Osvaldo Dallera

miércoles, septiembre 25, 2013

Comunicación política negativa


En los tres períodos en los que me gusta dividir la historia social y cultural de occidente hubo un momento en que la expresión dominante de esa cultura tuvo su versión negativa. Así por ejemplo, en la premodernidad (ese momento de la historia que entre los siglos III y XIV fue acaparado por el pensamiento teológico) la élite intelectual de la época (o sea, los teólogos) supo construir en sus albores (digamos, del silgo III al siglo V) una versión de la teología que se denominó teología negativa. Esta teología niega la posibilidad de conocer a Dios por lo que es, y sólo acepta que se puede saber de él lo que no es (Dios no es ni un género ni una especie porque está más allá, tanto de cualquier realidad física, como de las posibilidades de aprehensión y comprensión de la inteligencia humana). Por eso, para la teología negativa, Dios es incognoscible e incomprensible.

También la modernidad (el período que muchos científicos sociales extienden entre los siglos XV y fines del siglo XX) ha sabido darle una impronta negativa a uno de sus conceptos insignes: la dialéctica. Recordemos la importancia que ese concepto tuvo primero para Hegel, y luego para Marx. Por eso, dentro de esa tradición, en el marco de lo que fue la escuela de Frankfurt, y ya pasada la mitad del siglo pasado, Adorno acuñó la expresión dialéctica negativa e incluso le dio formato de libro. Básicamente, esa dialéctica niega lo que fue un estandarte del pensamiento metafísico clásico que creía posible identificar razón y realidad, sujeto y objeto y, en términos de la filosofía del lenguaje, el mundo y sus referencias. En pocas palabras, la dialéctica negativa busca resaltar el valor de la diferencia y la contradicción por encima de los valores tradicionales burgueses de la identidad, la unidad y la armonía (este último concepto, sobre todo, en el campo de la estética, como valor positivo de la belleza).

Nosotros, en nuestra época, que algunos llaman posmodernidad y otros modernidad tardía, para no ser menos, también asistimos a un momento en el que una de nuestras vedetes conceptuales, la comunicación, atraviesa por una etapa en la que con todo derecho podemos decir de ella que va en camino de constituirse (si es que todavía no lo ha hecho), en comunicación negativa.

Comunicación negativa es  aquella producida de manera deliberada por un conjunto de emisores organizados con la finalidad de desinformar, confundir y escandalizar a los receptores a los que van dirigidos sus mensajes. La comunicación negativa tiene una usina, dos grandes grupos de voceros y dos espacios de difusión bien definidos. La usina de la comunicación negativa es el conjunto de factores de poder que construye estrategias discursivas (argumentos racionales y/o emocionales) que sostienen sus intereses sectoriales. Sus voceros son los periodistas y los políticos parlamentarios (en general, los legisladores). Los espacios sociales donde se expresa la comunicación negativa son los medios de comunicación y el parlamento.

Después de Karl Kraus (contra los periodistas) es muy poco lo que se puede agregar sobre esta nueva casta sacerdotal que interpreta, apostrofa, dictamina y enjuicia sobre todo y sobre todos y que, bajo sus dictámenes y sentencias, quedamos nosotros expuestos, indefensos e imposibilitados de contrarrestar la fuerza y los efectos de sus expresiones. Y aunque es muy poco lo que se puede agregar después de lo dicho satíricamente por Kraus sobre los periodistas, Pierre Bourdieu[1], se permite glosar las reflexiones del escritor austríaco, y lo primero que nos recuerda es que “los fenómenos observados por Kraus, tienen un equivalente hoy”. Para sostener esta afirmación, Bourdieu puntualiza algunos rasgos del periodismo que contribuyen a darle forma a la comunicación negativa.

Afirma, en primer término, que los periodistas se arrogan el monopolio de la objetivación pública, esto es, si lo dicen ellos, entonces es cierto y las cosas, los hechos o las personas son como los periodistas dicen que son.

En segundo lugar, constata el poder (y el abuso de poder) que el periodismo ejerce cotidianamente sobre nosotros, y eso debería servirnos como advertencia para ser precavidos ante sus especulaciones, conjeturas y afirmaciones.

