Osvaldo Dallera

viernes, febrero 22, 2013

Vidas satisfactorias

Cuenta la anécdota que cuando John Lennon tenía cinco años, la madre le dijo que la clave de la vida era la felicidad. Tiempo después él fue a la escuela y un día le preguntaron qué quería ser cuando fuera grande, y él respondió que quería ser feliz. La maestra le dijo, entonces, que él no había entendido la pregunta, y John le contestó que ella no había entendido lo que era la vida.
Ciertamente, ser feliz, sobre todo en nuestra época, es una tarea ardua y, por tal razón, no faltan las recetas provenientes de distintos campos. Por ejemplo, para los cristianos, la clave de la felicidad hay que buscarla en las bienaventuranzas, pero ésa parece ser una felicidad prometida para cuando uno ingrese al paraíso, posibilidad que para algunos parece incierta y para muchos improbable o de escasa relevancia dadas las tentaciones, tribulaciones y complejidades que ofrece la vida mundana. Para los gurúes de la autoayuda, la felicidad puede lograrse con fórmulas muy variadas que, seguramente por mis escasos conocimientos sobre el tema, muchas de ellas me resultan superficiales, vagas, y nos más que un puñado de generalidades inconsistentes.
En fin, el logro de la felicidad, en los tiempos que corren me parece una tarea demasiado ardua y demasiado cargada de deberes absolutos. Yo prefiero vincular el problema al campo de la ética, como los antiguos griegos, y caminar detrás de una vida satisfactoria, armoniosa tal que, si se pueden alcanzar determinados umbrales de estabilidad razonable en tres campos bien definidos de la sociedad contemporánea, uno puede decir que en términos generales lleva una vida feliz. Permítanme referirme brevemente a cada uno de esos tres campos y detrás de qué hay que ir en cada uno de ellos.
Yo creo que en esta época y dentro de nuestra sociedad, para llevar una vida razonablemente equilibrada, armoniosa o, si ustedes prefieren, una vida aceptablemente satisfactoria, es necesario:
1. En el orden afectivo, construir un mundo íntimo de relaciones estables, genuinas y más o menos duraderas. Antes, el mundo íntimo parecía estar circunscripto al formato de la familia tradicional (padre-madre-hijos). Hoy, por suerte, y por las luchas de las minorías, el menú de opciones se amplió considerablemente y contempla formas que van desde las familias ensambladas a  los modelos monoparentales, familias de fin de semana, parejas sin hijos, etc. Los formatos se multiplican, pero lo que permanece inalterable en todos los casos es la necesidad y búsqueda de compartir afectos que se prolonguen en el tiempo.
2. En el campo profesional, elegir una actividad, oficio o profesión tal que, dadas nuestras posibilidades, en el día a día nos deje satisfechos. Primero que nada, no hay que confundir o igualar el campo profesional con el campo laboral. El primero es el que es capaz de brindarnos satisfacción porque nos hace sentir bien la tarea que hacemos, mientras que el segundo tiene que ver con la provisión de recursos para hacer frente a los requerimientos de subsistencia, consumo, confort, placeres, gustos, etc., que nos demanda tanto nuestra vida social como individual. No es lo mismo una actividad (por ejemplo, pasear perros, hacer artesanías, etc.), que un oficio (carpintero, electricista, reparador de electrodomésticos, etc.) o una profesión (programador, médico, contador, profesor, etc.). Hasta no hace mucho se suponía que sólo las dos últimas categorías eran capaces de satisfacer la autoestima de los individuos, pero de un tiempo a esta parte podemos constatar que se puede estar más o menos contento haciendo cualquier cosa que esté enmarcada dentro de las actividades legales (habrá quienes también estén satisfechos delinquiendo, pero no los contemplaremos dentro de este esquema).  
