julio 07, 2016

Evolución y formas del Estado Moderno explicado para Facebook

La política moderna nace en Europa con el surgimiento del Estado en el siglo XVI en el contexto de las divisiones políticas y los conflictos religiosos que siguieron al derrumbe del mundo medieval, y las nuevas controversias en torno a la naturaleza de la autoridad política (Held, D.: 1997, 53). La aparición del Estado logró imponer un orden legal que hizo aceptable la relación de subordinación de los gobernados hacia los gobernantes. Norberto Bobbio define el Estado como “un ordenamiento jurídico para los fines generales que ejerce el poder soberano en un territorio determinado, al que están subordinados necesariamente los sujetos que pertenecen a él” (Bobbio, N.: 1996, 128). De acuerdo con esta definición, la noción de Estado supone la integración de tres grandes componentes: el pueblo, el territorio y, para decirlo en términos de Max Weber, el monopolio de la violencia legítima, es decir el uso de la fuerza pública. Este último componente es el que oficia como factor insustituible para la configuración del Estado. Lo paradójico de la fuerza pública del Estado consiste en que su razón de ser es evitar otro tipo de violencia: la violencia ilegítima, es decir esa violencia que se ejerce sin la aceptación ni el consenso necesario de parte de quienes están dispuestos y expuestos a padecerla.
Desde sus orígenes la función política del Estado fue tomar decisiones colectivamente vinculantes. Para consolidarse como autoridad política y estar en condiciones de cumplir con su función el Estado necesita ejercer el poder. En sentido amplio, se define el poder como la capacidad de influir en los otros de manera tal que lleven a cabo acciones que de otro modo no harían.  En sentido restringido, el poder político se caracteriza por hacer que esa capacidad de influencia sea negativa. Esto significa que el poder político funciona como amenaza, es decir, como un “mecanismo de anticipación” que está ahí y que se exhibe, pero para no ejercerlo positivamente. Por eso, el ejercicio del poder político para usar la violencia legítima es sólo una forma de influencia de última instancia.
La forma política Estado, entre el siglo XVI y mediados del siglo XX, evoluciona en la dirección que le imponen los problemas surgidos de la relación que mantiene con otros sistemas de la sociedad pero, principalmente, con el sistema económico y con el sistema jurídico. Distintos autores ofrecen clasificaciones y tipologías diversas para describir esa evolución pero, simplificando un poco las cosas, se pueden distinguir cinco grandes formas de Estado dentro de ese largo período de la política moderna:
* El Estado absoluto. Entre el siglo XVI y fines del siglo XVIII toma forma el Estado absoluto que presenta dos características distintivas en la concepción del poder. La primera de esas características es la concentración. En este aspecto el poder recae únicamente en la figura del Rey o monarca que ejerce la soberanía dictando leyes colectivamente vinculantes, usando de manera exclusiva la fuerza tanto en el ámbito interior como en los conflictos con otros Estados, e imponiendo tributos. La otra característica de esta concepción del poder es la centralización que supone la capacidad del Estado de subordinar a cualquier otro ordenamiento jurídico (comercial, corporativo o particular) a su poder soberano y a legitimarlos sólo si son reconocidos por él (Bobbio, N., 160-161). Con estas dos características esta forma de estado resolvió un problema de dispersión territorial y del poder.
* El estado liberal-representativo. Desde fines del siglo XVIII las revoluciones liberales aportaron un nuevo diseño de Estado mínimamente implicado en la regulación de la actividad social, respetuoso del libre comercio, y garante de ciertos derechos individuales, es decir, derechos que, a partir de entonces, están protegidos por la ley. Para fines del siglo XIX el desarrollo del Estado representativo coincide con las fases sucesivas de la ampliación de los derechos políticos hasta el reconocimiento del sufragio universal masculino y femenino. Esto exige la formación de partidos organizados y modifica profundamente la estructura del Estado representativo. Esta alteración en la forma de representación llevó a la transformación política del Estado representativo en Estado de partidos en el que los sujetos políticos relevantes ya no son los individuos sino los grupos organizados alrededor de intereses generales o, más específicamente, de intereses de clase. La regla de la mayoría orienta a los órganos que tienen a su cargo tomar las decisiones colectivamente vinculantes, pero con el tiempo esa orientación termina por tener un valor formal de ratificación de decisiones tomadas en otro lugar mediante procedimientos de acuerdos y consensos de los grupos “representativos” (Bobbio, N.: 1996, 163-164). El estado liberal-representativo resuelve un problema de representatividad y de inclusión social.