En tercer lugar, Bourdieu menciona cómo ejercen ese poder los periodistas, diariamente, a través de la divulgación masiva en los grandes medios, y lo hacen en el acto “de publicar o no publicar los hechos o los comentarios a ellos dirigidos (hablar de una manifestación o guardar en silencio, de dar cuenta de una conferencia de prensa o ignorarla, de dar cuenta de manera fiel o inexacta, o deformada, favorable o desfavorable), o hasta, en desorden (a granel), por el hecho de poner los títulos o las leyendas, por el hecho de pegar etiquetas profesionales más o menos arbitrarias, por exceso o por omisión (podríamos hablar de los usos de la etiqueta de "filósofo"), por el hecho de constituir como un problema algo que no lo es, o la inversa. Pero pueden ir más allá, impunemente, respecto a personas, a sus acciones o a sus obras. Podemos decir sin exagerar, que tienen el monopolio de la difamación legítima. …”

En cuarto lugar, pone en tela de juicio la moralidad o ética siempre presentes si no explícitamente, como telón de fondo de las notas o editoriales que escriben en los diarios o dicen en la radio o la televisión. En ese sentido, recuerda que Kraus “…tenía horror por las buenas causas y de aquellos que sacan provecho: es un signo, a mi juicio, de salud moral de estar furioso contra aquellos que firman peticiones simbólicamente rentables. Denuncia lo que la tradición llama el "fariseísmo". Por eso, expone sus “…dudas sobre la deontología y sobre todas las formas de seudo-crítica periodística del periodismo, o televisiva sobre la televisión, que no son más que distintas maneras de hacer el audiómetro y de restaurar su buena conciencia, dejando todo en su lugar”.

Sin embargo, todo esto no es más que el efecto de la puesta en marcha de la comunicación negativa que el periodismo ejercita diariamente. Tal vez lo más significativo  está  en la forma como instrumentan ese valor de la comunicación. En líneas generales lo hacen recurriendo a tres procedimientos tan básicos como efectivos:

•        interpretar para desinformar. Aunque no estoy muy seguro de que todos los periodistas sepan quién fue Nietzsche (en realidad desconfío de la formación académica y del bagaje cultural de la mayoría de ellos y ellas), y mucho menos que casi todos conozcan aunque sea la vulgata de la famosa reflexión del filósofo que en su expresión más difundida dice “no hay hechos, sólo interpretaciones”, cada uno se las ingenia para desinformar poniendo en práctica esta máxima, interpretándolo todo. Y por supuesto, tampoco creo que para interpretar posean una profunda vocación hermenéutica ni que sigan los argumentos de Gadamer en Verdad y método, o de Ricouer en Hermenéutica y acción. Cuando interpretan se produce un fenómeno curioso. Interpretan los hechos como lo haría cualquier persona (muchas veces, “para que la gente entienda”) pero, como lo hacen desde un lugar privilegiado en términos de emisión para la comunicación (el púlpito de los medios), sus interpretaciones se toman por (o se transforman en) contenidos informativos. Lo que sucede es que esas interpretaciones cuentan con escaso respaldo argumentativo o fáctico y eso hace que esa faceta informativa de la interpretación termine desinformando, sobre todo cuando se cruza con otras interpretaciones surgidas de la misma manera.

•        opinar para confundir. El resultado de cada interpretación periodística (que, como dijimos, tiene un peso social superior a cualquier interpretación que no circule por los medios), se transforma en una opinión autorizada que aumenta sus dimensiones a medidas que luego se replica en otros medios y en otros programas en las que se confronta con las opiniones de otros periodistas o “expertos” que en pocos segundos nos explican su punto de vista de cualquier cosa (un choque, una explosión, un asesinato, el sentido de una ley, un eclipse, el reglamento de un deporte, o lo que sea). Se produce entonces en la audiencia o entre los lectores un efecto de saturación por exceso de opiniones. Ese exceso cuantitativo suele ser siempre defendido y exaltado como “una expresión genuina de pluralidad de voces que fortalecen la democracia”. La confusión, entonces, está clarísima.

•        confrontar para escandalizar. Es posible que alguna vez algún “maestro de periodistas” les haya dicho que un buen periodista es aquel que hace preguntas incisivas, molestas, o que es capaz de poner en aprietos a su entrevistado confrontándolo con su propio “archivo”, con su pasado o con su rival, adversario, o contrincante de turno. Cuando uno ve o escucha esos “debates” que puede ser entre vedetes o políticos (si es que hay diferencia entre ellos) advierte de inmediato que la propuesta no apunta a llegar a alguna conclusión superadora de las diferencias sino a llenar un vacío mediático con el escándalo que surge de la confrontación. Los medios, en definitiva, se ha convertido en eso: un vacío que hay que llenar con lo que sea y el escándalo no es más que uno de los rellenos predilectos de los periodistas.

