Osvaldo Dallera

martes, junio 20, 2006

Economía política de las calificaciones[1]

Dice Pierre Bourdieu, uno de los sociólogos más renombrados de nuestro tiempo, que la sociología como ciencia es una disciplina que incomoda, porque su objetivo es desnaturalizar los cuerpos, las instituciones y los objetos. Esto quiere decir que tanto el sentido común como el conocimiento vulgar que se tiene acerca de cuestiones tales como la forma en que nos movemos o nos vestimos, la edad de las personas, el gusto por determinados alimentos o productos culturales o los criterios de administración de una familia o una escuela, son sólo aspectos perceptibles detrás de los cuales se encuentran los mecanismos sociales que les dan forma y los construyen.
Según Bourdieu el origen de esos mecanismos hay que rastrearlo en la economía de las prácticas que no sólo ensayamos cuando compramos o vendemos algún artículo, sino que están instaladas en el intercambio del conjunto de objetos, símbolos y recursos que forman parte de la vida social de las personas. Esto significa que aún cuestiones tan alejadas (en apariencia) del juego económico como podrían ser, por ejemplo, hacerse amigo de alguien o ponerse de novio con alguna chica, están, sin embargo, sometidas a condicionamientos sociales que hacen que uno finalmente no tenga los amigos que quiere (aunque eso es lo que dice el sentido común y el conocimiento vulgar) sino sólo aquellos que puede tener en función de las posibilidades con que cuenta para actuar en el mercado de intercambio de relaciones personales.
En pocas palabras, desde esta perspectiva, podría decirse que la economía de las prácticas alude a todo aquello que de transacción económica tienen las relaciones personales que no son, estrictamente hablando, de carácter económico; es decir, no están asociadas solamente con la circulación e intercambio de dinero. Cualquier cosa que forme parte de la vida de las personas y que pueda acaparar el interés de algunos, posee sus propiedades específicas pero, además, puede ser sometida al análisis social bajo las reglas y leyes de la economía política.
Veamos un ejemplo concreto analizando el lugar que ocupan las calificaciones que obtienen los alumnos dentro de la escuela vista como una estructura de intercambio de bienes. Una mirada rápida al asunto nos indicaría que, en líneas generales, las notas son el producto de la relación que se establece entre el esfuerzo realizado por el alumno y la ponderación que hace el profesor de ese esfuerzo, de acuerdo con determinados criterios de evaluación. Bien, hasta aquí todo parece ser "natural", es decir, de acuerdo como uno percibe que son las cosas.
Sin embargo, una mirada más atenta nos dejaría ver que esos criterios de evaluación, aparentemente neutros, se elaboran a partir del hecho que las notas, en tanto que objetos que interesan, construyen un campo[2] dentro del cual se juegan una gran variedad de relaciones entre los agentes que participan en él (léase los dos actores principales, los profesores y los alumnos, y el conjunto de agentes periféricos, padres, entidades propietarias de las escuelas, autoridades nacionales, y otras instituciones ligadas al quehacer escolar).
Las calificaciones, en tanto que herramienta pedagógica, cumplen con una función informativa (nos deben decir cómo está el alumno en relación con la materia, según el profesor), y una función de acreditación (según las calificaciones, el alumno o la alumna acredita que está en posesión de otros bienes que se cotizan en el mercado del conocimiento: saberes, habilidades, aptitudes, que le permitirán, una vez acreditados, pasar de año, ingresar en el mercado de empleos, ingresar a la universidad, recibir regalos, etc.). Pero, cuando uno empieza a mirar las cosas de otro modo comienza a advertir que, por ejemplo, las notas tienen, además del consabido valor pedagógico, un valor de cambio como cualquier otra mercancía que circula en el mercado. Ese valor de cambio de las calificaciones es el que no se observa a primera vista, es decir, es el valor no natural de la nota y del que tal vez resulte útil decir algo para que pueda comprenderse desde esta perspectiva, el rol que, también, cumplen las calificaciones en la estructura general del funcionamiento de las escuelas.
Como cualquier otra mercancía, las notas difieren unas de otras y, en función de esas diferencias, hay notas que son más codiciadas que otras. Como sucede con los demás artículos de consumo, con la adquisición de las calificaciones más apetecidas, se tiene acceso a otros bienes que con otras calificaciones de menor valor no se pueden alcanzar.
Como cualquier otra mercancía, las notas pueden adquirirse de distintos modos. Pueden obtenerse a cambio de haber invertido determinada cantidad de tiempo de trabajo (es decir, de haber estudiado bastante), pero también pueden obtenerse mediante el recurso a otros mecanismos que van desde el robo hasta el engaño, la seducción, o, simplemente, la compraventa.
Como cualquier otra mercancía, las notas están sometidas a la ley de la oferta y la demanda y por lo tanto habrá instituciones proveedoras de notas y consumidores interesados en adquirirlas. Y se equivoca el que piensa que todos van detrás de las mismas notas, es decir, que todos tienen, respecto de este bien, los mismos intereses, ya que, como con cualquier otro objeto, respecto de las notas, los intereses de las personas también varían en función de factores que no podemos analizar aquí. Yerra también el que piensa que es el profesor, en tanto que individuo, el que determina asépticamente el valor de cambio de la nota, ya que el profesor puede ser, en ocasiones, un engranaje más de la fábrica de notas. Y son los índices de producción de las empresas los que regulan el flujo de las distintas notas de acuerdo a como esté el mercado en cada momento, de manera tal que si para una empresa la demanda de su producto comienza a ser escasa, entonces tendrá que lanzar al mercado notas que permitan recuperar en el corto plazo el caudal de consumidores necesarios para que la fábrica siga funcionando, mientras que los alumnos, o sus padres, en conocimiento de esa situación, presionan para que las notas que ellos desean obtener circulen a un precio más ventajoso o puedan ser adquiridas invirtiendo menos cantidad de tiempo de trabajo, sin cambiar de proveedor.
Como se ve, hay detrás de las calificaciones, como con cualquier otra mercancía un mercado al que asisten compradores y vendedores que regulan la oferta y la demanda en función de sus intereses y de sus condiciones socioeconómicas (escolarmente hablando) en un momento determinado de la vida económica y política del campo de la educación.
Un detalle interesante de las calificaciones como bien de cambio es que tienen un grado de autonomía relativa respecto del objeto que representan. En efecto, la nota es un símbolo que se supone que representa el saber, la habilidad, o la destreza de un alumno en algún dominio específico[3]. Sin embargo, con poco que uno mire el estado de cosas actual en el ámbito educativo, advertirá que no siempre existe correspondencia o adecuación entre las notas que reciben y exhiben los alumnos y el saber que éstos verdaderamente adquirieron. Dicho de otra forma, las calificaciones se han independizado de su referente y eso hace que hayan constituido un campo autónomo (el campo de las notas) en el que los alumnos se esfuerzan por acumular capital[4], amenudo sin que les preocupe la relación entre el capital acumulado y el saber representado. La nota, en este aspecto, tiene un valor en sí mismo y es independiente de cualquier otro objeto.
Las escuelas son, dentro de este contexto, las instituciones cotizadoras de notas. Dentro del territorio, las notas tienen el mismo valor nominal, pero, dentro de cada escuela adquieren un peso y valor propio. Es decir, tienen distinta cotización. En este sentido, las escuelas ofician como bolsas de valores. Nominalmente se utilizan las mismas calificaciones en todas las escuelas. Sin embargo, cuando las notas salen al mercado en forma de títulos y logros, se toma en cuenta la procedencia y, por lo tanto el valor propio de las notas dentro de cada escuela. Los pesos no son los patacones, ni los dólares son los pesos. Parece que todos tiene el mismo valor nominal, pero la gente prefiere tener pesos y no patacones y dólares y no pesos. Así, un diez tiene un valor distinto si se "pone" en un colegio "exigente", que si se otorga en un colegio menos riguroso. El profesor, dentro de esta estructura, es el agente de bolsa y está sometido a las leyes del mercado de calificaciones y a la coyuntura política por las que atraviesa la sociedad y, dentro de ésta, la institución cotizadora de notas. Por lo tanto, su criterio está condicionado por el juego de tensiones que se dan entre los actores que intervienen en el escenario educativo. En todo caso, el diez no siempre representa lo que el alumno sabe; más bien, suele simbolizar las fuerzas sociales a las que están sometidas las instituciones y los profesores. Si el bien es un bien escaso, entonces ayuda a construir un tipo de colegio y también, las reacciones del consumidor. Los diez, nueves, o cuatros que el profesor distribuye difieren, muchas veces, de un establecimiento a otro, y él lo sabe. Sólo que, con frecuencia, no alcanza a explicarse cómo es posible, que siendo la "forma" del producto la misma, el contenido pueda ser diferente. La razón es social, económica y no pedagógica.
Sólo mediante este modelo explicativo puede entenderse que un profesor diga "aquí hay que poner notas bajas (o altas, según el momento y el lugar) porque si no pierdo mi trabajo"; que las instituciones educativas (incluidas las que dictan las normas para orientar la acción de las escuelas) elaboren estrategias que, bajo el eufemismo de conceptos tales como contención, retención del alumnado, o mantenimiento de la matrícula, les permita no disminuir el número de alumnos por curso o que, los alumnos y los padres regulen la oferta y circulación de notas altas presionando sobre las instituciones con mecanismos que van desde el cuestionamiento de los profesores hasta el uso de la amenaza con cambiar de marca o de hábitos de consumo de notas si es que en el mercado interno empiezan a escasear las calificaciones que los consumidores demandan para satisfacer sus intereses.
En resumen, las calificaciones son (entre otras cosas) el resultado de mecanismos sociales de producción, distribución y consumo de objetos culturales. Al mismo tiempo, la lucha por las calificaciones construye un campo en el que los distintos agentes que intervienen en él ponen en juego sus intereses, y descubren las tensiones y conflictos que existen entre ellos. Por último, las calificaciones se exhiben como capital simbólico susceptible de proporcionarle, a quienes están en condiciones de ostentar una condición aventajada en la materia, posiciones y beneficios valorados socialmente.
Por supuesto, para las personas poco avisadas en la materia, esto puede parecer pura ficción. Pero solamente por esta vía pueden explicarse algunas conductas personales de los profesores, algunas políticas institucionales y algunas estrategias de los consumidores de acuerdo con el particular momento que les toca vivir dentro de la trama de relaciones en la que están inmersos y de la cual dependen.
[1] Publicado en DIALOGOS - MAIL En Filosofía, Ciencias Sociales y Educación Año I N°2
Buenos Aires, 1 de octubre de 2002 . Revista de la Asociación Argentina de profesores de Filosofía (SAPFI)