3. En el campo laboral, conseguir un trabajo de calidad que nos provea de condiciones de vida dignas (trabajo en blanco, remuneración acorde a la labor desarrollada, etc.). Las mejores condiciones de empleo que se hayan registrado en la historia de la humanidad son las que se generaron entre 1945 y principios de las década del setenta bajo el modelo socioeconómico conocido como Estado de bienestar. Durante ese período las condiciones de empleo estaban enmarcadas dentro de lo que hoy consideramos empleos de calidad: relación de dependencia, contrato de trabajo por tiempo indeterminado, cobertura social, vacaciones pagas, etc. A partir de mediados de los setenta y con el agotamiento de ese modelo económico, comenzó el deterioro de las condiciones de trabajo y empezó a tomar cuerpo lo que se conoce hoy en día como precarización laboral. Ese nuevo contexto coincidía con el fin del período de pleno empleo y la aparición de figuras laborales precarias tales como pasantías, tercerización, contratos por tiempo determinado, etc. Ya en la primera década de este siglo la precarización se acentúa y las empresas generan un nuevo modelo de deterioro en la condición laboral y en la dignidad del trabajador que se conoce con el nombre de “servidumbre voluntaria”. Esta nueva figura consiste, a grandes rasgos, en inocular en los trabajadores los ideales de la empresa con el doble propósito de hacer que los empleados realicen tareas por afuera de sus calificaciones específicas por las que fueron contratados, pero vinculadas a la promoción y realización de aquellos ideales, bajo la promesa no siempre explícita de que si se esfuerzan en llevar adelante actividades de “voluntariado” (lo que significa: no remuneradas, fuera del horario de trabajo, y ajenas a la calificación profesional del trabajador), podrán acceder a los mejores cargos y puestos dentro de la empresa, con los consiguientes beneficios y privilegios que trae aparejado ocupar esas posiciones destacadas. Por supuesto, no todos los trabajadores “comprometidos” llegan a tomar contacto con la zanahoria, la mayoría sigue ubicada en la periferia de los lugares de la empresa con la consiguiente pérdida de estímulo, caída de su autoestima y deterioro en la dignidad de su condición de trabajador.  En fin, algunos podrán vivir sin afectos, otros podrán vivir sin estar contentos con las actividades que realizan, pero difícilmente, hoy en día se pueda vivir sin trabajar, y mantener condiciones de vida sociales e individuales más o menos dignas o, como se dice ahora, condiciones que contemplen la inclusión de las personas en la sociedad en la que viven.
De acuerdo con este esquema es posible imaginar un cuadro indicativo de los grados de satisfacción que, cualquiera de nosotros puede atravesar en un momento u otro de la vida. Por ejemplo, una vida satisfactoria será la de aquel o aquella que, en los tres campos que acabamos de repasar las cosas funcionan razonablemente bien: hay un núcleo afectivo sólido, se disfruta de lo que se hace y las condiciones laborales son de calidad. Una vida poco satisfactoria es la que, a lo mejor, va bien en uno o dos de los campos pero tiene algunos bajones en el otro, o los otros dos. Finalmente, una vida nada satisfactoria es la que no brinda ni afectos íntimos, ni alegría o placer en la actividad, y cuenta con un trabajo precario o, directamente, cae en el conjunto de los desempleados.  
Por lo general es muy difícil que cualquiera de nosotros logre mantener siempre en alto los estándares de esos tres pilares que componen la estructura de vida de cualquier persona, en nuestro tiempo. Pero a lo mejor, y sin que todo esto pretenda constituirse en una receta, andar más o menos bien por la vida que nos toca en la actualidad consiste, justamente en armonizar nuestras relaciones afectivas, hacer lo que nos gusta y contar con un empleo que nos brinde a nosotros y los nuestros cierta seguridad social. Díganme, si no, si al fin de cuentas la mayor parte de nuestras horas (y sus respectivos contenidos vitales), no están ligadas a cuestiones vinculadas a alguno de esos tres grandes dominios de nuestras existencias.