Osvaldo Dallera

jueves, enero 14, 2016

Democracia periodística-parlamentaria

Desde hace por lo menos veinticinco o treinta años las poblaciones de los países con regímenes democráticos asisten a la discusión interminable de la calidad de los gobiernos de turno. Expresiones en uso tales como legitimidad democrática, deterioro de la calidad institucional, deslegitimación política u otras equivalentes dan cuenta del estado de situación. Yo creo que va siendo hora de empezar a discutir el formato del régimen o si prefieren de forma más explícita, la forma o el estilo de democracia que supimos amasar desde entonces.
La democracia tal como nosotros la experimentamos y, con matices, tal como se implementa en otros países, es una democracia periodística-parlamentaria: el periodismo nos marca el camino (como se dice, fija la agenda), los legisladores mediáticos se convierten en sus voceros y los puestos de decisión política ejecutan todo aquello que, llegado a esa instancia,  ya se da por descontado (algo así como “¿qué otra cosa se podía hacer”?). En nuestra época no debe sorprendernos el protagonismo político de los periodistas y, mucho menos el de los políticos mediáticos (funcionales, en este punto, al proyecto periodístico), mutantes y genuflexos. Recordemos que cuando los sacerdotes eran la expresión de la voluntad de dios los regímenes eran teocráticos, cuando los nobles y las cortes supieron decir lo que los reyes querían escuchar la política se estratificó y ahora, después de un breve período (un siglo) en el que una apuesta por lograr una población masiva y educada ciudadanamente nos hizo pensar que era posible una democracia a secas, los MMC se convirtieron en la voz y la conciencia bienpensante del pueblo, la democracia se volvió periodística e indica lo que los políticos y los ciudadanos tienen que decir primero, y hacer después.
Por eso conviene aclarar que la expresión “parlamentaria” es genérica y quiere decir aquí “hablante” en sentido amplio. Por lo tanto incluye no sólo las sesiones de las legislaturas y los parlamentos (en donde ya sabemos que se habla y mucho), sino también cualquier lugar en donde se debate y discute de política con pretensiones de llegada a la mayor cantidad de gente posible. Así, el parlamento, los paneles televisivos, los programas de radio, e incluso las redes sociales forman parte de este modelo de democracia.
La estrategia más visible de la democracia periodística-parlamentaria es desviar el foco del primado del sistema económico en la vida social contemporánea y orientar la mirada de la población hacia otros sistemas también muy vinculados a la política. La economía sigue siendo, más tarde o más temprano, la que divide aguas en la población a los efectos de acompañar o impugnar las políticas de cada gobierno en esa materia. Sin embargo esta forma de democracia se esfuerza todo lo que puede para torcer la atención de la gente hacia temas y motivos propios de otros sistemas sociales, sobre todo el de la justicia (incluyendo motivos como el estado del aparato represivo, la connivencia entre el poder judicial y los otros poderes del Estado, la lentitud o discrecionalidad de los jueces en el dictado de sentencias, etc.) y el de la moral ( las denuncias de corrupción están a la orden del día y los MMC tienen una habilidad superlativa para amplificar o disminuir su difusión e impacto, según convenga a los intereses que patrocinan).
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de la democracia periodística-parlamentaria el sistema político moderno no exhibe ni admite ninguna relación entre justicia, moral y política. Cada una de estas instancias es independiente de las otras dos y se vinculan entre ellas sólo en el orden discursivo (o sea, como palabras que pueden combinarse en alguna oración o dentro de un párrafo), pero que en conjunto carecen de referentes en el entorno. En el mundo real la justicia como concepto encauza las acciones dentro del sistema jurídico (“justicia” es un noción orientadora dentro del ámbito del derecho y sirve para que dentro de ese espacio se dicten sentencias que no necesariamente deben guardar alguna relación con las expectativas de justicia que se generan, por ejemplo, en la población). Hace bastante la moral dejó de ser la herramienta utilizada por alguna autoridad (pero, ¿cuál?) para dictaminar acerca de lo que está bien y lo que está mal y pasó a ser el sistema regulador de las interacciones de aceptación y rechazo entre las personas (piensen, si no, en los últimos años, cuantas relaciones se rompieron o estuvieron (o están) a punto de romperse por pensar diferente). Por último, la política guía la toma de decisiones en función de los intereses que representan los gobiernos de turno y sus relaciones con la justicia y la moral tienen que ver con cosas que se dicen, sobre todo en momentos de campañas electorales o en el repiqueteo cotidiano en los espacios donde se habla de cosas para que la economía no sea la que domine el universo temático de la política.
La táctica de la democracia periodística-parlamentaria en materia política es el “centralismo democrático” pero a derecha e izquierda. El slogan del centralismo democrático, nacido de las organizaciones radicales de izquierda es (o era) más o menos éste: democracia para los nuestros, restricciones para los de afuera. Desde luego, dentro del orden periodístico parlamentario la implementación de esta modalidad no llega a extremos violentos, pero se encubre en formatos institucionales e informativos. En el primer caso quien está en el gobierno hace un uso distorsionado (suponiendo que hubiera una manera políticamente correcta de logar los objetivos propuestos) de mecanismos institucionales y legales para el logro de sus políticas. Por ejemplo, aprovechamiento de las mayorías parlamentarias para sancionar leyes (lo que en Argentina se denominó “escribanía”) o apelación a los atributos constitucionales del poder ejecutivo, como el recurso a los decretos, si las otras fuerzas no acompañan o no se está dispuesto a esperar el resultado de las negociaciones. En el segundo caso se manipula o directamente se oculta información relevante para luego afectar u orientar el curso de las políticas económicas, jurídicas, internacionales o de cualquier otro orden, que se quieren poner en marcha (el caso de las estadísticas oficiales es, tal vez, el más notorio: o se dibujan o se retarda su divulgación siempre con una finalidad ligada a la economía).
En función de este centralismo democrático la democracia periodístico-parlamentaria se constituyó en el régimen político dentro del cual, en el mejor de los casos, la población puede hablar (y esto incluye: opinar, lamentarse en las redes sociales, hacer catarsis por las desventuras propias y ajenas, indignarse, llamar a la solidaridad, etc.), protestar (convocar y asistir a marchas, organizar piquetes, hacer paros sorpresivos, etc.) y votar (bueno, eso ya sabemos lo que es y los resultados que da, si tenemos en cuenta la oferta que el electorado tiene a disposición). Todo eso en ese orden, que es el mismo que en condiciones más funestas se va perdiendo progresivamente: primero se piensa antes de decir algo que pueda resultar inconveniente, después llegan las restricciones y, eventualmente la prohibición del derecho a protestar y, al final, si lo demás no dio resultado, se suprime el voto.
Después de este breve recorrido se comprenderá que esperar mucho más de la democracia periodística-parlamentaria es una ingenuidad que, pese a todo, bien vale la pena conservar a riesgo de vernos de repente sorprendidos por algún “mecanismo institucional” vaya a saber uno de qué tipo (judicial, de mercado, parlamentario o de otro formato aún hoy desconocido), que nos deje en peores condiciones. Por eso, como dije al principio, en lugar de dejarnos arrastrar por el canto de las sirenas o por las propuestas discursivas que nos desvían del que a mi juicio es el verdadero problema estructural de la política moderna, lo mejor que podemos hace es repensar la democracia como forma de gobierno y ver si, en todo caso, un modelo mejor del implementado hasta aquí puede ser posible.
En fin, sabrán perdonarme el exceso de realismo pero también a mí me da mucha pena ver sufrir a mis amigos y amigas cada vez que veo en sus muros, desdibujadas sus expectativas y amplificadas sus decepciones.