[2] Un campo social se construye alrededor de un objeto (en este caso las calificaciones) susceptible de despertar interés en los actores que intervienen en ese campo y se esfuerzan por obtener los mejores beneficios que puede prodigar la obtención del objeto que está en juego. La acumulación por parte de cada agente (en nuestro ejemplo, los estudiantes) de los mejores ejemplares del objeto que está en juego dentro del campo, es decir, las mejores notas) les permite adquirir un capital (mejor o peor, según las nota que obtiene) que a la postre le servirá para ubicarse socialmente, en relación con los demás, en una determinada posición dentro del campo. Dicho de otra forma, las notas que posee un alumno forman parte del capital que tiene, exhibe y utiliza para establecer otras relaciones o adquirir otros bienes (títulos, ingreso a la universidad, empleo, etc.)
[3] Puede pensarse a este respecto, una relación análoga a la que mantiene el papel moneda con el respaldo en oro o en dólares que, hipotéticamente, permitiría la inmediata convertibilidad.
[4] El capital es el valor que está en juego dentro de un campo y que lo distingue de otros campos. Es el conjunto de bienes acumulados que se producen, se distribuyen, se consumen, se invierten y se pierden. Es el objeto central de las luchas y consensos dentro de cada campo. Cualquier bien susceptible de acumulación en torno al cual puede producirse un proceso de producción, distribución y consumo, es decir, un mercado.

viernes, junio 16, 2006

La escuela, Platón y el filósofo-rey

Desde que decidí ejercer el cargo de Rector me impuse la convicción que la escuela en la que trabajase debía pagarme para pensar. Desde ese día mi objeto laboral de pensamiento sería la escuela. Para mí el trabajo de Rector consiste en pensar la escuela en la que trabajo y, por supuesto, cobrar por eso. Desde luego que también hago otras cosas: recibo estoicamente a los padres, asisto cínicamente a algunas celebraciones y actos, persuado sofística, retórica o lógicamente (según los casos) a los distintos auditorios ante los que tengo que presentarme; voy epicúreamente, cuando me invitan, a fiestas y agasajos; vivo con angustia existencial la condición laboral de mis colegas; me enfrento pragmáticamente con supervisores y representantes oficiales o de entidades propietarias y miro desde el escepticismo los resultados obtenidos. En fin, pongo la filosofía al servicio de la escuela a través de mi trabajo de rector. Por eso puedo acudir a Platón y preguntarme ¿En qué otro lugar que no fuera la escuela un filósofo podría tener la pretensión de sentirse rey?
¿En qué consiste pensar la escuela? Básicamente, desde mi punto de vista, pensar la escuela es pensarla en dos grandes campos: el campo político y el campo pedagógico-didáctico. Como resultado de ese pensamiento deben producirse estrategias de acción en cada campo. Estrategias de política institucional y estrategias de acción concretas para el mejoramiento del trabajo en el aula y de la interacción con los alumnos en su conjunto. El campo pedagógico didáctico puede dividirse, a estos efectos, en tres grandes dominios de la acción docente: epistémico, ético y estético. De todas estas cuestiones hablo con detalle en mi libro La escuela Razonable[1]. Podemos forzar algunos puntos de contacto entre este modelo de escuela y las ideas políticas del último Platón, es decir, el de Las Leyes y el Político.
La línea seguida por Platón en La República produjo una teoría en la que todo se subordina al ideal del filósofo-rey, cuyo único título de autoridad se debe al hecho de que él, y sólo él conoce lo que es bueno para los hombres y para los estados. Como se sabe, en ese libro Platón expone, entre otras cosas, las líneas directrices de lo que debe ser un estado ideal. Platón estuvo convencido hasta el fin de que en un estado ideal debía prevalecer el imperio de la pura razón, encarnado en el filósofo-rey, por sobre las apariencias, las costumbres y las convenciones.
La diferencia fundamental entre la teoría de La República y la de Las leyes consiste en que el estado ideal de aquella es un gobierno ejercido por hombres especialmente seleccionados y preparados, sin la traba de ninguna norma general, en tanto que el estado que se bosqueja en la última de esas obras es un gobierno en el que la ley es suprema, y tanto el gobernante como el súbdito están sometidos a ella. (Sabine, 77)
Al escribir Las leyes Platón dice repetidas veces que su propósito es presentar un estado segundo en orden de preferencia (es decir, ya que hacer el ideal es imposible, debemos conformarnos con hacer el que se puede). Él había aprendido de Sócrates (y nunca cambió de opinión a este respecto) que tenía que aferrarse a la razón, pero a esa altura llegó a no estar tan seguro de que debía despreciar la convención.
En cuanto a su definición del político establece una distinción tajante entre el rey y el tirano, distinción que se basa precisamente en este punto. Un tirano gobierna por la fuerza sobre súbditos que no desean su gobierno, en tanto que el verdadero rey o político tiene el arte de hacer que su gobierno se acepte voluntariamente. Nosotros deberíamos corregir y decir que la aceptación no debería ser voluntaria sino racional.
Tercer asunto: Según Platón la masa no es racional y se opone a cualquier modificación inteligente del orden existente. El problema, por lo paradójico e interesante, es que si se obliga a la gente “contra las leyes escritas y las tradiciones heredadas a hacer lo que es más justo, más noble y mejor que lo que hacían antes”, es absurdo decir que se los maltrata. Por lo tanto, desde esta perspectiva, no sería injusto obligar a los hombres a ser mejores de lo que ordenan sus tradiciones.
Además, para Platón, la forma mixta de gobierno bosquejada en Las leyes es una combinación del poder basado en la sabiduría y el principio democrático de la libertad. Un gobierno próspero busca mantener la moderación, templando el poder con la sabiduría o la libertad con el orden. La escuela razonable pretende alcanzar ese grado de moderación mediante la primacía instrumental del lenguaje (como recurso de la sabiduría) para templar el poder y mediante la implementación de un conjunto preciso de criterios para transitar libremente en un marco institucional ordenado. Lo que resulta ruinoso en ambos casos es el extremo. Aquí se encuentra, pues, el principio sobre el que debe formarse, según Platón, un buen estado (una buena escuela, la escuela razonable).Tiene que contener el principio de un gobierno sano y vigoroso, sometido a la ley. Pero, igualmente, si no constituye una democracia (y ninguna escuela lo es), tiene que contener el principio democrático, el principio de libertad y de participación de la gente en el poder, también sometido, naturalmente, a la ley. En eso consiste, desde mi punto de vista hacer una escuela razonable.
Al tener en cuenta todos estos aspectos, uno se pregunta si esto no es, en definitiva, lo que se propone hacer cualquier escuela. Yo creo que la escuela y quienes trabajan en ella toman esta perspectiva como punto de partida para el desarrollo de sus acciones. Otra cosa es que efectivamente se haga de una manera ideal. Todos aceptamos, implícita o explícitamente que la educación sirve para mejorar a las personas. Desde este punto de vista puede advertirse en la escuela un potencial subversivo y en quien la conduce una impronta elitista. Es verdad que con idéntico argumento se ha justificado el despotismo ilustrado desde la época de Platón, pasando por Lenin (recuérdese el lema utilizado para reclutar militantes y afiliados para el partido Bolchevique: “pocos, pero buenos”), hasta nuestros días. Esto hace precisamente la escuela cuando elige los contenidos y cuando selecciona lo que considera que son las maneras agradables y correctas de comportarse en la interacción con los otros. En pocas palabras, la lucha de la escuela en el dominio epistémico es contra el sentido común (o contra las convenciones, como diría Platón) y, si me permiten la expresión un poco pasada de moda, contra la vulgaridad, en los dominios éticos y estéticos.
[1] Dallera, Osvaldo: La escuela razonable. Ediciones E.D.B. Buenos Aires, 2001