En pocas líneas Pierre Rosanvallón nos sintetiza el rol político del periodista en nuestros días: El periodista “ya no es como en el pasado el modesto plumífero de letras o el servidor asalariado de los poderosos que le dan órdenes. Se impone como una figura política central, intocable y casi sagrada. Más aún se convierte en una verdadera institución”.[2] Y, para completar su lectura nos ilustra acerca de la función del periodista dentro del sistema político moderno: Sin tener el derecho de elegir, busca dirigir las elecciones; sin tener el derecho de figurar en los cuerpos deliberantes, busca influenciar las deliberaciones; sin tener el derecho de participar en los consejos del soberano, busca provocar o prevenir los actos de gobierno. En una palabra, busca sustituir con su acción la de todos los poderes establecidos y legales, sin estar en realidad investido de un  derecho propiamente dicho”.[3]
Pero si algo le faltaba al periodismo para terminar de completar esta forma de construir comunicación negativa, aparecieron los comentarios de “la gente”4] en las notas de los diarios que leemos en Internet. De verdad, uno no puede creer que eso que lee al pie de las “interpretaciones” pase realmente pero, seguramente, en nombre de la libertad de expresión, los comentarios y los comentaristas vinieron a unirse a los periodistas para terminar de darle forma a este nuevo valor de la comunicación.

En resumen, la comunicación negativa se sostiene en la interpretación que los periodistas hacen de los hechos, en las opiniones que ellos tienen sobre los acontecimientos y las personas, y en la construcción de confrontaciones (reales o inventadas) que sirven para mantener despierto el espíritu amodorrado de los lectores y las audiencias. Interpretar, opinar y confrontar son las prácticas más usuales de los periodistas que construyen comunicación negativa, y esas prácticas suponen una gradación de calidad en su puesta en acto (no es igual la calidad de la opinión de un editorialista avezado que la de un cronista; no es lo mismo que interprete los resultados de las encuestas –otra herramienta de la comunicación negativa- el conductor de un programa político, que lo haga un ciudadano común; no son equiparables las confrontaciones que nacen de la pluma de un jefe de redacción o del comentario de un conductor del panel, con las que provoca un notero en la calle, pidiéndole la opinión sobre su supuesto adversario, al entrevistado de ocasión).

El otro ámbito donde se genera comunicación negativa dentro del género político, es el parlamento. Y, lógicamente, sus gestores son, sobre todo, los parlamentarios pero, para decirlo más en general, cualquier político que ocupe un puesto por afuera de los cargos donde se toman decisiones.

La democracia moderna ha hecho del parlamento un lugar donde suceden dos cosas: por un lado, se cobijan quienes trabajan de políticos y tienen pocas o ninguna chance de ocupar cargos en los puestos de decisión que, por lo general, son los que se encuentran dentro del poder ejecutivo (desde el presidente y los gobernadores hasta los ministros), y ahora también, en el Poder Judicial. Por otra parte, el parlamento es el lugar en donde esas personas que van de un partido a otro con la doble finalidad de conservar su puesto de trabajo de políticos y de expresar las ideas de sus empleadores/anunciantes, hablan entre ellos haciendo ver que lo hacen en nombre del pueblo o de sus representados, pero en realidad sólo hablan para cumplir con su trabajo que, justamente, consiste en hablar y cobrar por eso. Para poder hacer su tarea lo que hacen es politizar algún tema (casi siempre instalado por la agenda mediática o por los movimientos sociales) para luego estar en condiciones de hablar sobre la cuestión.

Un pequeño grupo de ellos, además de hablar en el recinto y en las comisiones, va de un set televisivo a otro, y pasan de un micrófono de radio a otro.  Son los "parlamentarios mediáticos". Ellos se encargan de llevar por los medios las opiniones de sus empleadores que casi siempre son empresas o corporaciones en nombre de las cuales hablan (en el parlamento y en los medios) intentando que no se explicite ese mandato. Son, en verdad, personas especiales. No tienen ningún empacho de pasar de un partido a otro o de una organización política a otra, con tal de conservar el trabajo. Saben que lo único que tienen que hacer es hablar y adecuar el discurso a las necesidades de sus empleadores de turno. Ningún partido puede prescindir de ellos, por eso es difícil encontrar algún político que no haya saltado de una organización partidaria a otra, pero también es difícil encontrar algún partido que no tenga o haya tenido entre sus filas a uno o más de estos mutantes.