* El Estado de bienestar. Se consolida hacia mediados del siglo XX y comienza a mostrar signos de agotamiento a principios de la década del setenta. El Estado de bienestar se caracteriza por exhibir un “desbordamiento” de sus funciones al intentar resolver desde la política problemas propios de otros subsistemas (sobre todo del subsistema económico y del sistema de seguridad social) sin contar con los recursos ni con las posibilidades de llevar adelante esa tarea. Eso hace que el Estado de bienestar adquiera un funcionamiento expansivo incrementando sus intervenciones sobre otros ámbitos de la sociedad y, de ese modo, expandiendo también la cantidad y la magnitud de los problemas. Sobre el final del siglo veinte esta dinámica es la que lleva al Estado de bienestar a una situación de crisis que se prolonga hasta nuestros días. Esta forma de Estado intenta resolver un problema de distribución.
* El Estado neoliberal. Sobre finales del siglo XX y principios de este siglo, como respuesta a ese estado de crisis, se impuso la fórmula del Estado neoliberal que retoma la senda del Estado mínimo pensado por los teóricos del liberalismo político de los siglos XVII y XVIII, pero con un mayor énfasis en la desregulación de la actividad económica en general, de los mercados financieros en particular, y en la prescindencia de cualquier intervencionismo (propio del Estado de bienestar) sobre todo, en materia de asistencia social y preservación de derechos individuales y colectivos. En este caso se trata de un problema de regulación según la óptica de quienes fomentan este nuevo formato de Estado.
* El Estado privatizado. Según  Béatrice Hibou en nuestra época "la función económica de los Estados -nación es ya obsoleta o cuanto menos muy marginal" (Hibou, B.  2013, 15). Sin embargo, lo que caracteriza a esta noción no es la primacía de lo privado sobre lo público, ni tampoco la retirada del Estado. Más bien lo que ocupa el centro de este formato es la presencia casi insustituible de la negociación como categoría permanente entre el lo público y lo privado y la delegación de funciones que otorga a los privados una nueva reconfiguración de las condiciones de poder (ejemplos concretos son la delegación de funciones de seguridad y el asenso de los prestanombres y los intermediarios dentro de esta nueva lógica. de empoderamiento). En esa atmósfera la relaciones de poder adquieren un nuevo significado: "… los contratos o acuerdos, formales o informales, entre el Estado y los actores privados no están hechos para durar; son, por el contrario, voluntariamente inestables, casi volátiles, secretos, y tienen que renegociarse constantemente". (Béatrice Hibou: 2013, 37). En pocas palabras, lo que define esta nueva forma de Estado es la relación entre lo público y lo privado, el carácter siempre tenso de esa relación que exige un ir y venir constante entre conflicto y negociación y, por último, el control indirecto por parte del gobierno de ese estado de situación permanente. Para Hibou “la privatización de los Estados”.... traduce los procesos concomitantes de ampliar la participación de intermediarios privados a un número creciente de funciones que antes correspondían por derecho al Estado, y de una nueva distribución de este último… En este contexto, las puertas están abiertas y la mesa está servida para el negocio del crimen organizado en la política y la economía.

Bibliografía citada

Bobbio, Norberto (1996): Estado, gobierno y sociedad. Por una teoría general de la política. México, Fondo de Cultura Económica.
Held, David (1997): La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita. España, Editorial Paidós.
Hibou, Béatrice (2013): De la privatización de las economías a la privatización de los Estados. Análisis de la formación continua del Estado. México, Fondo de Cultura Económica.