jueves, junio 15, 2006

La Construcción de la autoridad docente

La autoridad docente se construye sobre una base institucional y tres pilares personales. La base institucional consiste en el apoyo y el respaldo que la institución, a través de su equipo de conducción, ofrece a los profesores para que éstos lleven a cabo sus prácticas con la tranquilidad que supone saberse contenidos dentro de un marco previamente definido y, por supuesto, coherentemente sostenido (me apresuro a aclarar que lo directivos de una escuela, para poder oficiar de sostén y respado del personal docente, deberán exhibir todas y cada una de las cualidades que, en esta nota, se les exige a los profesores para mantener su autoridad).
En efecto, sin el apoyo que debe brindar la institución al plantel docente, el ejercicio de la tarea se hace cada vez más difícil. En parte, esta dificultad tiene sus raíces en los embates de opinión provenientes de los otros sectores de la comunidad educativa (léase alumnos y padres que con sus puntos de vistas profanos cuestionan, cada vez con mayor frecuencia, la actuación profesional de los profesores). De cualquier modo, la educación como materia opinable y la actitud de las conducciones escolares frente a este asunto debe ser objeto de tratamiento por separado. Prefiero decir algo sobre los tres pilares personales que debe aportar el docente (y los directivos).
El primero tiene que ver con su idoneidad profesional. Un buen profesor comienza siendo autoridad ante sus alumnos cuando demuestra que tiene conocimientos sólidos y actualizados sobre la materia que enseña y que, además, los enseña de manera tal que los alumnos están en condiciones de entender lo que se les presenta. Es decir, sabe mucho y es didácticamente competente. Los alumnos reconocen, en general, a los buenos docentes, por estas cualidades. En otro sentido, deben ser materia de análisis las instituciones que hoy día tienen a su cargo la formación docente, pues, en buena medida, ellas son en parte responsables de la solidez de esta columna.
El segundo pilar es el plus de cultura que un profesor debe estar en condiciones de poseer (y exhibir) más allá de sus conocimientos específicamente profesionales. Un maestro, un profesor, deberían ser personas medianamente cultas. Una persona medianamente culta es una persona que reúne por lo menos estas características: está razonablemente informada, posee el hábito de la lectura, está en contacto con productos mediáticos de buena calidad y, en sus relaciones con los otros, exhibe una buena cuota de sensibilidad. Llamo sensibilidad al cuidado de las formas y al cultivo del buen gusto. Todo esto, sin perjuicio del dominio de la ciencia o el arte específico que debe dominar por ser el propio de su profesión. En el siglo XVIII podía decirse de personas como estas que eran personas ilustradas. Hoy podemos decir que una persona ilustrada (es decir, una persona con esas cualidades) es una persona culta. También estar en posesión de este plus es valorado por los alumnos y dota, a los profesores, de una autoridad que los pone “por encima” (bien entendida esta expresión) del mundo vulgar, al que no se le puede exigir que muestre esos requisitos (un submundo del mundo vulgar está constituido por los medios masivos de comunicación).
Si bien no se puede caer en la simplificación de decir que antes todos los profesores eran así y ahora ninguno muestra estas características, sí se puede conjeturar que ese estereotipo o modelo descrito precedentemente viene de una época lejana, pero no tanto. Lo que me interesa resaltar es que de un tiempo a esta parte, muchos profesores, en general, han abandonado el deseo de ser cultos como un valor en sí mismo y las prácticas concretas que los llevaban a la adquisición de esa forma de ser. Ahora, algunos, prefieren ser “populares”.
El tercer pilar es su condición de persona adulta y, por lo tanto, madura. En primer lugar una persona adulta tiene conciencia de sus derechos tanto como de sus obligaciones. Es decir, es responsable. En segundo lugar, la adultez es un rasgo difícil de medir pero, a lo mejor, más fácil de percibir. Tal vez sea mejor describir a una persona adulta comenzando por señalar cuándo deja de serlo. Una persona deja de ser adulta cuando se comporta como un adolescente. Para decirlo de otro modo, una persona es adulta cuando deja de hacer pavadas (recuérdese que se dice de los adolescentes que están en “la edad del pavo”). Conforme a lo dicho en otro lugar[1], un adulto deja de hacer pavadas en tres dominios específicos que, supuestamente, debió haber percibido mientras hacía su escuela media y mientras convivía en su casa y con su familia, entre personas adultas. Esos tres aspectos en los que el adulto deja de ser pavo son la presencia, el trato y la expresión. Dicho de otro modo, cuando uno es adulto deja de tratar de parecer un “pibe”, o una “teenagers”; trata a los otros y se hace tratar sin perder de vista la madurez que se espera de él y se expresa exhibiendo y mostrando un lenguaje amplio, pulido y modos acordes con los de una persona culta. Cualquier desvío de esas prácticas debe entenderse como un recurso retórico de uso tan preciso como esporádico.
Uno podría decir que el profesor comienza a perder su autoridad docente cuando expone sus debilidades en uno de esos tres pilares. Es difícil que la institución pueda hacerse cargo del respaldo de profesores cuyos recursos en alguno de esos tres campos (o en todos) son más que modestos, por no decir, precarios o, directamente, rústicos. Al mismo tiempo, frente a los demás miembros de la comunidad, la pérdida de uno o más requisitos los hace más vulnerables ante los embates cuestionadores e impugnadores de las prácticas docentes, que hoy están a la orden del día (“no sabe explicar ni corregir”, “es impuntual”, “no cumple con sus obligaciones”, “es arbitrario cuando evalúa”, etc.) Sin perjuicio de que muchas veces esas críticas son justas, lo que pretendo decir es que esas malas prácticas, cuando verdaderamente existen, provienen de la ausencia de alguno de esos tres pilares. Los avances de alumnos y padres frente a la posición endeble del profesor tienen que ver con el debilitamiento de la estructura de la profesión en tanto que tal, que es como decir, la falta de solidez de las prácticas y la ausencia de herramientas en el profesor para hacer frente con buenos argumentos a las impugnaciones (las más de las veces patéticas) que vienen de los demás miembros de la comunidad educativa. Y, según creo, estando en posesión de esos elementos, es algo que puede evitarse.
[1] Dallera, Osvaldo: La escuela Razonable. Ediciones E. D. B. Buenos Aires, 2000.

martes, junio 13, 2006

Anónimos y desterrados: los perdedores de la reflexividad y el ocaso de la institución escolar[1]