Esta situación (que no es nueva, pero que se ha transparentado en esta época por la exposición que tienen tanto los políticos como las sesiones del parlamento gracias a la difusión que le dan los medios) ha hecho del parlamento un ambiente donde se genera comunicación negativa (o sea: desinforma, confunde y escandaliza) y ha hecho de ésa, una institución absolutamente  prescindible. Conviene aclarar de inmediato que de lo que se puede prescindir es del parlamento pero no de la representación ni de la democracia representativa. Tal vez una prueba de esto es que a la población, cuando va a votar no le interesan ni las personas ni los nombres de los políticos que ocupan las listas por debajo de los parlamentarios o legisladores mediáticos.

Lenin[5] recordaba textos de Marx en "la comuna de París" y señalaba que "... en cualquier país parlamentario, de Norteamérica a Suiza, de Francia a Inglaterra, Noruega, etc.: la verdadera labor “de Estado” se hace entre bastidores y la ejecutan los ministros, las oficinas, los Estados Mayores. En los parlamentos no se hace más que charlar, con la finalidad especial de embaucar al “vulgo”.

Pero mucho más cerca en el tiempo, Luhmann, un sociólogo insospechado de producir ideas radicales como las de Marx o Lenin, también se dio cuenta de que "la politización de los temas no está enlazada de antemano a la solución racional de problemas... Los problemas se tratarán dando preferencia a aquellos problemas que no se pueden resolver (por ejemplo: creación de nuevas plazas de trabajo), sobre lo que es posible hablar sin que se sigan de allí mayores consecuencias. En este campo surgen talentos especiales que poseen habilidad de dar con estos problemas, de evitar su solución y de hacer que otros se ocupen de ello. Se llega así en sentido general a la hipocresía dado que se simula que con tan sólo buena voluntad se pueden solucionar los problemas”.[6]

Por eso, “en las elecciones los políticos tratarán de convencer al pueblo que los elija. Se dedicará mucha atención a la presentación correcta de programas políticos y se introducirán acentos morales para insinuar que ciertas políticas sólo podrían ser alcanzadas por gente que sabe lo que es bueno y verdadero. Es evidente que uno puede darse cuenta de este juego, pero el sistema está inmunizado contra ese tipo de observación porque en este nivel (nosotros diríamos: sistémico) no existe otra alternativa: al parecer no hay otra manera de manejar complejidad política. Si se descubriera otra forma esto significaría una verdadera revolución. Al pueblo no le queda más alternativa que resignarse ante las alternativas que se le proponen. Por eso, viéndolo con realismo, el futuro de la democracia dependerá de la forma en que se distingan las alternativas. [7]

En pocas palabras y para terminar, el periodismo opinante y el parlamentarismo venal y charlatán han sabido construir en nuestro tiempo una pareja que se lleva a la perfección porque saben compartir como pocos los beneficios que genera trabajar para el mejor postor en el momento oportuno, construyendo comunicación negativa. Afuera estamos nosotros mirando con desencanto, desde la ventana, y sin poder  hacer demasiado, el espectáculo que unos y otros escenifican del lado de adentro de la fiesta, tratando de hacernos creer que lo que hacen, lo hacen en nuestro nombre.




[1] Bourdieu, Pierre: Sobre Karl Krus y el periodismo. En: http://www.rebelion.org/hemeroteca/medios/090303bourdieu.htm



[2]Rosanvallón Pierre (2007):La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza. Buenos Aires, Editorial Manantial, páginas 112-113
[3]Adolphe Granier de Cassagnac, L´Empereur et la Démocratie moderne, París 1860, Ctiado por Rosanvallón Pierre, op. Cit., página 115



[4] Sobre la categoría “la gente” pueden consultar mi trabajo ¿Quién es La Gente? El otro relato
[5] V. I. Lenin (1975): El Estado y la revolución. Ediciones en lenguas extranjeras. Pekin. Página 56.
 
[6] Torres Nafarrate, Javier (2004): Luhmann: la política como sistema. México, Fondo de Cultura Económica, Universidad Iberoamericana, Universidad Nacional Autónoma de México. Página 258

[7] Obra citada, página 267.