Introducción

Una de las causas que dieron lugar al proceso de globalización fue el borramiento de límites no sólo territoriales (porosidad de las fronteras de los estados nación) sino también económicos (desregulación del movimiento de capitales), y culturales (proliferación de múltiples maneras de entender y de expresar los acontecimientos). En este dominio, uno de los efectos más notables de la globalización es el crecimiento exponencial de las comunidades de sentido o, en términos de Bauman, el multiculturalismo y el multicomunitarismo.
Una comunidad de sentido es un colectivo de personas cuyo grado de proximidad no radica en los vínculos físicos o espaciales que mantienen sino en la familiaridad del universo simbólico y de significados que comparten y a partir de los cuales construyen una identidad. El incremento de las comunidades de sentido es un fenómeno propio de los últimos veinticinco o treinta años y uno de los factores decisivos en la gestación de comunidades de ese tipo fue la expansión de los Medios Masivos de Comunicación (MMC) y las Nuevas Tecnologías de la Información (TICs).
La escuela es una de las instituciones en la que mejor puede percibirse el crecimiento de las comunidades de sentido y sus derivaciones. Allí convergen adultos y jóvenes provenientes de “atmósferas simbólicas” diferentes con el deseo y la expectativa de producir un sentido más o menos compartido, explicitado en el currículum, que unos tienen que enseñar y otros tienen que aprender. Sin embargo, a pesar de ese objetivo y de las buenas intenciones que lo apuntalan, la escuela es una de las “instituciones concha” (Giddens, A.:2001) que atraviesa por una doble crisis y que pone de manifiesto la conexión existente entre el mandato social que recibe y la influencia que ejercen sobre ella, otros efectos de la globalización.
La idea de este trabajo es describir y analizar causas y efectos de esa doble crisis. En efecto, en primer lugar hay una crisis de significados “dentro” de las instituciones educativas que es el resultado de la expansión de la diversidad cultural y del pluralismo como fenómenos propios de la globalización:“El factor más importante en la generación de crisis de sentido en la sociedad y en la vida de los individuos tal vez no sea el secularismo supuestamente moderno, sino el pluralismo moderno. La modernidad entraña un aumento cuantitativo y cualitativo de pluralización... Si las interacciones que dicha pluralización permite establecer no están limitadas por «barreras» de ningún tipo, este pluralismo cobra plena efectividad, trayendo aparejada una de sus consecuencias: las crisis «estructurales» de sentido.” (P. Berger y T. Luckmann, 1997: 74)
Esto deriva en dos estrategias pedagógicas cuyos resultados extremos son dos rasgos de época: el relativismo y el fundamentalismo, derivados, respectivamente, del multiculturalismo y multicomunitarismo.
En segundo lugar, hay una crisis de significados “de” las instituciones educativas que se produce como resultado de la doble incertidumbre reinante acerca del valor de lo aprendido. Por un lado, lo que podríamos denominar una incertidumbre cognoscitiva (en tanto que falta de certezas o de verdades dignas de ser enseñadas y aprendidas) que promueve un descrédito y un desinterés acerca del valor de los contenidos curriculares que circulan por las escuelas ya que, o bien no se les ve ni se les asigna un vínculo con la vida real, o bien se supone que cualquier contenido puede ser sustituido por cualquier otro. Por otro lado, se produce una incertidumbre acerca del valor futuro de lo aprendido en su relación con sus posibilidades de aplicación o de inserción en un mercado laboral cada vez más precario, cada vez más restrictivo y cada vez más restringido que hace ver la relación entre aprendizajes y biografía personal futura en términos de riesgo.
En pocas palabras, también en el contexto educativo, y de acuerdo con Bauman, es posible, en esta situación de globalidad, detectar el estado de vulnerabilidad de los lazos sociales originada en la diversidad cultural, de incertidumbre valorativa y epistémica, de precariedad en la relación futura entre biografía académica y posibilidades laborales y de autopercepción de desprotección de los sujetos globalizados.

Diversidad cultural y pluralismo. Crisis de significados “dentro” de las instituciones educativas

Clifford Geertz, el reputado antropólogo americano, dice que “hoy día, todos somos nativos, y cualquiera que no se halle muy próximo a nosotros es un exótico. Lo que en una época parecía ser una cuestión de averiguar si los salvajes podían distinguir el hecho de la fantasía, ahora parece ser una cuestión de averiguar cómo los otros, a través del mar o al final del pasillo, organizan su mundo significativo.” (Geertz, 1994: 178)
Cualquiera que ingrese y camine por los pasillos de algún colegio instalado en el barrio de Flores (público o privado; laico o religioso) podrá ver cómo, alumnos y alumnas coreanos, chinos, porteños, peruanos y bolivianos animan juntos las clases y los recreos. Su presencia allí es un aspecto de la globalización, un ingrediente de la globalidad y una consecuencia del globalismo.
Distingamos cada uno de estos términos. La globalización pone el acento en los procesos políticos “en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”(Beck 2004: 29); la globalidad apunta a la dimensión sociocultural porque significa que “vivimos en una sociedad mundial” y “la totalidad de las relaciones sociales no están integradas en la política del Estado nacional ni están determinadas (ni son determinables) a través de ésta. Aquí la autopercepción juega un papel clave en cuanto (…) significa una sociedad mundial percibida y reflexiva” (Beck, 2004: 28). Por último, el eje del globalismo es la perspectiva económico-financiera de los fenómenos globales.
dicho esto conviene recordar que con la oleada inmigratoria de los años noventa, un sector de esas comunidades orientales ingresó al país con capital suficiente para instalar algún comercio vinculado al rubro alimenticio o a la industria textil, o, directamente, levantaron una pequeña fábrica de esta última rama de actividad que requiere mano de obra poco calificada y relativamente poca inversión de capital porque la tecnología que utiliza es de baja complejidad y más o menos barata. Durante ese período, y aún hoy, buena parte del personal contratado para desempeñar esas actividades (muchas veces en condiciones laborales precarias) proviene de las comunidades peruana y boliviana instaladas en el país, durante la última década del siglo pasado, como consecuencia de las ventajas comparativas que ofrecía, en aquel momento, la simetría en el tipo de cambio resultante de la vigencia del plan de convertibilidad.
Una mirada desatenta a este fenómeno puede llevar a inferir que, producto de las diferencias culturales que acarrean esos compañeritos de colegio (heredadas de sus lugares de origen), les cuesta entenderse entre sí y, lo que es peor, entender lo que se les pretende enseñar. Pero las cosas no son tal como parecen. No es el traspaso de las fronteras físicas lo que provoca, en todo caso, las dificultades para compartir significados múltiples en un mundo único, sino otro tipo de configuraciones grupales las que hacen proliferar mundos múltiples dentro de un lugar (la escuela) en el que se propone construir un sentido único para comunidades de sentido diferentes. Más bien lo que hoy aglutina y, al mismo tiempo, divide a las personas y los grupos no son las fronteras físicas y territoriales, sino los distintos tipos de intercambios simbólicos que se realizan a través de los contactos que se mantienen y de los circuitos que se recorren en los espacios virtuales y en los significados construidos en los MMC (Bauman, 1999: 133)
En ese contexto globalizado, entonces, el problema de las instituciones educativas de hoy consiste en presentar contenidos comunes a personas que pertenecen a comunidades de sentido diferentes. Como queda dicho, sería un error pensar que esa diferencia proviene únicamente del origen geográfico del cual procede cada uno. En todo caso, esa es sólo una de las causas (y tal vez la menos significativa) de la diferencia en la manera de atribuir distintos significados a un mundo y a una realidad que se suponen únicos.
El problema es un fenómeno de la globalización o, mejor, de la globalidad: fragmentos de comunidades de sentido que cohabitan y participan de experiencias comunes aportando cada una sus saberes, costumbres y tradiciones; el problema es un problema específico de esta época reconocido especialmente en las grandes ciudades y originado, en su mayor parte, por el avance tecnológico producido en el área de las comunicaciones. Como dice Beck: “las fuentes de significado colectivas y específicas de grupo (como, por ejemplo, la conciencia de clase o la fe en el progreso) de la cultura de la sociedad industrial están sufriendo de agotamiento, quiebra y desencantamiento” (Beck et. al., 1997: 20). Esas fuentes de significado están siendo reemplazadas por múltiples comunidades de sentido provenientes de foros cuya diversidad temática resulta difícil mensurar.
Ante esta tensión entre el objetivo educativo y la realidad cultural heredada de la globalidad se plantea el siguiente problema: ¿cómo hacen las instituciones educativas para respetar las diferencias o el pluralismo de sentido que se manifiesta en cada persona o grupo de personas que concurren a ellas y, al mismo tiempo, impartir una selección de contenidos que son los que (alguien o algunos) consideran más significativos para ser compartidos?, ¿privilegia eso que Beck denomina contextualismo totalizador dejando abierta las puertas al aprendizaje (y la enseñanza) de un relativismo que termine por hacerles entender a todos que “todos son como son” (Beck, 2004: 121) y asume que en definitiva los saberes, las costumbres y las tradiciones son solamente diferentes y la convivencia consiste en respetar las particularidades de cada expresión cultural?, ¿privilegia la supremacía de una tradición, de un conjunto de costumbres y de saberes que pertenecen a una de las comunidades de sentido y entonces son seleccionados porque se los considera los mejores y se los defiende (implícita o explícitamente) adoptando una postura etnocéntrica (Giddens, 2001: 54)?
Estas preguntas desembocan en respuestas que dan lugar a dos corrientes pedagógicas diferentes. Podríamos denominarlas, respectivamente, corriente culturalista y corriente comunitarista. Las dos parten de algunos reconocimientos compartidos. Naturalmente, las estrategias de salida que propone cada una de las corrientes, son diferentes.
El reconocimiento compartido por ambas es que el pluralismo moderno es un hecho constatable e irrevisable de la vida globalizada. Las dos admiten que el pluralismo consiste en muchos mundos diferentes participando, en determinados momentos, de experiencias que pretenden hacerse comunes y compartidas. Para las dos estrategias esa circunstancia produce un efecto doble: 1) o bien cada cual vive de acuerdo con sus criterios respetando o simulando respetar los criterios ajenos, o bien 2) cada comunidad y sus miembros se encierran en sus propias posiciones evitando mezclarse con visiones del mundo ajenas e incluso combatiéndolas. En cualquiera de los dos casos se extingue en el espacio público el sentido de lo dado por supuesto para todos. Ya deja de haber un sentido único (acerca del mundo, las personas, las relaciones y las cosas), que opera como telón de fondo común, válido y aceptado en general por todos. Dentro de estos recorridos, el pluralismo fragmenta los significados en muchas comunidades de sentido diferentes a las que les da lo mismo convivir en el mismo seno o que prefieren evitar el contacto con extraños.
Parece ser, entonces, que el pluralismo propio de la globalidad produce una crisis de significados y esto genera en las personas al mismo tiempo que un sentimiento de relativa libertad (ya que cada cual piensa y siente como quiere y por lo tanto todas las expresiones, sentimientos y puntos de vista se transforman en opiniones con el mismo valor), un estado de ánimo que mezcla, para decirlo con Bauman, confusión, angustia, inseguridad y desprotección (porque también sucede que esas mismas personas, fuera de sus comunidades primarias o de origen, no tienen nada firme y estable para sostener sus propias opiniones): “el concepto de “crisis cultural” ha llegado a aludir al estado de ambigüedad normativa, ambivalencia, inconsistencia, falta de claridad, indefinición; y a la percepción de dicho estado como una amenaza que, de una u otra manera, afecta al bienestar de la sociedad en general y a la vida exitosa de sus miembros.” (Bauman, 2003 b: 159)
Así, cuando unos salen al espacio público y compartido a cotejar lo propio, se encuentran con que los demás también tienen pareceres, opiniones y puntos de vista que consideran tan valiosos e importantes como cualquiera de los otros ¿Qué hacen entonces los culturalistas y los comunitaristas pedagógicos? En nuestro tiempo es frecuente ver que cada corriente responde a la crisis de significados mediante dos salidas extremas.
Los que se encuadran dentro de la corriente culturalista sostienen que intentar construir un modo de pensamiento más o menos unificado y válido para todos dentro de una comunidad o cultura es simplemente una utopía o una quimera y no tiene sentido. Según estos culturalistas (que bien pueden ser los contextualistas totalizadores de Beck) todo lo que se puede hacer en el encuentro con las diferencias es tener una actitud de aceptación, comprensión y voluntad comunicativa entre ellas. Queda excluida de esta propuesta la posibilidad de intentar hacer algo que suponga llevar a los miembros de una comunidad a vivir lo que otra comunidad propone en términos de costumbres, valores, tradiciones o puntos de vista. Algunos se contentan y viven lo mejor que pueden adoptando una actitud abierta y tolerante frente a todas las posturas: se vuelven multiculturalistas.
Los multiculturalistas hablan de “educar para la diversidad”. Ya que nada se puede sostener con una firmeza digna de mayor crédito, démosle entonces cabida a toda la gama de valores, creencias y opiniones que circulan. Ante este panorama, todo lo que se puede hacer es reconocer y aceptar la profundidad de las diferencias culturales que cohabitan dentro del mismo edificio y minimizar esas diferencias intentando construir un vocabulario (podríamos decir, un sistema de significación) que las comprenda y haga viable la comunicación, los intercambios y la convivencia entre las distintas comunidades de sentido sin que nadie resigne nada del conjunto de pautas culturales que trae consigo. El relativismo se convierte, entonces, en la primera reacción extrema frente al fenómeno de la crisis de sentido.
Al contrario de la postura anterior, los comunitaristas, es decir aquellos que no toleran la falta de certidumbres, se refugian en sus propios valores, conocimientos y creencias y los sostienen a capa y espada para convertirlos en el fundamento y sostén de todas sus acciones, sin dar lugar a puntos de vista contrapuestos a los suyos ni admitir el disenso o la diferencia en la discusión. Ellos educan para “conservar y mantener la identidad”, y entienden (e incluso aceptan) que cada comunidad haga lo propio: se vuelven multicomunitaristas. La tradición y los valores propios de la comunidad a la que pertenecen se convierten en el estandarte con el que salen a enfrentar, en el espacio común, las creencias de los otros. Suelen cobijarse en esta perspectiva, en general, las escuelas confesionales. La segunda reacción extrema al fenómeno del pluralismo global, derivada de esta corriente, es el fundamentalismo.
Para Beck la propuesta alternativa a las dos reacciones extremas está en lo que él denomina universalismo contextual: “el universalismo tiene el inconveniente de imponer a los demás su propio punto de partida, pero la ventaja de incluir a los demás, de tomarlos en serio...” (Beck, 2004: 120). Este punto de vista consiste, en pocas palabras, en aceptar y hacerse cargo de una diferencia, de una posición, sin que esto implique excluir a los demás (una “diferenciación inclusiva”). Supone, en este sentido, desechar las certezas, hacerse cargo de una verdad, pero permitiendo una revisión y una crítica constante a esa posición tomada.
Una primera conclusión derivada de este recorrido es que cualquier grupo de personas necesita un mínimo grado de coincidencia en las interpretaciones de la realidad para dotar de sentido a las acciones y las percepciones de sus miembros, pero además, para entenderse entre ellos. Uno de las principales vías de acceso a esa relativa unidad de criterio es la participación de los individuos provenientes de comunidades de sentido diferentes en instituciones que los aglutinen a través de esa “diferenciación inclusiva” de la que habla Beck.
En la época de la modernidad sólida o industrial (digamos hasta hace treinta o cuarenta años), los significados generados, conservados y distribuidos por las instituciones educativas podían tomarse, razonablemente, como instrumentos más o menos estables. La razón de ser de esos significados era evitar que se produjera, en los miembros de la comunidad, crisis subjetivas o colectivas por la falta de criterios compartidos. En este aspecto, la estabilidad que buscaba (y que posiblemente todavía busque) promover la escuela era particularmente importante porque podía (y aún puede) ayudar a construir una identidad común a partir del intercambio de experiencias más o menos homogéneas entre personas que provienen de comunidades y de mundos significantes más o menos heterogéneos. Entre aquel momento de la sociedad industrial y este momento de la sociedad global se produjo eso que Beck, Giddens y Lash coinciden en llamar reflexividad: una "transición autónoma, no deseada y no percibida desde la sociedad industrial a la sociedad del riesgo" (Beck et. al., 1997: 19).
Hoy, esas transformaciones autónomas, no percibidas y no deseadas tuvieron sus efectos reflexivos en el ámbito educativo. Eso que podríamos nosotros denominar reflexividad educativa derivó en una crisis de significados cuyos resultados recaen, por un lado en la pérdida de significación de la propia institución, en la medida que ya no están suficientemente claras las funciones sociales que tiene asignadas (¿educa? ¿contiene? ¿asiste?). Por otro lado, esa misma crisis tiene su correlato en los significados de los contenidos y los conocimientos que circulan dentro de la institución y que ponen en tela de juicio la verdadera función y utilidad social de esos saberes para sus potenciales usuarios.

Incertidumbres presentes y riesgos futuros. Crisis “de” significados de las instituciones educativas

En virtud de los aspectos que hemos desarrollado en el apartado anterior y a pesar de las buenas intenciones que deben suponerse en todos los actores del sistema, las instituciones educativas pasaron a ser una de esas instituciones que Giddens denomina “instituciones concha”: mantienen su cobertura exterior, pero adentro están vacías de contenido: “son instituciones que se han vuelto inadecuadas para las tareas que están llamadas a cumplir” (Giddens, 2001: 31).
Una prueba de esto es que una parte considerable de la sociedad adulta actúa como si intuyera o creyera que la escuela, o lo que pasa dentro de ella, ha dejado de ser importante para la vida futura de sus hijos. En efecto, una porción de los sectores medios y bajos de la sociedad percibe que la distancia que media entre lo que ofrece la escuela y lo que se hace dentro de ella es cada vez más grande, respecto de sus proyectos futuros. También advierten que los derroteros por donde transita y transitará la vida propia y la de los suyos, tiene que ver cada vez menos con la forma como la escuela trata aquello que resulta significativo para sus vidas. No es que la escuela no trate esas cosas; las trata, pero les da una orientación y un significado que, por la complejidad que supone, no es accesible de manera rápida y de fácil operatoria para quienes asisten a eso que podríamos denominar la escuela de la época global. Y entonces piensan que poner demasiado esfuerzo en “eso”, no tiene mucho sentido. Saben que hay que ir, pero el asunto es a buscar qué.
Se puede elaborar un intento de explicación de este parecer que encuentra, entre la clase media “castigada” (por no decir “derrotada”) y los sectores socioeconómicos más bajos, la mayor cantidad de adeptos. En primer término, esta bifurcación entre cobertura exterior y vacío interno la pone de manifiesto Beck cuando distingue entre organización educativa y significado educativo (Beck, 1998: 191). La organización se redujo al cuidado y mantenimiento de ciertos aspectos formales y normativos entre los que sobresale la condición de la escuela como acreditadora oficial de los supuestos conocimientos que allí se aprenden. Diríamos, para expresarlo en términos de Giddens, que se ocupó de preservar el caparazón de la institución en vez de velar por su contenido.
En el marco de la organización educativa entró en vigencia una economía política de las calificaciones que dio como resultado una carrera por las acreditaciones independizadas de sus referentes. En este aspecto el globalismo se ha inoculado en este campo de la globalidad y lo hizo transformando a las acreditaciones escolares y académicas en una mercancía que circula dentro de un mercado específico (el mercado de las titulaciones) al que asisten oferentes y consumidores que regulan la oferta y la demanda en función de sus intereses y de sus condiciones socioeconómicas (escolarmente hablando) en un momento determinado de la vida económica y política del campo educativo.
Un detalle interesante de las acreditaciones tomadas como bien de cambio es que tienen un grado de autonomía relativa respecto del objeto (saber) que representan. En efecto, una acreditación es un significante que se supone que representa el saber, la habilidad, o la destreza de quien la exhibe o la ostenta. Sin embargo, con poco que uno mire el estado de cosas actual en el ámbito educativo, advertirá que no siempre existe correspondencia o adecuación entre las notas que reciben y exhiben los alumnos y el saber que éstos verdaderamente adquirieron. Dicho de otra forma, en el contexto de la organización educativa global las calificaciones se han independizado de sus referentes. Para decirlo en pocas palabras, vivir en el mundo globalizado supone asignarle un valor de cambio tan o más significativo a las acreditaciones que a los saberes adquiridos.
A este respecto hoy daría la sensación de que importan (significan) más las acreditaciones que los saberes. Podríamos decir que estamos en la era del vacío cognitivo en razón de que “el saber cambia de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad llamada postindustrial y las culturas en la edad llamada postmoderna” (Lyotard, 1993 : 13). En una cultura de la exhibición de lo que se trata es de exhibir credenciales antes que demostrar saberes (« traeme tu curriculum »). Como dice Beck, “la formación ha perdido su "implícito luego"...” (Beck, 1998: 191)
En segundo lugar, el significado educativo está relacionado con el sentido que le dan los individuos a su formación. Este significado está condicionado por varios factores. Uno de esos factores, es de carácter económico y está relacionado con lo que cuesta la educación en relación con los resultados que se pueden obtener. Aquí se cuestiona la validez socioeconómica que se le puede asignar a los conocimientos aprendidos, en términos de responder a la pregunta ¿en qué medida eso que aprendemos nos sirve para desempeñarnos en nuestras vidas cotidianas? El otro factor es de carácter social y está relacionado con el valor de los conocimientos que se producen y se distribuyen dentro de las escuelas.
El factor económico podemos enfocarlo desde la relación pragmática costos-beneficios. Durante el período de la modernidad industrial o “sólida” el compromiso mutuo entre capital y trabajo dotaba de sentido a cualquier emprendimiento educativo porque, a posteriori, era seguro que iba a servir para incorporarse en un mercado de trabajo estructurado sobre la base del modo de producción y perfilado para el largo plazo.
Las condiciones estructurales de la modernidad reflexiva son diferentes de las condiciones estructurales de la modernidad industrial. En la modernidad reflexiva o “líquida” desapareció aquel compromiso, desapareció la estructuración sobre la base del modo de producción y, en consecuencia, se diluyó el trabajo para el largo plazo. En el lugar de la estructura industrial de la primera modernidad se ubicó una estructura sostenida en una red global cuya matriz está construida sobre la información y la comunicación sólo al alcance de los “ganadores de la reflexividad”. El resultado de esta transformación es “el advenimiento del trabajo regido por contratos breves, renovables o directamente sin contratos, cargos que no ofrecen ninguna seguridad por sí mimos sino que se rigen por la cláusula de “hasta nuevo aviso”. La vida laboral está plagada de incertidumbre.” (Bauman, 2003a: 157). En idéntico sentido, Richard Sennett da cuenta del mismo desenlace cuando afirma que ya nada es a largo plazo, y que la estructura institucional moderna se sostiene sobre el trabajo a corto plazo, con contrato o circunstancial (Sennett, 2000: 21 y 22).
Así, del lado de los costos los perdedores de la reflexividad analizan el problema pensando en cuánto hay que “gastar” o “invertir” en una educación de valor incierto para el futuro de los hijos. Desde el sentido común razonan más o menos de este modo: la buena educación es cara. Hace falta tanto dinero para una educación de calidad que no puedo ofrecerle todo eso a mis hijos (colegios con buenas instalaciones, planteles docentes bien pagos, estudios universitarios de grado y postgrado, libros, materiales, acceso a producciones culturales diversas, viajes, deportes, participación en actividades extracurriculares, mantenimiento de contactos sociales extraescolares, etc.). Si todo eso no forma parte de las prioridades de la familia o de la atmósfera social a la que pertenece, entonces es preferible poner la plata en otras cosas (las urgencias para los más pobres son tantas y el convencimiento de que no se puede resignar nada de lo adquirido resulta tan convincente para aquel al que todavía le queda algo, que, en un caso o en otro, lo poco o mucho que se tiene se destina a menesteres impostergables y de resultados más inmediatos).
Del lado de los supuestos beneficios a obtener, opera un cierto descreimiento acerca de los potenciales logros a alcanzar por la vía del acceso a la educación. El razonamiento implícito es más o menos éste: “dada mi posición social, y mis escasos recursos económicos, sociales y culturales, las posibilidades de que mis hijos se inserten en el circuito de los que ocuparán lugares bien remunerados o bien posicionados son muy escasas. Por lo tanto, voy a pagar el menor costo posible, ya que no tiene mucho sentido poner dinero y esfuerzo allí donde los beneficios a obtener van a ser pobres”. El vaciamiento de sentido de las instituciones educativas pone al descubierto el riesgo que resulta del divorcio o la escasa relación entre el valor de lo aprendido en la escuela y las posibilidades futuras de inserción laboral. Bauman lo dice de este modo: “flexibilidad” también significa que la antigua estrategia vital de invertir tiempo y esfuerzo para lograr capacitación especializada, con la esperanza de lograr una remuneración constante, tiene cada vez menos sentido” (Bauman, 2003b: 189)
El otro factor intuido o descubierto por aquellos que han decidido postergar o dejar de reclamar una educación cualitativamente mejor para sus hijos tiene que ver con el área de la producción y circulación de los conocimientos. En efecto, más allá de los mensajes globalófilos optimistas de quienes piensan que hoy todo es más fácil en materia de elaboración y acceso al conocimiento, la verdad es que las cosas no son tan así. La producción de conocimiento científico es cada vez más costosa en el doble sentido del término: es costosa en términos económicos y es costosa en términos de exigencias intelectuales y culturales. Esto significa que el conocimiento que se produce hoy es complejo y requiere una plataforma de acceso sólida y alta disposición para el esfuerzo y el trabajo intelectual. A su vez, esta complejidad en la producción demanda nuevos requerimientos en la tarea de hacer circular esos conocimientos. No todo es estar conectado a Internet, como suponen los funcionarios que creen que con poner computadoras en todas las escuelas ya estamos en el mejor mundo educativo posible.
La enorme distancia que hay entre el bagaje cultural de la población que forma parte de los perdedores de la reflexividad y el estado actual del conocimiento científico, más el caudal de información circulante hace que aquel grupo intuya que por sus condiciones sociales, económicas y culturales ha perdido el tren para subirse al carro de una educación de mayor envergadura. Para decirlo en términos de Bauman, el conocimiento sería un componente del portafolio de los turistas más que un artículo de consumo al que pudieran tener acceso los vagabundos (cfr. Bauman, 1999: 103).
En pocas palabras, los excluidos aprendieron que por la inequidad del sistema y por la complejidad del estado actual del conocimiento, la buena educación se ha hecho inalcanzable (que es tanto como decir elitista), a pesar de las buenas intenciones declamadas por políticos y educadores. Es como si el común de la gente se dijera a sí mismo, ¿qué tiene que ver todo esto conmigo? Para una gran mayoría, la buena educación se ha convertido en un objeto extraño.
El resultado de todo esto es la puesta en escena, en el teatro educativo, del cinismo posmoderno, en toda su dimensión. En general, los actores del sistema educativo hacen como si cumplieran con el deber (típicamente moderno) de ir a enseñar y a aprender, pero la realidad es que todo lo que pueden hacer es dejar constancia de que pasaron por ahí, unos distribuyendo y otros obteniendo acreditaciones. Así, la escuela (sobre todo la escuela media) se transforma en un gran escenario en el que los profesores hacen que enseñan, los alumnos hacen que aprenden y los padres hacen que están conformes (cuando los hijos aprueban).

Conclusión

Algunas palabras finales para el planteo de una hipótesis. La buena educación ha dejado de ser masiva y ha devenido educación de elite principalmente por la inequidad en la distribución de la riqueza y, como correlato, por el ensanchamiento de la brecha entre la vida diaria de la gente postergada y el circuito de producción y circulación de conocimiento complejo. Lo único que queda de la educación masiva es el carácter masivo pero con una impronta diferente de la que tuvo en el siglo XIX y durante buena parte del siglo XX. Pues, en aquel entonces, de la mano de una educación para muchos iban las posibilidades de ascenso social para todos. La globalidad trajo consigo la declamación del valor de la educación al mismo tiempo que la postergación masiva a su acceso tanto por la imposición de condiciones de vida inaceptables para los sectores menos aventajados de la sociedad como por la escasa importancia que éstos les asignan a las cualidades culturales y educativas que puede ofrecer una institución que se les ha vuelto extraña y ajena.
Esta orientación nos ubica sobre una senda bifurcada en dos sentidos, cada uno de ellos con destinatarios bien definidos. En un sentido se perfila la construcción de una educación destinada a unos pocos que, por procedencia económica y sociocultural, están obligados a captar los requerimientos de esa clase de instituciones cuya culminación es la ocupación de los puestos de decisión y gestión por parte de quienes se educaron en ellas. Son los que están aptos para vivir en la sociedad de riesgo porque están en mejores condiciones para navegar por afuera de las instituciones de control y protección que había sabido construir la sociedad industrial (Beck et. al., 1997: 18). Serán, si las cosas siguen así, los decididores de la modernidad líquida.
Por la otra senda van en camino de transitar quienes, debido a las políticas de exclusión y a las dificultades que supone captar críticamente las desventajas que se esconden en las propuestas culturales masivas de la época, no atinan a ver otras opciones para sí mismos que las que ofrecen las instituciones construidas sobre la base del credencialismo vacío. A éstos les cabe ubicarse en la superficie social sobre la que caen todos los peligros y ninguna posibilidad de decidir. Son, para decirlo con las palabras de Lash, la subclase de los perdedores de la reflexividad, excluidos de las estructuras de información y comunicación (I+C): “La nueva clase baja o subclase es, con bastante nitidez, una categoría de clase, que no se define por el acceso al modo de producción sino al modo de información…” (Lash, S. en: Beck, et. al., 1997: 166).
Dentro de este panorama y con los matices que puedan existir entre un tipo de escuela y el otro, una cosa es cierta: la institución escolar perdió el rumbo y el rol de encargada principal de construir y distribuir sentidos homogéneos capaces de aglutinar a quienes asisten a ella, y que provienen de múltiples mundos significativos. Su lugar lo ocuparon los MMC y las nuevas tecnologías de la información (TICs) que ahora construyen sentidos múltiples y transmiten masivamente los saberes y valores que promueven una variedad de comunidades de sentido heterogéneas. Aunque nos duela admitirlo, entonces, es muy probable que en estas circunstancias, la escuela difícilmente recupere masivamente el rol hegemónico que supo ostentar.

Bibliografía

Bauman, Zygmunt 1999: La Globalización. consecuencias humanas. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Bauman, Zygmunt 2003a: Modernidad Líquida. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Bauman, Zygmunt 2003b: En busca de la política. (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Beck, Ulrich 1998: La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad. (Barcelona: Paidós).
Beck, Ulrich 2004: ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. (Buenos Aires: Paidós).
Beck, Ulrich, Giddens, Anthony, Lash, Scott 1997: Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. (Madrid: Alianza Universidad).
Berger, Peter L. y Luckmann, Thomas 1997: Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. (Barcelona: Paidós).
Giddens, Anthony 2001: Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Primera reimpresión. (México: Taurus).
Geertz, Clifford 1994: “El modo en que pensamos ahora: hacia una etnografía del pensamiento moderno”. En: Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas. (Barcelona: Paidós).
Lyotard, Jean-François 1993: La condición posmoderna. (Barcelona : Planeta-Agostini).
Sennett, Richard 2000: La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. (Barcelona: Anagrama).
[1] Trabajo presentado para la cátedra Globalización y sociedad. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, Diciembre de 2004

lunes, junio 12, 2006

Instituciones educativas y transmisión de saberes

A lo largo de la historia, fueron diversas las instituciones que asumieron la tarea de poner en práctica las estrategias consideradas más convenientes para resolver el conflicto que plantea el triángulo epistémico. En general fueron las instituciones educativas las que históricamente se ocuparon de que la gente se hiciera cargo de los saberes y valores de la época. Una institución educativa es una estructura que tiene como finalidad preservar y transmitir a las nuevas generaciones las creencias, procedimientos y valores considerados socialmente eficaces y utilizados en un determinado momento para que los jóvenes puedan comenzar a pertenecer y a ser aceptados dentro de la sociedad.
Con una intención deliberadamente simplificadora, podríamos decir que, en términos de la relación que se establece entre esas instituciones y la transmisión de los saberes válidos de la época, reconocemos cinco períodos:
1. El período de la institución poética lo ubicamos en la Grecia de los siglos XI y VIII AC que va de Homero a Hesíodo. Es el período en el que, según la opinión de Jaeger[1], la poesía ejerció la acción educativa poniendo vigor en las fuerzas estéticas y éticas de los hombres de la época. La poesía adquiría la dimensión de institución al echar raíces en lo más profundo del ser humano, alimentando un ethos, un deseo de superación espiritual capaz de convertir al heroísmo, la armonía y la belleza en valores que era un deber o una obligación conquistar y poseer.
2. El período de las instituciones filosóficas es el que está comprendido entre el siglo V AC y la caída del Imperio Romano, en el siglo V . Allí vemos que "lo que hay que saber" transita por las plazas en las que camina Sócrates, por la Academia de Platón o por las discusiones que mantienen los peripatéticos en el Liceo de Aristóteles. Más tarde, el Jardín de Epicuro o el pórtico de los estoicos son también los lugares en los que el saber y la ética tienen sus asentamientos. El sentido de la areté griega adquiere una dimensión moral que se reconoce en la búsqueda de armonía entre razón y hábito. En este sentido se institucionaliza la paideia y se transforma en un camino que va del puro conocimiento de la norma a la visión de lo que es y cómo debe ser tratada la formación del espíritu humano.
3. El período de las instituciones monacales es el que transcurre durante toda la edad media. En efecto, si alguien quería estar en el lugar donde se producía la cultura "culta" (la otra idea de cultura es un hallazgo antropológico relativamente reciente), entonces tenía que hacerse monje y entrar al convento. Se sabe, la Iglesia, durante todo el período, fue la institución encargada de determinar epistémica, éticamente y estéticamente hablando, qué era lo que había que saber, qué era lo que había que opinar y qué era lo que estaba bien y lo que estaba mal:

Hay que recordar ante todo que, a lo largo de casi toda la Edad Media occidental, la instrucción es privilegio de los clérigos...durante mucho tiempo el latín es, en la Edad Media, el vehículo esencial de la cultura.[2]
...en la Edad Media, para la mayoría de las gentes, incluso laicos, la expresión del pensamiento o del sentimiento estaba informada por la religión y ordenada a fines religiosos.[3]

La oposición a esa perspectiva religiosamente reduccionista de acceso a los saberes y valores de la época, encontró resistencia entre quienes tenían mayores aspiraciones intelectuales que la gente simple sujeta a las labores de la tierra impuestas por los señores y a los dictámenes eclesiales urdidos por el clero. En la antesala del ascenso de la universidad al lugar de institución generadora y transmisora del saber reconocido, se hizo oír la voz de protesta a la situación imperante hasta el momento, de grupos rebeldes.
A partir de la baja edad media las estrategias de acción sobre el conocimiento se trasladaron del monasterio a las universidades. Tal vez ese traspaso, como apunta Le Goff, es el que da origen a la aparición de las escuelas urbanas en el siglo XII y la aceptación de que los enseñantes puedan recibir lícitamente una paga por su trabajo.
4. Transformada en laica la cultura, la escuela ocupa el lugar hegemónico a la hora de seleccionar contenidos y valores, para diseminar entre los sujetos sociales. Esto sucede principalmente a partir de fines del siglo XVII, se consolida durante el siglo XIX, y alcanza su punto más alto ya bien entrado el siglo XX. Llamamos a ese período, el período de las instituciones escolares. Apunta Julia Varela:

La escuela primaria, en tanto que forma de socialización privilegiada y lugar de paso obligatorio para los niños de las clases populares, es una institución reciente cuyas bases administrativas y legislativas cuentan con poco más de un siglo de existencia.[4]

5. A partir del primer cuarto del siglo XX la situación se empieza a modificar, cada vez, a un ritmo más vertiginoso. El saber epistémico se mantiene, en un principio, dentro de los claustros; la doxa no ocupa en ese momento un lugar relevante, y la ética (guerras mediantes) comienza a ser motivo de discusión en todos lados. Un poco más tarde, cuando los medios toman el centro de la escena y la época se convierte en la época de las instituciones mediáticas (mitad del siglo), los valores empiezan a impartirse desde el lugar del Star sistem; la doxa comienza a tomar más vuelo y la relatividad o, mejor, la relativización de criterios en los dominios del saber, de la ética y de la estética termina por desplazar a aquéllos del lugar privilegiado que ocupaban en el imaginario social para ceder su puesto a la majestad de la hora: la opinión. A partir de ese momento, ya no importa qué es lo que hay que saber, cómo hay que actuar o cómo mantener el buen gusto; importa más saber acerca de qué hay que opinar en cualquier terreno (lo que comporta, de hecho, una exaltación del subjetivismo). Y es desde el lugar de los medios y con el ropaje de la opinión que hoy se establece el nexo y la articulación entre el tejido social y el sentido.
Hoy sabemos que es posible focalizar el desarrollo de la tarea educativa bajo la doble problematización pedagógica y comunicacional. El apogeo de los MMC en las décadas del 50 y 60 coincidió con la mirada crítica que para ese entonces comenzaba a utilizarse para analizar las instituciones escolares. Sólo hizo falta que se pusieran en relación los dos fenómenos para dar lugar una lectura didáctica de la tarea comunicativa.
Creo que el discurso histórico es bastante elocuente al respecto: no son las estrategias de grupos o corporaciones menores las que logran instituir dentro de los usos sociales sus propias prácticas; más bien son las instituciones ya consolidadas las que a esas prácticas les incorporan el rasgo de estrategia con toda la racionalidad que esa inclusión supone. En cada período las instituciones hegemónicas han sabido definir los límites y los alcances de las prácticas más o menos estables que posteriormente debían ser incorporadas por exitosas, al bagaje de recursos válidos para la propia perpetuación de la institución. En nuestro tiempo la institución hegemónica en la transmisión de valores y en la circulación de opiniones generalmente admitidas es la institución mediática. Esa hegemonía es la que le permite introducir sus formas de expresión en la escuela y hacer de la retórica, la nueva didáctica escolar. Sólo así se puede explicar la confusión reinante dentro del panorama pedagógico actual, en el que vemos a las escuelas asumir prácticas mediáticas. Lo que todavía no queda claro es dentro de qué género se implementan esas prácticas: el drama, el sainete o la parodia.
[1]. Cfr. Jaeger, Werner: Paideia: los ideales de la cultura griega. Ed.Fondo de cultura Económica, México, quinta reimpresión, 1980, página 49.
[2]. 1. Le Goff, Jacques: Tiempo, trabajo y cultura en el occidente medieval. Ed. Taurus, página 155.
[3]. Le Goff, Jacques: Tiempo, trabajo y cultura en el occidente medieval. Ed. Taurus, página 156
[4]. Varela, Julia: La maquinaria escolar, en Varela, Julia y Alvarez Uría, Fernando: Arqueología de la escuela. Ed. La piqueta, Madrid, 1991.

viernes, junio 09, 2006

El pesimismo ilustrado en educación


Optimistas y pesimistas

Algún especialista en temas educativos llamó educacionismo a la posición teórica que sostiene que con la educación se resuelven todos los problemas de la vida de las personas (desde las enfermedades a la intolerancia). Podríamos decir que quienes sostienen esto son optimistas con respecto a lo que es capaz de hacer esa actividad y esa práctica tanto con los individuos como con la sociedad. No sé que nombre tiene, ni que nombre darle a los que piensan que la tarea educativa, en el fondo, o a la larga, no sirve para nada. Pero, para oponerlos a los primeros, podríamos decir que son los pesimistas de la educación.
Podría decirse que el optimismo y el pesimismo son dos maneras antagónicas que tienen las personas de encarar la vida. Desde muy antiguo los filósofos hicieron del pesimismo y del optimismo un tema ético (es decir, de comportamiento práctico) y le dedicaron más de una reflexión. A lo largo de la historia de la filosofía, en lo que va desde la modernidad a nuestros días podemos reconocer tres posiciones inequívocas y bien diferenciadas, sobre el optimismo y el pesimismo.
La primera posición, a la que llamaremos optimismo metafísico, pertenece al filósofo alemán Leibniz (1646-1716). Leibniz era un filósofo racionalista y pensaba que el mundo podría haber sido distinto, pero si existe este es porque si Dios lo eligió, debió elegirlo como el mejor de entre los muchos posibles. Este optimismo leibniziano (el mundo mejor de entre todos los posibles) supone un mundo no perfecto en todas sus partes, pero sí armonioso como conjunto que mejor realiza el máximo de sus posibilidades. Este mundo es finito y, como tal, aun siendo el mejor, incluye la presencia del mal físico y del mal moral. De estos supuestos nace la Teodicea, que consiste, precisamente, en una justificación de Dios pese a la existencia del mal en el mundo y en una justificación del mal en el mundo a pesar de la bondad de Dios. Leibniz razona de este modo: si Dios es suma Bondad, debe querer el mejor mundo y, si es creador y omnipotente, hubiera podido crearlo. Pero, como Dios no se equivocó y sabe desde toda la eternidad que en el mundo que ha creado se da el mal, es decir el dolor, la enfermedad, la injusticia, las guerras, los oprobios, los infortunios y las catástrofes, entonces, la existencia del mundo real y del mal debe entenderse como la mejor garantía de un bien mejor, que es la libertad. Pues en un mundo sin defecto no habría posibilidad de elección, ya que todo estaría orientado hacia la perfección y, por tanto, no habría libertad. Dicho en pocas palabras, para Leibniz el mal existe para que pueda existir un bien mejor que es la libertad.
La segunda posición, opuesta a la primera, la denominaremos pesimismo metafísico y es la que podríamos adjudicarle a Emil Cioran. Cioran era rumano, pero vivió y desarrolló toda su carrera en Francia (país que, según dicen, recorrió en bicicleta). Murió en 1995, a los 86 años. Podría decirse que Cioran fue un escritor radicalmente triste y pesimista. Para él la época que le tocó vivir fue una época carente del sentido de la delicadeza e idólatra del kitsch y del mal gusto. Se autodefinía como un "esteta de la desesperación" o un "cortesano del vacío" o como "un sepulturero con un barniz de metafísica", "un triste por decreto divino", "un mortinato de clarividencia". Su definición del hombre bien podría servir para retratarlo íntegramente: "somos espermatozoides portadores de la huella de asesinos virtuales". Diógenes el cínico, y Job significaron para él sus únicos "espejos" donde admitía mirarse como si de sus Maestros de sabiduría se tratara. Se refería a sí mismo haciendo alusión a su eterna condición de ser larvario desprendido del árbol de la existencia común y corriente que unos y otros llevamos como "normal"[1].
Uno podría decir que las posturas metafísicas pecan siempre por exceso, en la medida que tienden a justificarse a sí mismas y a entender el mundo y las cosas desde una concepción (sea cual sea) absoluta y radical.
Hay una tercera posición, a la que adhiero en general, y que pertenece al filósofo español contemporáneo, Fernando Savater. Él denomina a esta perspectiva, pesimismo ilustrado.
Para Savater el pesimismo puede ser tanto depresivo (sería el caso de Cioran) como tonificante. Un ejemplo de este último podría se Voltaire, un filósofo de la ilustración que ridiculizó la concepción de Leibniz en su Cándido. Allí se mofaba de la tesis leibniziana de que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Ante esto Voltaire tendía a observar la historia desde una perspectiva pesimista, opuesta al optimismo leibniziano, pero también desde un punto de vista más humano, señalando que los males que nos aquejan son, en su mayoría, fruto de la imbecilidad humana. De manera que, como afirma Savater, el pesimismo nace con la ilustración y acompaña siempre a las manifestaciones de este movimiento (a más ilustración, más pesimismo). Es, si se quiere, una perspectiva práctica, es decir, una disposición teórica fundamentalmente referida a los propósitos y resultados de la acción humana.
Suele decirse que un pesimista es un optimista con mucha información. Allí radica el núcleo ilustrado del asunto. Lo que le confiere atractivo a esta postura es que acude al saber y a la razón y entonces no cae en un optimismo ingenuo y voluntarista (algo así como “confiemos en que todo ya se arreglará”) ni en un pesimismo ciego (“nada tiene sentido”, “hagas lo que hagas, no resultará”).
Desde mi punto de vista, lo que hace atractiva la postura del pesimismo ilustrado es su afán racional de transformación de las condiciones sociales y culturales en las que viven los hombres. Como dice Savater, “hacer la vida soportable exige un esfuerzo constante de sensatez racionalista, nunca consolidada del todo y siempre en peligro de retroceder ante los desbordamientos del fanatismo, la intolerancia o la ambición.(...) (es) una invocación al coraje cuerdo, en el cual se reúnen la esperanza en logros parciales y la desesperanza en lo tocante a una regeneración total.[2]
[1] Los datos biográficos de Cioran los obtuve buscando en Internet.
[2] Savater, Fernando: El pesimismo ilustrado. En Ética como amor porpio. Ed. Mondadori. Coedición con la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Editorial Grijalbo S.A. México 1991. Páginas 195-196.